CreaciónCuento creación

«Esta noche duermo solo», de Jorge Callejo

Un relato de Jorge Callejo.

Ella está en otra ciudad, por trabajo. No recuerdo cuándo fue la última vez que durmió fuera pero ha pasado mucho tiempo, de eso estoy seguro. Salgo tarde de la oficina, ya de noche, y de camino a casa en el metro apenas puedo concentrar mi atención en el libro que sostengo entre las manos. La impaciencia me impide hacerlo. Un cosquilleo recorre mi cuerpo y en mi cara se instala una débil sonrisa de la que no puedo, ni quiero, deshacerme. No queda rastro ya de la pesada bola de acero que unas horas antes oprimía mi pecho, cerca de la garganta, mientras sentado en el despacho me esforzaba por cuadrar números que se resistían a ser cuadrados. Una bola que acostumbra a parecer por la tarde temprano, después de la comida, y crece con lentitud pero sin descanso hasta que por la noche se desinfla, ya en casa, normalmente durante la cena. Sin embargo ahora el aire entra limpio y sin esfuerzo en mis pulmones y la perspectiva de dejar atrás la oficina y pasar una noche de soledad en casa hace que un escalofrío se abra paso a través de mi espalda. Recuerdo una sensación similar cuando era adolescente y mis padres se marchaban de viaje para asistir a algún congreso médico. Entonces me quedaba en el sofá viendo películas y leyendo hasta que amanecía, escribiendo a ratos en un cuaderno, levantándome cada poco para fumar un cigarrillo junto a la ventana. Con lo que más disfrutaba era con el silencioso placer de fumar allí de pie bien entrada la noche, la frente apoyada sobre el frío cristal, la mirada perdida entre los edificios lejanos y oscuros, el vidrio reflejando mi rostro imberbe bañado en humo… Y era entonces cuando sentía aquel mismo escalofrío que yo asociaba con la felicidad.

En algún lugar entre la boca del metro y mi apartamento decido que pasaré la noche escribiendo. En la radio han pronosticado una fuerte tormenta, lo que reduce considerablemente mis ya escasas ganas de ir a otro lugar que no sea mi piso. Además un par de ideas me rondan la cabeza desde hace algunas semanas y parece que éste sea un buen momento para escribirlas. Cada día en la oficina, entre reuniones, números e informes, tomo notas de posibles relatos y perfiles de personajes que cruzan por mi mente como luciérnagas en la noche. Hay ocasiones en que no puedo esperar a abrir la libreta de tapas negras que llevo siempre encima y entonces escribo directamente sobre el documento en el que esté trabajando en ese momento. No me permito perder tiempo en buscar la última página escrita del cuaderno, no sea que mientras tanto la idea se esfume. He descrito personas y lugares imaginarios junto a los ingresos, gastos y beneficios de un trimestre, y también en borradores de contratos, entre una cláusula y la siguiente. Pero al llegar a casa de pronto el tiempo se agota en lo que dura una cena y una conversación, y después un descanso en el sofá acompañados por el ruido monótono que escapa del televisor, y más tarde el sueño, y como por sorpresa el día siguiente con su rueda que no cesa de girar hasta el infinito. Hoy sin embargo es un día distinto, una solitaria noche de octubre en la que no prestaré más atención que a mis pensamientos.

Preparo algo de cena antes de sentarme a escribir y aprovecho para cocinar algo que ella no come: tortilla con ensalada. Es alérgica al huevo, de modo que no tengo por costumbre tomarlo en casa. Procuro pedir huevo frito o en tortilla una vez a la semana en el restaurante que hay debajo de la oficina, pero hace ya al menos diez días que no lo pruebo. Pienso en las propiedades nutritivas de este alimento, en sus beneficios para la salud, en la importancia que tiene siempre en esos dibujos que representan la pirámide alimenticia, y pienso también en la profunda insistencia con que mi madre me reprocha que no lo coma más a menudo. Para entonces la necesidad de cenar tortilla se ha instalado en lo más profundo de mi cerebro. Abro la nevera y confirmo mis temores: no hay un solo huevo. Tampoco queda leche para el desayuno de mañana así que bajo a la calle y me dirijo a la tienda de la esquina. Me freno en la puerta, antes de entrar. El aspecto sucio de este local y del hombre que lo regenta nunca me han inspirado suficiente confianza, aunque a veces compro aquí bebidas y algunos alimentos enlatados, pero desde luego no productos perecederos como huevos o tomates. Finalmente no entro y decido acercarme al supermercado que hay varias calles más arriba. A mitad de camino vuelvo a la tienda de la esquina, entro y compruebo el precio de la leche y de la media docena de huevos. Quiero confirmar que a pesar de ser un lugar sucio y deprimente es más caro que el otro establecimiento. He comentado esto con ella varias veces, pero nunca lo hemos comprobado. Grabo los precios en la mente y los repito a cada paso por la calle. Al rato me doy cuenta de lo que estoy haciendo e intento memorizarlos sin tener que repetirlos constantemente.

