Amos Oz: la voz que clama para que no haya desiertos
Hubo un hombre que se retiró al desierto no por cuarenta días y cuarenta noches sino durante dieciocho años. Era un hombre que sabía que para ser un genio primero hay que aceptar que uno no es un Dios. El fue al desierto, en medio de los que no eran como él. Se convirtió en el viento que sopla desde el kibbutz, un viento hecho de palabras. Palabras que no le acarrearon la simpatía de sus vecinos de Arad, la ciudad de veintiocho mil habitantes entre el Mar Muerto y Be’r Sheva, de donde viene el principio de sus obras y de su fama. Allí viven los rusos ultraconservadores que se enfrentaron a Oz cuando él desveló por primera vez que estaba a favor de un estado palestino en convivencia con la nación israelí.
Este intelectual de ojos claros con coquetas arrugas no sólo es el más famoso de los novelistas israelíes, el hombre que ya en 1967 en los terribles tiempos de la Guerra de los Seis Días habló a favor de la paz y la concordia. Es también un escritor sutil que busca lo que hay detrás de las historias de amor que se repiten todas las noches y todas las noches son únicas. Dicen de él que no habla en frases como los demás mortales, incluso como casi todos los escritores, sino en párrafos. Del desierto del que surgió a la fama parece haberle quedado un bronceado perpetuo y metafórico. Es un hijo del sol que reclama para sí el poder de sus rayos. Y sin embargo, a pesar de ese halo de hombre-icono, de novelista político, este escritor famoso en el mundo entero y muy poco conocido en España escribe sobre todo sobre las personas y sus sentimientos. Leí a Oz por primera vez en Italia. Era el escritor fetiche de mis amigos romanos. Yo conocía su nombre, pero no su obra, lo leí por primera vez en italiano. Me fasciné y seguí leyéndolo.
Lo mejor de este Príncipe de Asturias es que espero que nos traiga una cosecha de traducciones de Amos Oz, para que no sea sólo el hombre icono sino un autor de referencia. Lo primero que me sorprendió al leer a Oz es que no encontré al militante político y pacifista sino a un escritor que en nuestro país hubiera podido ser calificado de intimista, sino fuera por que este calificativo en España es en general despreciativo y se reserva a las mujeres, y en Amos Oz hay algo profundamente masculino en lo que lo masculino tiene de topografía de lo atado a la tierra, de lo duro que puede ser blando pero no reblandecerse. Pero hay también algo blando, algo femenino, si seguimos aceptando el tópico de la dicotomía, en esta literatura que trae consigo la dulzura de los olivos y el Mediterráneo tanto o más que el estruendo de las armas. Amos Oz camina como si caminará sobre cristal. Ha cambiado de riñones como quien cambia de camisa pero no ha cambiado de ideas, si acaso se ha hecho más sutil. Sus ojos claros tienen ahora algo más de niebla y sus libros, quizá, algo más de duda. Pero sigue siendo el niño del kibbutz, el hombre hermoso que habla al mundo.