ColumnistasEl armario nº11Más cultura

All work and no play makes Paula a dull girl

Por Paula Lapido

Hace más de un mes desde que escribí mi última columna en esta serie casi recién inaugurada. Algún lector al que le haya picado la curiosidad por saber de qué va esto del armario y qué tiene de especial el número 11 igual se estaba preguntando dónde me había metido. Pues bien, la respuesta es sencilla: había sido absorbida por la vorágine diaria. Aún no me atrevería a afirmar que mi huida haya tenido éxito.

Parémonos por un momento a pensar en el paso del tiempo. Es lunes y nos levantamos con la legaña pegada al ojo. Despertador, ducha, desayuno, trabajo, café (o no), trabajo, trabajo, comida (o no), trabajo, trabajo, trabajo, trabajo, supermercado, limpieza, lavadora, teléfono, cena, perro/familia/amigos, dormir, despertador, ducha, desayuno, trabajo, trabajo… De pronto, sin que nos haya dado tiempo casi ni a respirar, se ha vuelto viernes por la tarde y empieza el fin de semana. Creemos que nos vamos a relajar. De hecho, estamos casi convencidos de ello y anticipamos con placer la sesión de spa que hemos reservado para no pensar en nada y dilatar el domingo como un chicle mascado durante horas. Pero nos damos cuenta de que llegamos tarde a esa cena o a esas cervezas con los amigos, activamos la hipervelocidad y, de pronto, se han pasado el sábado y el domingo, el baño en el jacuzzi ha durado un nanosegundo, la sauna ni nos acordamos de haberla pisado, y nos encontramos otra vez pensando en poner el despertador que dará comienzo a otra semana más, sin un solo minuto para preguntarnos dónde quedó la que acaba de terminar, dónde fue el mes anterior, el verano, las navidades pasadas. Dónde los propósitos de enmienda, los de disfrutar más del campo, la bici, la compañía, el sol (cuando sale). ¿Quién puede concentrarse yendo a tal velocidad? Quizá Fernando Alonso o algún otro velocirraptor moderno. Yo, desde luego, no.

Pero, como nos gustan los más difíciles todavía y encima nos pica a todas horas el gusanillo, intentemos ahora encajar la literatura en este embrollo. Veamos: quizá esa media hora tonta entre que terminas de tender la ropa y tienes que cenar. O esos veinte minutos (ejem…) que inviertes en cotillear los estados de tus amigos y de tus “amigos” en el Facebook. Robarle tiempo a leer el periódico aunque luego no sepas quién es el presidente del gobierno. Robarle tiempo a limpiar (un par de pelusas tamaño balón medicinal correteando por el pasillo, eso no es nada), a dormir (si otros aguantan con cuatro horas, yo con tres). Ver la tele queda completamente descartado por su alta capacidad para producir somnolencia, sobre todo a ciertas horas. Y siempre corriendo, no se te puede quitar de encima esa sensación de necesitar aprovechar cada instante, porque el tiempo va tan rápido que, como te pares a mirar el velocímetro, lo habrás perdido y este tiempo nuestro no es como el de Proust, que recuperas al cabo de siete volúmenes. Este se va y no hay forma de hacerlo volver.

Difícil no sentirse en el Día de la Marmota. Una marmota que apila los libros que le gustaría leer (cada vez con una altura más peligrosa) porque no tiene tiempo ni para quitarles el precio. Una marmota que lleva siempre encima una libreta, lista para anotar la siguiente idea, y que la mitad de las veces se olvida de esa idea a medio camino entre la frutería y el banco, corriendo porque alguno de los dos cierra. Una marmota con una novela de 400 páginas por corregir que, cada vez que se sienta con ella, siente que el día recomienza de nuevo y que Nietzsche y su eterno retorno la están mirando despavoridos desde el otro lado de la mesa.

Cualquiera diría que no tiene solución y, en ese caso ¿para qué preocuparse? Ah, pero ese cualquiera seguro que no tiene en casa un nido de gusanillos un poco esnobs, esos que te miran un día con los ojos hundidos de Kafka y, al siguiente, mientras pasas corriendo frente a ellos con el Cif y la bayeta de camino al baño, te sonríen, todos inocentes, y te dan la patita esperando que les hagas caso. Para ellos no existe el tiempo, lo ven como desde otra realidad a cámara lenta, fotograma a fotograma. Ven tu cara crispada cuando descubres una mancha en la camisa nueva y no te queda más remedio que lavarla a mano y renunciar por el momento a ese micro que te está palpitando en la frente. Te miran sin comprender por qué has de gastar tiempo en frotar la nevera con un aceitillo apestoso para que siga brillante. Te miran, se vuelven para hablar entre ellos y se llevan el dedo a la sien como diciéndose: “están locos estos romanos”. Pero, cada vez que posan sus ojos de lémur en ti, notas el vello erizándose en la nuca. Solo entonces el tiempo parece detenerse de verdad. Solo entonces te sientes capaz de pulsar el botón de “pausa” y pensar durante un rato qué se te ha perdido con tanta carrera.

Porque, si hay solución, no es necesario preocuparse, o quizá solo lo suficiente para que ese botón de “pausa” se mantenga fijo un poco más. Y así descubrir que, ajustando un poco los horarios, todos los días puedes sentarte frente al ordenador y al Word más o menos en blanco a la misma hora y durante aproximadamente el mismo intervalo de tiempo. Darse cuenta de que dedicar 15 minutos diarios a la casa es mejor que darse la gran panzada una vez por semana. Descubrir también el supermercado por internet, los pedidos de libros por internet, cambiar tu contraseña de Facebook y hacer el esfuerzo de olvidarla durante varios días. Pedir a tus amigos que no te manden vídeos de YouTube, que no te escriban ni te llamen por teléfono entre tal y tal hora. Renunciar a descargarte las mejores series de HBO, etc. (y sufrir por ello). Levantarte más temprano y luego caerte de sueño pero solucionarlo a base de tés/cafés muy cargados (o no solucionarlo e irte durmiendo en el metro, en la consulta del médico, frente a la caja del supermercado, porque nadie es perfecto). Y así ver cómo el día de la marmota cambia, cómo se termina el invierno y, poco a poco, empiezas a notar un calorcito agradable en las yemas de los dedos cada vez que los posas sobre el teclado.

Quizá es a lo que Proust se refería en sus siete volúmenes: para recuperar el tiempo perdido hay que empezar desde el principio, desde la magdalena primigenia que sacamos del té en cuanto suena el despertador, recorrer el día con los ojos muy abiertos para no perderse nada, correr si hace falta, pero estar ahí, tener el objetivo en primera línea de pensamiento, hasta que regrese la Z continua. Y conseguir que, después de un número (seguramente) escaso de horas de sueño, el día siguiente puedas fabricar un minuto más, media hora más. Convencerse de que no hay que intentarlo sino que, como nos dice el gusanillo con su sabiduría vieja como el mundo, hay que hacerlo.

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