Hace muy buen tiempo a pesar de ser una noche de finales de octubre y a pesar de que según las noticias debería romper a llover de un momento a otro. Incluso me sobra la chaqueta que me he puesto al salir de casa. Una ligera brisa recorre lo alto de las ramas de los árboles y la luna llena me muestra el camino restando utilidad a las luces blanquecinas de las farolas. Me cruzo con algunas personas que vuelven a sus casas con prisa, e imagino que ellos también viven solos en esta ciudad enorme, como yo esta noche. Una chica me mira y sostengo su mirada hasta que nos cruzamos. Sucede lo mismo con un chiquillo de unos cuatro años a quien su madre agarra del brazo, pero él desvía su mirada cuando ya apenas estamos a dos metros de distancia. La vez siguiente soy yo quien aparta la vista de los ojos de una mujer que arrastra una maleta roja.

Cuando llego al supermercado veo que las persianas metálicas ya están bajadas. Recuerdo entonces que hay otro local varias calles más allá, un poco lejos pero más grande y cuyos precios son seguro los más baratos de la zona. Además, conozco un par de librerías de camino que cierran tarde, y como no me espera nadie en casa y no tengo prisa por volver puedo pasar después por allí en busca alguna novedad interesante. Un hormigueo recorre mi espalda dando su aprobación a esta nueva idea.

En el tercer supermercado hay mucha gente. Son más de las nueve y las cajas rebosan de hombres y mujeres que hacen la compra al salir del trabajo. Compruebo que el precio de los huevos es más barato que en el primer establecimiento, pero resulta que la leche es más cara. Al principio no comprendo del todo bien esta dualidad. Como si mi cerebro ordenara caminar y mis piernas lo hicieran hacia atrás. ¿Cómo es posible que unos productos sean más caros y otros más baratos? ¿No se supone que si un comercio vende más caro que otro, todos sus productos deben ser más caros, sin importar las marcas, sin excepciones? Calculo mentalmente la diferencia entre el precio total de ambos productos en uno y otro lugar y el resultado es que aquí es más económico. Guardo la leche y la media docena de huevos en una cesta y me dirijo a las cajas. No hay ninguna vacía, de modo que valoro si realmente la diferencia de precio compensa la cola que voy a tener que esperar. Decido que no merece la pena y me doy la vuelta para dejar cada cosa en su sitio y regresar a la pequeña tienda de mi calle. Cuando ya estoy en el pasillo de los lácteos recuerdo que allí también había cola, quizá no tanta como aquí pero tal vez ahora sea más larga, por qué no, y recuerdo al tipo que manipula los alimentos y sus horribles manos grasientas. Así que vuelvo a la caja y por el camino añado a mi compra unos yogures. Me pregunto cuál será su precio en la primera tienda. Ya es más una cuestión de curiosidad que de verdadero ahorro. Mientras espero en la cola dudo de nuevo si merece la pena o no esperar. Las luces del establecimiento me marean y la calefacción está excesivamente alta. Me siento como un borracho arrepentido que sale de la oficina y no sabe si ir a casa o a un bar, caminando indeciso unos metros hacia un lado y unos metros hacia el otro. Un leve atisbo de la bola de acero que pensé haber dejado olvidada en la oficina comienza a aparecer en la parte alta de mi estómago. De momento es sólo una pequeña canica del tamaño de un botón de camisa, algo diminuto, pero lo justo para que mi cerebro registre su presencia. Me sitúo en el último lugar de la fila más corta e intento concentrarme en lo que quiero escribir esta noche.

