CreaciónNovela creación

“Riña de gatos. Madrid 1936″, de Eduardo Mendoza [Planeta]

«4 de marzo de 1936

Querida Catherine:

Poco después de cruzar la frontera y de evacuar los enojosos trámites aduaneros, me he dormido arrullado por el traqueteo del tren, porque había pasado una noche de insomnio, acosado por el cúmulo de problemas, sobresaltos y agonías derivados de nuestra tormentosa relación. Por la ventanilla del tren sólo veía la oscuridad de la noche y mi propia imagen reflejada en el cristal: la efigie de un hombre atormentado por el desasosiego. El amanecer no trajo el alivio que a menudo acompaña el anuncio de un nuevo día. El cielo seguía nublado y la palidez de un sol mortecino hacía aún más desolado el paisaje exterior y el paisaje de mi propio espíritu. En estas circunstancias, al borde de las lágrimas, me quedé dormido. Al abrir los ojos, todo había cambiado. Lucía un sol radiante en un cielo sin límites, de un azul intenso, apenas alterado por unas nubes pequeñas, de una blancura deslumbrante. El tren recorría la yerma meseta castellana. ¡España por fin!

¡Oh, Catherine, mi adorada Catherine, si pudieras ver este magnífico espectáculo comprenderías el estado de ánimo con que te escribo! Porque no es sólo un fenómeno Geográfico o un simple cambio de paisaje, sino algo más, algo sublime. En Inglaterra, como en el norte de Francia, por donde acabo de pasar, la campiña es verde, los campos son fértiles, los árboles son altos, pero el cielo es bajo y gris y húmedo, la atmósfera es lúgubre. Aquí, en cambio, la tierra es árida, los campos, secos y cuarteados, sólo producen mustios matojos, pero el cielo es infinito y la luz, heroica. En nuestro país andamos siempre con la cabeza baja y la vista fija en suelo, oprimidos; aquí, donde la tierra nada ofrece, los hombres andan con la cabeza erguida, mirando el horizonte. Es tierra de violencia, de pasión, de grandes gestos individualistas. No como nosotros, uncidos a nuestra estrecha moral y a nuestras nimias convenciones sociales.

Así veo ahora nuestra relación, querida Catherine: un sórdido adulterio sembrado de intrigas, dudas y remordimientos. Mientras ha durado (¿dos años, quizá tres?) ni tú ni yo hemos tenido un minuto de tranquilidad ni de alegría. Sumergidos en la pequeñez de nuestra mediocre climatología moral, no lo podíamos percibir, nos parecía algo insuperable que estábamos fatalmente obligados a sufrir. Pero ha llegado el momento de nuestra liberación, y es el sol de España el que nos lo ha revelado.

Adiós, mi querida Catherine, te devuelvo la libertad, la serenidad y la capacidad de disfrutar de la vida que te corresponde de pleno derecho, por tu juventud, tu belleza y tu inteligencia. Y yo también, solo pero reconfortado con el dulce recuerdo de nuestros abrazos, fogosos aunque inoportunos, procuraré volver a la senda de la paz y la sabiduría.

P.S. No creo que debas afligir a tu marido con la confesión de nuestra aventura. Sé lo mucho que le dolería saber traicionada una amistad que se remonta a los días felices de Cambridge. Por no hablar del sincero amor que te profesa.

Tuyo siempre,

ANTHONY

—¿Inglis?

La pregunta le sobresaltó. Absorto en la redacción de a carta, apenas si había reparado en la presencia de otros viajeros en el compartimento. Desde Calais había tenido por única compañía a un lacónico caballero francés con el que había intercambiado un saludo al Principio del trayecto y otro al despedirse, en Bilbao; el resto del tiempo el francés había dormido a pierna suelta y después de su marcha, lo había hecho el inglés. Los nuevos pasajeros habían ido subiendo en sucesivas estaciones intermedias. Aparte de Anthony, como el elenco de una compañía itinerante de comedias costumbristas, ahora viajaban juntos un viejo cura rural entrado en años, una moza joven de rudo aspecto aldeano y el individuo que le había abordado, un hombre de edad y condición inciertas, con la cabeza rasurada y ancho bigote republicano. El cura viajaba con una maleta mediana de madera, la moza con un abultado fardel, y el otro con dos voluminosas maletas de piel negra.

