Memoria de una bicicleta
Por María Antoranz
Santa Perpetua de Laila Ripoll
Compañía Micomicón
Sala Cuarta Pared (Madrid)
www.cuartapared.com
De jueves a domingo : 21h00
La Compañía Micomicón eligió el 11 de noviembre – una fecha histórica en Francia – para estrenar en la Cuarta Pared la obra de Laila Ripoll, “dirigida” por la propia autora cuando ella misma reconoce que no sabe muy bien hacia dónde ni por qué. Como quien dice : una reacción. Siendo una obra difícil de clasificar, me arriesgaría a calificarla de “sainete posmoderno” con más influencias de cine que de teatro : algo así como una película de Paco Martínez Soria con vagas, si bien evidentes, influencias del “Mamá cumple 100 años” de Carlos Saura trasladada a un escenario. Lo cual no la desmerece en nada para quienes se rían con cuchufletas y chascarrillos situados en nuestra guerra civil, casi ochenta años después, y en los que un joven novelista como Antonio Ungar hallaría quizás esa (sobre)dosis de “humor negro” que rebosa últimamente en las nuevas Letras de Colombia, oséase : en esa región ultramar que es como “nuestro cuarto de estar perpetuo» que diría Su vieja Majestad. Un “su de ellos”, quiero puntualizar, y no me refiero a los años.
Una anciana casi centenaria ha sido, en algún momento de su vida desde la guerra civil, santificada y reina desde entonces y a pesar de su ceguera cual guía espiritual absoluta de la comunidad de lo que parece ser una aldea o pequeña ciudad de provincia : predicciones, levitaciones, exvotos, supersticiones… nada falta en este costumbrismo mental de derechas de nuestras campiñas. En todo caso, “impera” en un lugar que aborrece de los procesos de urbanización. Santa Perpetua es también ama y señora de su hogar estéril, un enorme y viejo caserón destartalado en el que vive con sus dos hermanos, Plácido y Pacífico, dos castrados en vida que la sirven cual lacayos del Vaticano, oséase : obligados y fascinados. La aparición de un hombre relativamente joven, reclamando una simple bicicleta, acabará desencadenando, debido al oscuro pasado que oculta la avispada santurrona, un drama digno de cualquier culebrón colombiano de hoy, o de cualquier radionovela de entonces.
Y es que, siendo la idea interesante, nada convence en su escenificación. Para transmitir humor hay que vivir inmensamente el drama, válgame la paradoja, y en esta obra yo no encontré ni lo uno ni lo otro. Los actores se mueven poco. La anciana, supuestamente ciega, no delata en ningún momento su invidencia. El trabajo de voz de los actores, exceptuando a Juan Ripoll (que, por otra parte, destiñe demasiado del humorismo de José Cruz, ex de Cruz y Raya), brilla por su ausencia. Ninguna poesía en ningún momento. El texto tampoco ayuda mucho : devaluar la memoria histórica en el aquí y ahora de nuestra España o de los países latinos, por muchos motivos generacionales que haya, equivale a hacer una apología de la inflación nacional en pro de la monetarización global de un G-20 que se está llevando a cabo casi a nuestras miserables espaldas de parados potenciales y sobre nuestras miserables espaldas de “sin-voto”. Oséase : se puede hacer pero qué mal, ¿no?
Tal vez el mensaje de la autora no era sino que no se debería confundir jamás la memoria de un fanático con el rencor de un autómata. Ya, pero dados los temas abordados a lo largo de su obra : guerra civil, matanzas, robos, genocidios, falsos testimonios, etc., comunes a todas las guerras, esta conclusión sería más digna de una sobremesa de Georges Bush o de Vladimir Putin, con copa y puro, que de unas víctimas del franquismo, de un Baltasar Garzón. Sin ser sus descendientes, todos estuvimos “allí” de alguna forma y todos seguiremos estándolo, si nos dejan, desde nuestra sensibilidad. Y aquí, he de decir que el disparo final me asustó : creía que la obra había terminado y estaba a punto de marcharme. Y a mí, aquel final, dramático y absurdo, me gustaba más que la moraleja jesuita del final feliz.
María Antoranz