Latinoamérica

EL BAR DE LOS CRÍTICOS IMPLACABLES

Por Alejandra Zina.

En mi barrio, Palestina se cruza con Estado de Israel. Palestina es una calle angosta, adoquinada, bella sin mucho esfuerzo. Estado de Israel, en cambio, es una avenida corta y funcional que nace como un desvío de la avenida Córdoba, ¿o será su brazo armado? A pocos metros de la unión simbólica de dos pueblos que llevan décadas en guerra, existe este bar de travestis y taxistas. Es una estación de servicio como cualquier otra. Impersonal y transitoria como cualquiera. Un salón refrigerado con media docena de mesas, un mostrador, dos o tres banquetas altas, un kiosco y, sobre las heladeras de Coca-Cola, un televisor de veinte pulgadas encendido las 24 horas.

Nosotros lo conocimos una madrugada de hambre y poca plata. El menú siempre es carne estofada, pastel de papa, pollo, fideos, tartas y empanadas. La comida no está mal, aunque hay que estar preparado para descubrir el corazón frío de un guiso recalentado en el microondas.

Nada más lejos del taxista porteño que el chistoso Roberto Begnini de Una noche en la tierra, tampoco tenemos Winonas sexys y rabiosas al volante. Las pocas mujeres que vi parecían severas directoras de escuela o matronas con pocas pulgas que espiaban al pasajero por el espejo retrovisor.

La mayoría de los taxistas porteños añora a los militares y odia a los putos, los pobres, los borrachos, las mujeres que manejan, los colectiveros, los paraguayos, los bolivianos, los viejos, los pendejos. La mayoría se muestra resentida, estresada, codiciosa. Sin embargo, todos conocimos al menos uno que era diferente. Me atrevo a decir que los taxistas que paran en Palestina y Estado de Israel entran en este último grupo de los diferentes.

Esa primera noche estábamos concentrados en nuestros platos, cuando un parroquiano acodado en el mostrador exigió a voz alzada que cambiaran el diseño del monstruo porque ese que estaba en la pantalla lo venía viendo desde Alien. Se hizo un silencio incómodo. Todos, incluido nosotros, volvimos la cabeza hacia el televisor. Tenía razón. A ese monstruo ya lo teníamos visto desde hacía tiempo. Hollywood estaba cada vez más berreta. ¿Falta de imaginación o falta de presupuesto? La discusión duró lo que nuestra sobremesa.

Pudo ser una coincidencia, al fin y al cabo en Buenos Aires hay cantidad de profesionales y sibaritas que manejan taxis, pero no lo fue. En el bar de los críticos implacables nadie es ajeno al séptimo arte, comentarios sobre la destreza en las escenas de acción, los diálogos, la trayectoria del director, la carrera a pique de Val Kilmer, los papeles repetitivos de Nicolas Cage y Mel Gibson, son moneda corriente.

También la política y la literatura. Otra madrugada, entre café y café, oímos una charla sobre Anna Karenina, Crimen y castigo, y los clásicos de la literatura rusa.

Del bar de los críticos implacables, entran y salen travestis todo el tiempo. Las pimpollos. Chicas de piel aceituna, con los ojos sombreados de azul y los labios de rosa viejo. Chicas con culos increíbles. Tan carnosos y parados que dan ganas de mordisquearlos. Las tetas grandes cuestan caro, pero ellas se la rebuscan con el corpiño de aro para formar ese culito de bebé que les asoma por el escote. Chicas jóvenes, aspirantes a peluqueras, que entran por una merienda, una mamada, un cigarrillo o cuatro paredes que las protejan del frío.
Una noche nos atendió una pimpollo. La conocimos apenas entramos. Me acuerdo que cuando pedí el café con leche con churros, sentimos la voz en falsete que venía del mostrador.

-Mi amor, para qué querés churros, si ya tenés uno -dijo ella sin levantar la vista del corpiño que estaba zurciendo. Era espigada y llevaba los anteojos corridos en el tabique de la nariz, como una abuelita de dibujo animado.

Mi hombre, cohibido por el piropo, eligió la mesa más alejada. Pero la pimpollo estaba bien dispuesta esa noche. Cuando el empleado apoyó nuestro pedido en el mostrador, ella dejó los anteojos y el zurcido sobre la banqueta y ofreció llevarlo hasta la mesa. No hace falta no te preocupes si es autoservicio para qué te vas a molestar bueno… gracias. La pimpollo agarró la bandeja y empezó a caminar haciendo equilibrio. La bandeja temblaba peligrosamente en sus manos. Todo su cuerpo temblaba peligrosamente sobre los tacos de diez centímetros en el piso de mosaico. Yo caminaba a su lado, muda y concentrada. No tenía confianza en su pulso, pero intentaba transmitirle lo contrario. Parecía que sí, pero no. Cuando apoyó la bandeja, las tazas estaban semi vacías y un charquito turbio de café con leche empapaba los platos y las servilletas. Frené ese pensamiento insidioso que empujaba para salírseme de la boca: Yo sabía. Con otro pensamiento: La pimpollo quiso ser amable. Y de verdad lo era. Miró el accidente sin dramatismo, nos pidió disculpas, separó el plato de churros y se llevó el resto. Se movía como si ese salón impersonal fuese el living de su casa y ella, nuestra anfitriona. El empleado la vigilaba desde el otro lado del mostrador. La quiere rajar, pensé, está podrido de las pimpollos amables que se hacen las amas de casa. Pero en realidad no era así. El tipo no le llamó la atención ni tampoco coqueteó con ella. Simplemente recibió los restos del pedido perdido, sacó una bandeja limpia y volvió a llenar las tazas en la máquina de café.

La pimpollo nos trajo lo nuestro y volvió a sentarse en la banqueta alta junto al mostrador. Entre puntada y puntada, alzaba la vista por sobre los anteojos y seguía la película de la televisión. Ella se olvidó de nosotros y nosotros de ella hasta que sentimos su aullido. Cuando giramos, la vimos tapándose los ojos con el encaje del corpiño, gimoteando para que cambiaran de canal. En la pantalla había un hombre que le estaba rebanando los dedos a otro. Las pimpollos son así, barulleras, exageradas, egocéntricas, ajenas a la fuerza que les dio la naturaleza. Unos parroquianos se rieron, otros la abuchearon, para pelearla nomás. Pero el escándalo pasó rápido. Las torturas terminaron y empezó una con Jack Nicholson y Diane Keaton, la pimpollo avisó que iba al baño para que nadie le robara la banqueta, mientras un grupo de recién llegados ocupaba la mesa que nosotros acabábamos de dejar.
En el playón de la estación de servicio nos cerramos las camperas hasta el cuello y volvimos para casa abrazados, entonando yo sé que volverás de Belinda, una canción indigerible que se nos había pegado a los dos.

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