—Yo no hablo inglés, ¿sabe usted? —prosiguió diciendo ante la aparente aquiescencia del inglés a su pregunta inicial—. No Inglis. Yo, espanis. Usted inglis, yo espanis. España muy diferente de Inglaterra. Different. España, sol, toros, guitarras, vino. Everibodi olé. Inglaterra, no sol, no toros, no alegría. Everibodi kaput.

Guardó silencio durante un rato para dar tiempo al inglés a asimilar su teoría sociológica y añadió:

—En Inglaterra, rey. En España, no rey. Antes, rey. Alfonso. Ahora no más rey. Se acabó. Ahora República. Presidente: Niceto Alcalá Zamora. Elecciones. Mandaba Lerroux, ahora Azaña. Partidos políticos, tantos como quiera, todos malos. Políticos sinvergüenzas. Everibodi cabrones.

El inglés se quitó las gafas, las limpió con el pañuelo que asomaba por el bolsillo superior de la americana y aprovechó la pausa para mirar por la ventana. Sobre la tierra ocre que se extendía hasta el límite de la mirada no había un solo árbol. A lo lejos vio un mulo montado a mujeriegas por un labriego con manta y chambergo. Sabe Dios de dónde viene y a dónde va, pensó antes de volverse a su interlocutor con expresión adusta, dispuesto a no mostrar predisposición al diálogo.

—Estoy al corriente de las vicisitudes de la política española—dijo fríamente—, pero como extranjero, no me considero autorizado a inmiscuirme en los asuntos internos de su país ni a emitir opiniones al respecto.

—Aquí nadie se mete con nadie, señor —dijo el locuaz viajero algo decepcionado al Comprobar el dominio del castellano de que hacía gala el inglés—, no faltaría más. Sólo lo decía para ponerle al tanto de la cuestión. Por más que uno esté de paso, no viene mal saber con quién se las ha de haber, llegado el caso. Un suponer: yo estoy en Inglaterra
por hache o por be, y se me ocurre insultar al Rey. ¿Qué pasa? Que me enchironan. Es natural. Y aquí, lo mismo, pero al revés. Con lo que vengo a decir que de un tiempo a esta parte las cosas han cambiado.

No se nota, pensó el inglés. Pero no lo dijo: sólo quería poner fin a aquella charla insulsa. Hábilmente dirigió los ojos al cura, que seguía la perorata del republicano con un disimulo entreverado de desaprobación. La maniobra dio el resultado apetecido. El republicano señaló al cura con el pulgar y dijo:

—Aquí, sin ir más lejos, tiene usted un ejemplo de lo que le venía diciendo. Hasta hace cuatro días, éstos hacían y deshacían a su antojo. Hoy viven de prestado y a la que se desmanden los corremos a boinazos. ¿O no es así, padre?

El cura cruzó las manos sobre el regazo y miró de hito en hito al viajero.

—Ríe mejor el que ríe el último —respondió sin amedrentarse.

El inglés los dejó enzarzados en un duelo de dichos y paráfrasis. Lento y monótono, el tren seguía su camino por una llanura desolada dejando una gruesa columna de humo en el aire puro y cristalino del invierno meseteño. Antes de volverse a dormir oyó argumentar al republicano:

—Mire, padre, la gente no quema iglesias y conventos sin ton ni son. Nunca han quemado una taberna, un hospital ni una plaza de toros. Si en toda España el pueblo elige quemar iglesias, con lo que cuestan de prender, por algo será.

Le despertó una violenta sacudida. El tren se había detenido en una estación importante. Por el andén se apresuraba renqueando un ferroviario con capote, bufanda y gorra de plato. En la mano enguantada se balanceaba un candil de latón apagado.

