Luces y sombras de una generación
El mal de la juventud, de Ferdinand Bruckner (Theodor Tagger).
Dirección y adaptación: Andrés Lima.
Teatro de la Abadía (Madrid).
Si tienes entre los 15 y los 30 años, o si tu espíritu aún se resiste a dejarse vencer por el tiempo, lo siento, tienes sobre tus hombros un gran tópico: eres joven. Así que ya sabes, probablemente seas un descerebrado, no tengas escrúpulos, respeto por las tradiciones, te saltarás los guiones establecidos y serás ante todo, una amenaza que dentro de ti albergas millones de hormonas dispuestas a escandalizar al personal.
Este cliché, lamentable y acomodado por otra parte, es el que pone de manifiesto esta obra El mal de la juventud, como si la huída hacia adelante de una generación que no quiere caer en la rutina del día a día, en lo que bien se ha decidido llamarse aburguesamiento, fuera una enfermedad que hubiera que erradicar de nuestras vidas. Enfermedades como esas que estudian las protagonistas de la obra, Desirée o Marie que mientras memorizan y se sumergen en sesudos libros de dolencias y anatomía, quieren dar unas últimas bocanadas de aire fresco, antes de entrar de lleno en esas vidas que parece que el destino nos quiere regalar a modo de burla a todos.
Dentro del espectacular escenario que supone el Teatro de La Abadía, el espectador se traslada a la Viena de 1923, pero este salto en el tiempo ya lo conocemos, y tenemos donde elegir, desde aquellos románticos que ahogaban sus decadentes y bohemias vidas en las aguas del Sena a mediados del siglo XIX, a la psicodelia hippie en los años 60, o incluso por las calles de Madrid hace apenas 30 años, aunque de esto nos parezca que ha pasado una eternidad. Es el mismo mensaje, es aquel vive rápido y muere joven, es el nihilismo en estado puro, es quién sabe si la semilla de lo que luego sería el movimiento punk pero en los años 20, eso sí en esta ocasión con el charleston como banda sonora y no con los Sex Pistols.
La obra representa a la perfección esa carrera, sin freno, sin control, no se sabe si hacia la destrucción total o si hacia el éxito de quién sabiendo lo fugaz de nuestras vidas, se decide a vivir el momento con todas sus consecuencias. Sexo, violencia, y drogas se suben al escenario llevados al límite pero interpretados con maestría, todo lo que se grita, se baila, se toca o se besa en la obra llega vivo, fresco y original al espectador, no hay trampa ni cartón, probablemente sea también algo que todos conocemos o hemos vivido y nos hace sentirnos cómplices con los actores.
Hay que entender que la obra se sitúa en un periodo de entreguerras, en el que la juventud quizás más consciente que nunca de este este hecho, se da cuenta de que vive un tiempo de miseria, que no eligió, y por eso es fundamental cuestionar como lo hacen, esa sociedad europea burguesa y acomodada, que pasó a la historia como la Belle Epoque. No deja de ser fatalista, pero a la vez propone soluciones, que pueden ser más o menos acertadas, pero ante el miedo nihilista del “no hay ninguna verdad y todo carece de significado”, lanzarse a los placeres de la vida puede ser un flotador que nos rescate de otros finales.
Una representación brillante, una puesta en escena que está a la altura de los actores, y una historia que es prácticamente una historia vital de todos los asistentes, aunque seguro que cada uno le ponemos nuestra propia banda sonora. Quizás donde muchos ven el mal de la juventud, sea en realidad una virtud, más luces que sombras, de una generación que logra sobrevivir en una sociedad que no está hecha por ellos ni para ellos, y en la que los que dejaron el patio como lo vemos ahora, se aferran a sus sillones para que todo siga igual.