Media hora más tarde delante de mí sólo queda una chica joven. Lleva una botella de vino blanco y una tableta de chocolate. Parece extranjera y cuando abre el monedero compruebo que su tarjeta de crédito no pertenece a ningún banco que yo conozca. Posiblemente sea francesa o belga. Después habla con la chica de la caja y su acento lo corrobora. Envidio la suerte que tiene por estar de noche en un país extranjero comprando vino y chocolate. Seguro que trabaja en algo emocionante, quizá en la embajada. Mientras la observo me pregunto si no habría sido más fácil entrar en la tienda de la esquina y comprar algo de comida enlatada y de ese modo estar escribiendo desde hace ya mucho rato. Esta chica tiene aspecto de poder vivir a base de vino y chocolate y ser completamente feliz sólo con eso. Me reprocho mi incapacidad para hacer algo así, me pregunto qué es lo que me obliga a tomar cada noche de mi vida una cena completa, equilibrada, que incluya proteínas y vitaminas, y qué es lo que me impide aunque sólo sea por un día picar algo rápido mientras hago lo que realmente quiero hacer. Me cuestiono entonces qué es lo que realmente quiero hacer y mi propia pregunta me asusta. Junto a la caja observo que venden bolsas de fécula de patata reciclables. Caigo en la cuenta de que este establecimiento ha retirado las bolsas de plástico gratuitas, así que hago un cálculo rápido para confirmar que a pesar de eso es más barato que el otro sitio. Efectivamente lo es. De todas formas hay muchas personas detrás de mí en la cola y no voy a marcharme ahora. Compro una de esas bolsas y meto todo allí.

No tengo ninguna duda de que la bolsa se va a romper, la única incógnita es cuándo. Por desgracia no tardo en conocer la respuesta. Cargo el resto del camino con la leche, la media docena de huevos y los yogures en las manos, de modo que decido no pasar por la librería. Son casi las diez de la noche y en la calle hace un calor terrible. No hay rastro de la leve brisa que soplaba hace un rato. Tampoco de la tormenta anunciada que me obligó esta mañana a calzarme mis zapatos más gruesos y resistentes. El brillo de la luna me deslumbra casi como si fuera el sol. Suda mi espalda y también mis pies. Una sensación desagradable me oprime el pecho. La pequeña canica tiene ahora el tamaño de una bola de futbolín. Me angustia la rápida velocidad a la que corre el tiempo, que me atropella y me impide estar ya en casa escribiendo. En la oficina los minutos se desplazan mucho más lentos.

Cuando llego al piso enciendo el ordenador mientras preparo la cena. Entonces me doy cuenta de que podía haber comprado el brick de leche herméticamente cerrado en el primer sitio y los huevos en el segundo, y de ese modo además de ahorrar unos céntimos tendría una bolsa gratuita y resistente que me habría permitido pasar por la librería en lugar de volver a casa directamente. Me pregunto con rabia de dónde viene esta obsesión repentina por ahorrar unos céntimos inútiles en la compra. Decepcionado, no encuentro a nadie a quien culpar. Pienso todo esto mientras caliento el aceite y guardo la leche en la nevera. Saco del armario una fuente para la ensalada, pero no hay tomates así que apago el fuego y sin pensarlo demasiado bajo a la tienda de la esquina a comprar un par de ellos. Me da igual de dónde demonios saque este hombre los tomates, no tengo más tiempo que perder y el suyo es el único establecimiento que a esta hora permanece abierto. Cuando salgo a la calle creo distinguir el fogonazo azul y eléctrico de un relámpago en lo alto.

Subo de nuevo a mi apartamento. El ordenador permanece encendido, esperando, como si esta noche tuviéramos una cita muy especial y yo me hubiera quedado hasta tarde trabajando en la oficina. Le doy la espalda, pongo de nuevo la sartén al fuego y termino de preparar la ensalada. Mientras ceno no puedo apartar la mirada del televisor donde programan una absurda película que ya he visto varias veces. Poco a poco la presión del pecho disminuye y la calma toma el control de mi cuerpo. Cuando termina la película son más de las doce. Por fin me siento frente al ordenador pero no sé cómo comenzar ninguna de las historias que ocupaban mi mente durante las últimas semanas. Es curioso porque casi podría haberlas escrito mentalmente hace sólo unas horas, pero ahora me parecen lejanas y confusas, apenas un oasis imaginario en el horizonte del desierto donde me encuentro. Las notas del cuaderno tampoco me ayudan, pues lo que leo allí me parece tan viejo e infantil como yo mismo. Escucho el sonido de un trueno en la lejanía pero no hay gotas en el cristal de la ventana. Por primera vez en el día siento la soledad que me envuelve, la nada que me rodea. Al rato comienzo a escribir una historia sobre un tipo que se queda solo en su apartamento y quiere aprovechar para recuperar el espíritu de sus noches solitarias de cuando era niño y fumaba en la cocina y ese cigarro le valía por toda una vida de sueños. Escribo unas cuantas notas y me animo, pero poco después la ansiedad y los nervios por creer que tengo algo importante entre manos se apoderan de mí y decido bajar a la calle a comprar tabaco. En el bar me cruzo con una chica que sale mientras yo entro. Me mira a los ojos durante un segundo e inmediatamente aparta la mirada y se marcha. Me irrita su gesto, su nula atención, su silenciosa arrogancia. Deseo que algún día descubra que después de despreciarme de ese modo regresé a casa y convertí en una gran novela lo que antes eran sólo unas notas.