—¡Venta de Baños! ¡Cambio de tren para los viajeros que van a Madrid! ¡El expreso en veinte minutos!

El inglés bajó su maleta de la redecilla, se despidió de sus compañeros y salió al pasillo. Le flaquearon las piernas, entumecidas por tantas horas de inmovilidad. Aun así, saltó al andén, donde fue recibido por una ráfaga de aire helado que le cortó el resuello, y buscó en vano al ferroviario: cumplida su misión, éste había regresado sin demora a su oficina. El reloj de la estación se había parado y marcaba una hora inverosímil. De un asta colgaba una harapienta bandera tricolor. El inglés ponderó la conveniencia de buscar refugio en el tren expreso, pero en vez de hacerlo recorrió la estación en dirección a la salida. Se detuvo ante una puerta de cristal velado por la escarcha y el hollín, sobre el que un letrero rezaba: Cantina. Dentro un chubesqui irradiaba poco calor y hacía el aire denso. El inglés se quitó las gafas empañadas y las limpió con la corbata. En la cantina un único cliente acodado en el mostrador sorbía una copa de licor blanco y fumaba un charuto. El mozo del establecimiento lo miraba con una botella de anís en la mano. El inglés se dirigió al mozo.

—Buenos días. Tengo necesidad de expedir una carta. Tal vez ustedes tengan sellos de correos. En caso contrario, dígame si la estación dispone de una expendeduría.

El mozo se le quedó mirando boquiabierto. Luego murmuró.

—No sabría decirle.

El solitario parroquiano intervino sin levantar los ojos de la copa de anís.

—No seas cateto, leche. ¿Qué impresión se va a llevar de nosotros este caballero? —y al inglés—: Disculpe al chico. No ha entendido una palabra de lo que le decía. En el vestíbulo de la propia estación tiene usted un estanco donde comprar sellos y un buzón. Pero antes tómese una copita de anís.

—No, muchas gracias.

—No me la rechace, yo le invito. Por la cara que trae, necesita un reconstituyente.

—No calculé que hiciera tanto frío. Al ver el sol…

—Esto no es Málaga, señor. Es Venta de Baños, provincia de Palencia. Aquí cuando aprieta, aprieta. Usted es forastero, según se echa de ver.

El mozo sirvió una copa de anís, que el inglés ingirió con prisa. Como estaba en ayunas, el licor le quemó la tráquea y le abrasó el estómago, pero un agradable calor le recorrió todo el cuerpo.

—Soy inglés —dijo respondiendo a la pregunta del parroquiano—. Y he de apresurarme si no quiero perder el expreso de Madrid. Si no es molestia, dejaré aquí la maleta mientras voy al estanco para ir más ligero.

Dejó la copa sobre el mostrador y salió por una puerta lateral que comunicaba con el vestíbulo de la estación. Dio varias vueltas sin dar con el estanco hasta que un factor le señaló una ventanilla cerrada. Llamó con los nudillos y al cabo de un rato se abrió la ventanilla y asomó la cabeza un hombre calvo con expresión alelada. Al explicarle el inglés su propósito, cerró los ojos y movió los labios como si estuviera rezando. Luego se agachó y al volver a incorporarse puso en la repisa de la ventanilla un libro enorme. Lo estuvo hojeando con detenimiento, se fue y regresó con una pequeña balanza. El inglés le entregó la carta y el funcionario de correos la pesó cuidadosamente. Volvió a consultar el libro y calculó el monto del franqueo. El inglés pagó y regresó corriendo a la cantina. El mozo miraba el techo con un trapo sucio en la mano. A la pregunta del inglés respondió que su consumición había sido pagada por el otro cliente, conforme a lo convenido. La maleta seguía en el suelo. El inglés la recogió, dio las gracias y salió corriendo. El expreso de Madrid iniciaba su lenta marcha entre nubes de vapor blanco y bocanadas de humo. A grandes zancadas alcanzó el último vagón y subió al tren.

