Blame the boy! Lady Day-Lady Dark, o cómo hacer de la vida un ciclo.
Por Raquel Campuzano Godoy.
Billie, dulce Billie. Dulce, sí, mas no inocente, pues podríamos construir todo un polisistema alrededor de tu vida personal y artística. Bastaría mencionar tu pasado temprano de supuesta prostitución, de abusos, reformatorios, alcohol y heroína para pasar de dulce a grande: grande Billie, muy grande.
Todo es posible en América
Un día, así sin más, fue descubierta en el pequeño club Pod´s and Jerry mientras hacía una prueba como bailarina. Era 1930 y todavía se la conocía como Eleanora Fagan, aquella adolescente hija de un guitarrista de Baltimore que escuchaba maravillada a Bessie Smith y a Louis Amstrong en su viejo, viejísimo gramófono. Fue a partir de aquel momento cuando su vida comenzó a cambiar, aunque tuvo que esperar tres años, hasta 1933, para que el mítico cazatalentos John H. Hammond asistiera embelesado a una de sus actuaciones. La cálida voz de Billie le dejó sin aliento y corrió a hablar con Benny Goodman quien, a partir de entonces, le abrió las puertas de su estudio por siempre jamás.
No era nada fácil aquello, no se crean. A Billie le costó lo suyo, pero después de años luchando contra el racismo de todos, contra sus propios demonios y (¿por qué no?) contra un círculo artístico dominado por los hombres de modo casi sagrado, la pequeña Billie, la dulce Billie, se iría haciendo un hueco hasta conseguir cantar con la orquesta de otro grande entre los grandes, Duke Ellington, en la película Simphony in Black. Como se suele decir, a partir de ahí el mundo fue suyo.
La reina de la saudade del jazz de entreguerras conquistaría a los más grandes del jazz y el blues, que la acompañarán en sus grabaciones para Columbia: Johnny Hodges, Arite Shaw, Count Basie, Lester Young… Sería este último, precisamente, quien la bautizó con el hermoso sobrenombre de Lady Day. Por entonces, la gran lady era una joven de veinticuatro años que comenzaba a batir todos los récords en las listas de éxitos radiofónicos. Todos sus temas pertenecen ya a la mitología del jazz: Easy leaving , I´m gonna lock my heart, Don´t Explain, Strange fruit…
Su vuelta a los clubes de Nueva York vino de la mano de un judío del Bronx llamado Barney Josephson y que regentaba el mítico Cafe Society en el Greenwich Village. El club, una especie de cabaret político a la europea, representaba la antítesis de la ideología que, por entonces, dominaba Estados Unidos. Era un local antirracista, y el propio Josephson declaraba abiertamente su condición de progesista. Fue durante aquellos años cuando la voz desgarrada de Holliday y las atrevidas letras de muchas de las canciones que compuso en la prima donna del jazz de la década de los 40.
Como en un mal sueño, la vida de Billie Holliday emprendió su particular camino hacia el eterno retorno. El punto de inflexión llegaría en 1947, cuando fue arrestada por posesión de heroína y condenada a ocho meses de prisión. A partir de ese momento, se le retiró su tarjeta para actuar en los clubes neoyorquinos (la New York City Cabaret Card) y se vio obligada a regresar por sus fueros y cantar de nuevo para grandes orquestas: Miles Davis en Chicago, Lester Young en Philadelphia. La vida cambiaba, pero Billie seguía codeándose con los mejores.
Si hacemos caso a los cotilleos de la época, además de su afición al alcohol y a los narcóticos, Billie tuvo también sus pequeños coqueteos con la actriz Talullah Bankhead, aunque ésta se apresurase a desmentir cualquier aventura con ella. Quién sabe. La relación con los hombres fue igual de turbulenta, como si las letras de sus canciones reflejasen la manera (la suya, la de Billie) de relacionarse con el mundo. Entre otras lindezas (y para escándalo de muchos) se casó dos veces y mantuvo una relación con el trompetista Joe Guy mientras estaba casada con su primer marido.
La gran dama del jazz
A pesar de todos sus altibajos, la Holliday siguió robándole minutos a la vida y, en 1957, como una luz a punto de extinguirse, grabó junto a Lester Young uno de los momentos más estremecedores del jazz: Fine and Mellow en The sounds of jazz de Jack Smight. Lady Day no quería retirarse sin arañar las entrañas del jazz, sin dejarnos bien claro que ella, la dulce Billie, grande entre las grandes, había nacido para eso y nada más.
Pero la vida no tiene piedad con las grandes reinas. Sus últimos días los pasó acompañada de fuertes dolores causados por la cirrosis hepática. Para colmo, unos amables señores de la policía quisieron esposarla mientras agonizaba. ¿Su delito? A parte de su adicción a la heroína, Billie cometió uno imperdonable: saltarle los colores al estúpido destino, ese que dictaba que una negra de Philadelphia jamás podría ser una gran dama.