Más cultura

¡Menudo espectáculo!

 
 Por Alfredo Llopico.
 
No sé cómo ni de qué manera la princesa Mala Suerte se cruzó en mi camino. Lo único que recuerdo es que una tarde-noche de invierno de hace más de diez años “Mala Sort” entró en la Biblioteca Infantil en la que trabajaba por aquel entonces y me provocó lo que solo podría haber definido como un “subidón”, una borrachera stendhaliana: la poesía que destilaba el espectáculo de Empar Claramunt a través de su magistral manipulación de las marionetas, combinada con los efectos de sonido y de luz inocularon en mí el veneno de las artes escénicas. A pesar de tener casi 30 años no había tenido la posibilidad de acceder a este tipo de propuestas, pero no estaba dispuesto a perdérmelas ni a vivir sin ellas nunca más.

Pocos años después, al llegar a mi actual lugar de trabajo, un batallón de marionetas, personajes de teatro e historias de títeres entraron conmigo por la puerta con la alegría del que cree haber llegado a un particular Xanadú donde poder campar a placer; pero nos toparnos de bruces con una realidad con la que no habíamos contado. Aquel lugar era un sanctasanctórum, una catedral, un templo para la cultura, y todas las marionetas que me acompañaban se batieron en retirada, terriblemente abatidas por un falsa percepción de inferioridad.

Sin embargo, y para nuestra sorpresa, desacralizar los espacios fue mucho más fácil de lo previsto y finalmente el muro cayó al poco tiempo con otra princesa, esta vez de fresa. Gus Marionetas vino a Castellón con poesía renovada. Pero esta vez la magia nos abandonó. Una marea humana de niños con padres, abuelos y carritos para bebé irrumpió en la sala momentos antes de la representación invadiendo el espacio a la señal imaginaria de sálvese quien pueda. Los adultos invadieron las primeras filas reservadas a los más pequeños, haciendo caso omiso a la sugerencia de dejar libres los espacios para los destinatarios de aquella actividad que lloraban en el pasillo ante la imposibilidad de encontrar un lugar donde sentarse. Y, una vez empezada la representación, desde dentro de los bolsos de los adultos hicieron aparición en el patio de butacas bocadillos, latas de bebidas refrescantes de todos los sabores y teléfonos móviles que amenizaron la velada con su extenso repertorio de sonoras melodías cantarinas.

Al tiempo, el camino de la sala al baño se convirtió durante la hora que duró la obra en lo más parecido a una romería que imaginarse pueda; mientras, un elevado porcentaje de personas adultas se dedicaron a la ancestral costumbre del cotilleo de patio de vecindad. Las sugerencias, en tono de exquisita cortesía, por parte del personal de la sala de que abandonasen tales prácticas de poco sirvieron y sus miradas incrédulas nos provocaban sentirnos intrusos dando pautas de comportamiento.

El bochorno que pasé durante aquella hora interminable pensando en el pretexto que les iba a contar a los chicos de Gus Marionetas para justificar tamaña falta de respeto por parte del público de mi sala no se ha visto superado jamás. Aquella noche no pude dormir.

Han pasado varios años desde aquella tarde de fresas que se convirtieron en tomates. La realidad cambió rápida y fácilmente, en el preciso momento en el que los adultos dejaron de entrar a la sala y el público tuvo claro que aquel lugar era un teatro que, además, funciona como un teatro. Desde ese momento la magia volvió y en nuestra sala, que siempre está llena hasta la bandera, las historias han podido llegar en todos los casos a un final feliz.

Mientras, en la antesala donde esperan los adultos, el caos, como siempre, continúa. Pero ese, evidentemente, ya es otro espectáculo.

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