Después de recorrer varios vagones sin encontrar un compartimento vacío, decidió quedarse en el pasillo, a pesar de la corriente de aire frío que lo atravesaba. La carrera le había hecho entrar en calor y el alivio de haber enviado la carta le compensaba el esfuerzo. Ahora la cosa ya no tenía remedio. ¡A la porra las mujeres!, pensó.

Quería estar solo para disfrutar de su recién ganada libertad y contemplar el paisaje, pero al cabo de un rato vio venir dando tumbos al individuo que le había invitado en la cantina. Le saludó y el otro se colocó a su lado. Era un hombre de unos cincuenta años, bajo, enjuto, con la cara surcada de arrugas, bolsas debajo de los ojos y una mirada inquieta.

—¿Consiguió echar la carta?

—Sí. Al volver a la cantina usted ya se había ido. No tuve ocasión de agradecerle su amabilidad. ¿Viaja en segunda?

—Viajo donde me da la gana. Soy policía. Y no ponga esa cara: gracias a eso nadie le ha robado la maleta. En España no se puede ser tan confiado. ¿Se queda en Madrid o sigue viaje?

—No, voy a Madrid.

—¿Puedo preguntarle el motivo de su visita? A título personal, se entiende. No responda si no quiere.

—No tengo el menor inconveniente. Soy especialista en arte y más concretamente en pintura española. No compro ni vendo. Escribo artículos doy clases y colaboro con alguna galería. Siempre que puedo, con motivo o sin él, voy a Madrid. El Museo del Prado es mi segundo hogar. Quizá debería decir el primero. En ninguna parte he sido más feliz.

—Vaya, parece una bonita profesión. Nunca lo habría dicho —comentó el policía—. ¿Y eso le da para vivir, si no es indiscreción?

—No da mucho —admitió el inglés—, pero disfruto de una pequeña renta.

—Los hay con suerte —dijo el policía, casi para sí. Luego agregó—: Pues si viene tanto a España y hablando tan bien nuestra lengua, tendrá muchos amigos por aquí, digo yo.

—Amigos, amigos, no. Nunca he pasado una temporada larga en Madrid, y los ingleses, ya sabe, somos gente reservada.

—Entonces mis preguntas le parecerán una extorsión. No se lo tome a mal; es deformación profesional. Observo a las personas y trato de averiguar su oficio, su estado civil y, si puedo, hasta sus intenciones. Mi trabajo consiste en prevenir, no en reprimir. Estoy adscrito al servicio de seguridad del Estado y los tiempos están revueltos. No me refiero a usted, naturalmente; interesarse por una persona no es sospechar de esa persona. Detrás de la persona más vulgar puede esconderse un anarquista, un agente al servicio de una potencia extranjera, un tratante de blancas. ¿Cómo distinguirlos de la gente honrada? Nadie lleva un rótulo que anuncie su condición. Y sin embargo, todo el mundo oculta un misterio. Usted mismo, sin ir más lejos, ¿por qué tanta prisa por echar una carta que habría podido echar
en Madrid con toda calma dentro de unas horas? No me diga nada, estoy seguro de que todo tiene una explicación bien sencilla. Sólo le ponía un ejemplo. Mi misión es ésta, ni más ni menos: descubrir el verdadero rostro detrás de la máscara.

—Hace frío aquí —dijo el inglés tras un silencio—, y yo no voy tan abrigado como debería. Con su permiso, voy a buscar un compartimento con un poco de calefacción.

—Vaya, vaya, no le entretengo más. Yo iré al vagón restaurante, a tomar algo y a charlar un rato con el servicio. Hago esta línea con frecuencia y conozco al personal. Un camarero es una fuente de información valiosísima, sobre todo en un país donde se habla a grito pelado. Le deseo buen viaje y una feliz estancia en Madrid. Seguramente no nos volveremos a ver, pero le dejo mi tarjeta, por si acaso. Teniente coronel Gumersindo Marranón, para servirle. Si necesita algo, pregunte por mí en la Dirección General de Seguridad.

—Anthony Whitelands —dijo el inglés guardándose la tarjeta en el bolsillo de la americana—, también a su disposición».

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