Ventajas de la lectura caótica
Por Recaredo Veredas.
¿Dónde está escrito que quien comienza un libro debe terminarlo? ¿En qué código aparece tan punitiva ley? La perseverancia es, sin duda, una virtud pero debe aplicarse a asuntos de mayor trascendencia como, por ejemplo, asentar los quebradizos lazos familiares. Las lecturas deben iniciarse y abandonarse sin otro criterio que el deseo. Por supuesto sin dejar nunca de escoger nuevas apuestas, sea mediante compras, préstamos o descargas ilegales. Quien no sigue otro ritmo que el de sus apetencias consigue un mapa de lecturas habitado por cordilleras, desiertos y ríos torrenciales. Por coordenadas de tiempo y espacio que, transcurridos los años, alcanzan una coherencia y una amplitud vedada a los adictos a la lectura geométrica.
De hecho un libro solo debe ser terminado en casos excepcionales: si debes escribir sobre él o te pagan por su lectura, si sus páginas alivian algún mal, como un vuelo transoceánico o una gripe constante, o si se considera esencial. La capitalidad puede provocar, incluso, la finalización de un libro insoportable. Por ejemplo del Ulises, paradigma de lo plomizo, aun siendo una obra bastante divertida. El lector que atraviese sus páginas como Marlow surca el Congo en busca de Kurtz, y esquive las constantes tentaciones de abandono logrará una modificación de su conciencia que persistirá a lo largo de los años. Un cambio de mucho mayor vigor que los habituales y postmodernos estados de plenitud, que pueden alcanzarse en cualquier gimnasio tras una clase de yoga.
Sin embargo, la mayoría de los libros insoportables son, además, vacuos. La decisión sobre tal carácter puede tomarse sin problemas tras treinta o cuarenta páginas. Incluso, asumiendo un mínimo margen de error, tras un par de párrafos. Los cánones ajenos influirán en el abandono, pero solo en lo que se refiere al margen de confianza. Es decir, un clásico recomendado por Bloom o Steiner posiblemente merezca veinte páginas más de margen que otro sugerido por la crítica literaria o por un amigo semiágrafo, pero nunca la total benevolencia.
Sin embargo, el libre albedrío tiene excepciones: debe huirse de la diversión sucia. Detectarla no es fácil. Suele aliviar la necesidad de aire tras una jornada de intenso trabajo pero, tras las primeras carcajadas, causa una nausea imparable, una irritante sensación de pérdida de tiempo, la percepción de estar dejándose arrastrar por un enigma estúpido, conducido por protagonistas más planos que una puerta. El sentimiento es similar al que se sufre tras escuchar cinco canciones de David Bisbal en una fiesta prenavideña. La primera es divertida, la cuarta insoportable. Uno sabe que podría dejarse llevar e, incluso, se divertiría pero pagaría a cambio un alto coste en términos de salud mental y justificada culpa. La diversión sucia no es exclusiva del maltratado género del best seller. Puede esconderse en el catálogo de las más prestigiosas editoriales barcelonesas, camuflada en parodias tan exactas que se convierten en réplicas. Porque las editoriales son simples filtros. El lector puede dejarse influir por su imagen, muchas veces labrada con tesón y acierto, pero no puede permitir que el sello, sea para bien o para mal, mediatice su opinión. Pero tan espinoso tema pertenece a otro artículo.
Nunca debe sentirse culpa, ni mucho menos vergüenza, por el abandono de un libro. Como ocurre con la perseverancia, la culpa y la vergüenza deben reservarse para cuestiones de verdadero calado. De hecho la renuncia puede beneficiar lecturas posteriores. Durante años intenté con denuedo leer los relatos de David Foster Wallace. Aun reconociendo la brillantez de su escritura no me interesaba su mundo desfocalizado, ni sus pedantes notas a pie de página. Sin embargo, una mañana de resaca, próxima a su suicidio, retomé sin esperanzas la lectura. De repente, sin causas externas que lo justificaran, lo arduo se reveló fácil y lo escabroso real, incluso humano, me deslicé por el relato sin apenas esfuerzo, como quien baja por un tobogán. Por desgracias, solo ocurrió una vez. Hoy he vuelto a sus páginas y me ha parecido igual de insoportable que antes.
Regresemos a las virtudes del caos frente a la lectura ordenada: escoger a un autor, por ejemplo a Thomas Bernhard, agotar toda su obra y pasar después a Elfriede Jellineck o Peter Handke solo puede causar, además de algún crimen o el internamiento en un centro psiquiátrico, el odio visceral a la brillante literatura centroeuropea. Tal vez el referente sea extremo, por la espesura de aquel bosque, pero una fatiga similar sentiría quien atravesara las juguetonas obras completas de Paul Auster. La décima argucia metaliteraria se revelaría vacía, carente de gracia. Sin embargo, la lectura caótica concede ligereza, el placer de pasar en un mismo día de Borges a Nabokov, de Orejudo a Benet o de Diderot a Chandler, permitiendo que tus conexiones neuronales escriban su propia obra, dotada de intransferibles comienzos, desarrollos y desenlaces. Así que, ya saben, quien abandona un libro no cae derrotado, más bien abre con júbilo las puertas de una biblioteca infinita.