Todos somos otro
Desde hace meses planea en la oficina el temor de despidos y reajustes y aunque intento controlar los nervios, puede, según indican todos los rumores que circulan por los pasillos, que sea el próximo en ser remplazado. Hemos aprendido a cuidar el puesto esmerándonos para fingir estar ocupadísimos. Pero tal estratagema que no logra engañar a nadie, de nada servirá llegada la hora final. Con mansedumbre, porque ningún argumento logra modificar la sentencia de nuestros superiores, he visto ya cambiar tantas caras que cada cambio, cada traslado, indica que nadie es dueño de nada y es percibido por los que quedan como una advertencia que no podemos más que aceptar.
A la preocupación por perder el puesto, una obsesión que todos compartimos en los corrillos cuando creemos que el jefe no nos ve, se ha unido la de sentir permanentemente miradas sospechosamente escrutadoras en la nuca por parte de unos y otros y la rara sensación que produce que al entrar en otros despachos con alguien hablando por teléfono interrumpa enseguida la conversación que pasa a ser de monosílabos para finalizar con un apresurado ya te llamaré luego. Entonces no puedo evitar pensar que en esas conversaciones aparentemente secretas debe haber algo en mi contra. Por qué no pensar que se están registrando mis movimientos a pesar de que me considere un empleado servicial y que nunca pretendí, en mi deseo empecinado de pasar inadvertido, destacarme perjudicando al prójimo.
En este combate de todos contra todos y sálvese quien pueda es inevitable sentir la sensación de que nadie puede confiar siquiera en su propia sombra y aunque algunos de mis compañeros parezcan incapaces de matar a una mosca, no me cabe duda alguna de que en el momento menos previsto, y de presentarse la oportunidad, podrían cometer un acto visto ahora como improbable.
Esta situación que me socava los nervios ha hecho que pierda mi capacidad de reflexión. Ha llegado el momento de saber qué es lo que hay al final de este túnel porque el temor retumba permanentemente en mis sienes y de seguir así me van a estallar en mil pedazos.
Pero no, no se alarmen. Esta no es mi vida, ni la suya, aunque no me negarán que lo parece. Y sí, por el contrario, no deja de ser el retrato fiel de un número cada vez mayor de personas en su rutina laboral cotidiana.
“El oficinista” es la novela con la que Guillermo Saccomanno, un gran desconocido en España hasta que ganó este año el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, nos adentra en el ambiente gris de una oficina de un futuro aparentemente inmediato. Nos reconocemos en el protagonista y, al tiempo, nos asusta que lo leído sea posible, de que sea probablemente la lectura de nuestra vida misma. De que nos haga despertar para descubrir cuál es nuestro verdadero papel en nuestra competitiva sociedad presuntamente democrática en la que solo sobreviven los más aptos.
¿Qué puede hacer el oficinista para olvidar quién es? ¿Qué puede hacer para no sentirse un perdedor de escritorio en su ciudad apocalíptica?… ¿Puede ser otro?
Lo único que puede hacer es huir de sí mismo.
Me gustó la novela, tiene algún que otro pasaje excelente, y la prosa es afilada y voraz. No obstante, me faltó algo de sustancia.