Compro tabaco y paseo por las aceras solitarias. Fumo en la calle para no llenar de humo mi piso. Ha refrescado un poco y en el aire percibo el inconfundible olor a lluvia. Parece que por fin se acerca la tormenta. Entonces me viene a la memoria el recuerdo de cuando era niño y un amigo y yo preparamos concienzudamente un fin de semana que íbamos a pasar en la casa que sus padres tenían en el campo. Habíamos previsto un calendario repleto de actividades al aire libre que incluían partidos de fútbol y caminatas por la montaña, barbacoas y tiro al blanco con la escopeta de perdigones de su padre. Incluso dibujamos una tabla con las horas y los días para comprobar que nos daba tiempo a hacer todo lo que nos habíamos propuesto. Sin embargo, cuando llegamos al campo comenzó a llover con tal intensidad que esa misma noche tuvimos que regresar debido al riesgo que existía de quedarnos aislados. De aquella casa grande en la que sólo pasamos unas horas siempre recordaré las numerosas puertas que tenía, que comunicaban una estancia con otra sin llegar a ningún final, y también una gran mesa de billar con enanos sobre el tapete verde que había que esquivar para introducir las bolas en los agujeros. Jugamos durante un rato largo a aquel extraño billar, hasta que el padre de mi amigo decidió que era mejor regresar a la ciudad. En los años que duró nuestra amistad después de aquello jamás regresé a la casa, nunca más me invitó a pasar allí un fin de semana para recuperar el que habíamos perdido, como si con su silencio me hiciera responsable de lo ocurrido. Por primera vez desde entonces me pregunto si quizá mi amigo llevaba razón, si inconscientemente levanto obstáculos que me impidan alcanzar mis objetivos, si desprendo una energía negativa que hace que todo se complique, si busco planificar y encasillar el futuro en tablas de colores para vivirlo en mi imaginación sin los incómodos riesgos que implica llevarlo definitivamente a cabo… Reflexiono un rato más sobre todo esto; finalmente intento aportar un poco de cordura a mis pensamientos y concluyo que yo no provoqué la brutal tormenta de aquel fin de semana.

Doy un gran rodeo y mientras camino y fumo varios cigarrillos pienso en aquella historia y en la que empecé a escribir antes de salir a comprar tabaco. Dudo si al regresar frente al ordenador debo continuar una o empezar la otra, pero cuando termino el tercer cigarro y apago la colilla contra el muro de un colegio ambas historias me parecen igual de absurdas y deprimentes. Después me marcho a casa y me tumbo en el sofá. Sueño que vuelvo a ser niño y que estoy en el piso de mis padres fumando de noche cuando ellos no están, hasta que de pronto aparecen enfadados y arrojan mi cigarrillo por la ventana. La tormenta se aleja sin que caiga una sola gota, mientras yo duermo tranquilo hasta el día siguiente.

Por la mañana el ordenador continúa encendido. Lo miro fijamente mientras desayuno. Cuando acabo, lo apago resignado. Es un día soleado y parece que de nuevo hará calor. No hay nubes en el horizonte, así que esta vez escojo unos zapatos ligeros, con poca suela. Abro la libreta de tapas negras y confirmo la hora de llegada del tren en el que ella regresará esta tarde. La echo de menos y quiero asegurarme de que estaré en la estación a tiempo. Después recojo la mesa y cierro las ventanas. Con un gesto mecánico no olvido guardar la libreta en el bolsillo interior de la chaqueta antes de marcharme a la oficina.

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