Haciendo amigos (1)
Por Pedro de Paz.
—Es sólo cuestión de saber disparar. No veo la importancia.
—¿Cómo puede hablar así? Su revólver le ha dado cuanto tiene. ¿No es verdad?
—Sí, claro. El revólver lo es todo. Te permite tutear a taberneros y jugadores de ventaja, tal vez a doscientos de ellos. Tienes quinientos tugurios donde dormir y mil fonduchos donde comer. Pero hogar, esposa e hijos… no. Y porvenir, cero. ¿Me olvido algo?
—Sí. Sitios a los que estás ligado… ninguno. Personas con derecho sobre ti ante las que has de inclinarte… ninguna.
—Insultos tolerados… ninguno. Enemigos… ninguno.
—¿Ningún enemigo?
—Con vida.
( Los siete magníficos, John Sturges – 1960 )
Nunca fui un bravo de western aunque, por motivos muy diferentes al diálogo arriba mencionado, yo tampoco conservo ningún enemigo… vivo. Quizá porque los que recolecté a lo largo de mi vida eran de tan poca entidad que terminaron por diluirse. O quizá porque nunca hice nada de suficiente relevancia, nada merecedor de ganarse enemigos de peso y enjundia. Enemigos comme il faut. Sea por lo que fuese, no soy consciente de tenerlos. Quizá haya llegado el momento de solventar esa cuestión.
Literatura model-na.
Lo sé. Adolezco de una visión bastante tradicional de la literatura. Lo lamento. Qué le vamos a hacer. «Visión limitada», abogarían algunos. Yo prefiero llamarla «tradicional». Palabra, palabra, coma. Palabra, palabra, punto. Sujeto, verbo y predicado. Presentación, nudo y desenlace. Y así, pieza a pieza, hasta terminar por contar una historia. Quizá sea ya un perro demasiado viejo como para aprender trucos nuevos. Es posible. Muy probablemente ese sea el motivo por el cual, cuando deambulo por esa Babilonia que conocemos bajo la pomposa denominación de mundillo cultural y escucho algunas de las propuestas actuales de lo que a día de hoy se conoce como literatura vanguardista también conocida como model-na o experimental, no pueda evitar que, en ocasiones, se me caigan los palos del sombrajo.
Sin ir más lejos, hace unos días asistí a una conferencia sobre novela. Una ponencia a la que estaba convocado un iluminao de los de última hornada, uno de esos letraheridos deseoso de que le pasen la mano por el lomo. Escucharle teorizar acerca de lo que debe ser la narrativa actual fue uno de los más flagrantes casos de sonrojo y vergüenza ajena que he sufrido en los últimos tiempos. Jamás encontré en un mismo discurso tal cantidad de banalidades, artificios, lugares comunes y oficio mal entendido. Lo curioso es que, al final, toda la defensa de su discurso se resumió en un concepto, repetido hasta la saciedad como un mantra, que terminó por convertirse más que en la piedra angular en el bálsamo de Fierabrás del ponente: innovación. «No importa lo que se narre», enunciaba la criatura. La innovación es un valor en sí mismo. La innovación es el futuro. La innovación es lo que nos salvará, nos motivará y nos guiará a través de los oscuros senderos de la Literatura. La innovación es la hostia. Innovate or die.
Según depende.
En ciertas corrientes literarias actuales se concede excesivo peso al camelo del «todo vale» siempre y cuando cumpla la premisa de resultar novedoso. Ojo. No estoy afirmando que todo lo nuevo implique una naturaleza prescindible, fútil o recusable por sistema. Dios me libre. Nada más lejos de mi intención. La innovación no sólo resulta necesaria sino que siempre ha sido la imprescindible punta de lanza de muchos géneros literarios. Estoy argumentado en contra de la falsa premisa de que si algo es nuevo, sólo por ese mero hecho per se y sin ningún otro valor que lo sustente, debe ser bueno a la fuerza. Y si, además de novedoso, es de naturaleza críptica o directamente no se entiende, es porque debe ser aún mejor. Porque esa es otra. Lo que sea necesario antes que reconocer que determinada propuesta no se entiende, Ahí es donde surge el mejor aliado de las propuestas innovadoras: el miedo derivado a que los demás piensen, no que la propuesta resulta ininteligible sino que excede la capacidad de comprensión del que la evalúa. Y al final todo termina por convertirse en demasiada pose y demasiada postura, en trasgresión de salón y ánimo de epatar de forma gratuita.
—Qué autor más trasgresor que soy. He escrito un libro cuyas páginas se leen al tresbolillo y está redactada a base de fragmentos aleatorios de mi diario de viaje a Katmandú entrelazados con citas de Rilke y que…
—Vale, pero ¿qué cuenta?
—¿Cómo que qué cuenta?
—Que cuál es la historia que se narra en el libro.
—Ninguna. Pero ¿a que es novedoso? Soy la hostia.
El auténtico conflicto surge cuando, tras la situación mencionada, el escritor, en su papel de endosador del camelo, termina por tomarse demasiado en serio a sí mismo y el afán de trascendencia a toda costa acaba resultando un lastre demasiado pesado. Todos somos estupendos. Y exquisitos. Y la forma más inmediata de afianzar esa pretendida exquisitez consiste en vestir la obra de una excelencia y una sustancia de la que en muchas ocasiones, demasiadas, carece, a base de destacar su carácter de experimental. Si una obra se sale de los cánones, es porque debe ser una obra maestra independientemente de si el resultado es realmente bueno, mediocre o pésimo. Ya tenemos nuevo Grial.
Pero eso, que en contextos académicos y con la cantidad de vaselina adecuada quizá pudiera quedar de puturrú de fuá, en el mundo real es faltarle al respeto al lector.
Como afirma ese filósofo existencialista, prohombre y benefactor de la humanidad conocido como El tío de la vara, «falta vara para tanto tonto».
Me gusta el estreno de esta columna. Un comienzo bueno y potente. Prometedor.
La seguiré con interés.