Lejos de Roma, entre los árboles
A veces me gusta sentirme solo. A veces salgo del trabajo y me gusta respirar hondo e ir a pie desde el Centro de Lenguas hasta la Estación de Autobuses. Me gusta quedarme solo cuando son las seis de la tarde en la pantalla de mi móvil e intento que la cabeza se calle, no escuchar mi voz mientras camino, no buscar una nueva historia o planear nuevas fugas o recordar aquel sueño en blanco en negro en el que yo vivía dentro de una película muda, fotogramas devastados, y me abrazaba una mujer sin rostro. No. Sólo abrir mucho los ojos, respirar con ellos. Me gusta quedarme solo cuando queda poco para que anochezca y salgo del trabajo, son las seis de la tarde y sigo una carretera que pasa bajo el centro de Perugia y es solo una carretera llena de baches, una carretera que marcan unos árboles viejísimos, no sé sus nombres, sus hojas aún están verdes, son largas y dentadas, unos árboles que se abren al invierno porque no saben recordar pero sí hablarte y son las seis de la tarde pero esto es más que una carretera y yo me digo cállate, no pienses en nada, ni en un futuro que en el fondo no deseas, que es imposible que llegue, ni en tu elección de vivir lejos de todo, sobre todo de ti mismo, en tus ganas de dar a cada una de tus acciones un sentido trascendente y sentirte al final tan pequeño mientras las suelas de los zapatos se te llenan de barro y no te das cuenta de que tienes los cordones desatados y el aire huele a humedad no porque se haya pasado el día entero lloviendo sino porque alguien lo está apagando. Sólo respira por los ojos el musgo húmedo sobre los troncos y recuerda que el idioma de los árboles es el musgo húmedo, la raíz que crece junto a la chatarra de una lavadora y que por eso hay que apagar la mente, que no tarareé esa canción que dice lo de qué lejos queda de Roma la felicidad, una canción estúpida que no tiene nada que ver con mi vida, que es sólo la banda sonora de una serie de televisión, música comercial que habla de tiroteos y a ti solo se te ha quedado dentro el estribillo, sin otras palabras ni melodía, y lo repites y más allá de los árboles se ven los olivares y la niebla que parece que nace de la tierra y te niegas a pensar en el sabor picante y turbio y verde del aceite nuevo.
Sólo respirar con los ojos, escuchar el idioma de los árboles mientras Perugia se va apagando y decir ojalá estuviera vacío, qué daría por ser un vaso roto, a quién le interesan los detalles. No recordar que una mujer te dijo que la luz que hay aquí es única, quizá es porque se refleja sobre el envés de las hojas de los olivos o porque pertenece a la lengua de los árboles cubiertos de musgo y no, no debes decir nada, no debes decir cosas como quiero seguir viviendo para siempre o quiero volver a empezar de nuevo en un patio de colegio con un pozo cegado o no importan lo detalles, a quién importan los detalles o me gusta respirar con los ojos o pesa la mochila, está llena de manuales de enseñanza de lengua extranjera, porque sólo existen las curvas de la carretera y el musgo sobre los troncos que tiene algo de insomnio y escalera de caracol y te preguntas si el tiempo también existe para los árboles, que si es verdad eso de que meditan por años su caída, cómo es posible, y no importa que quede lejos de Roma la felicidad porque parece que no recorres estas curvas, sólo respiras la imagen de los árboles que es húmeda y tiene los dedos suaves y alargados porque aquí el tiempo no tiene derecho a existir y es la ilusión de que te quedarás aquí congelado y nunca llegarás a una tapia de piedra con un nicho excavado en su interior y una virgen blanca con un cirio rojo y una zanja abierta delante y dos vallas de metal volcadas y tiras de plástico a rayas blancas y rojas anudadas a sus extremos, una obra que todavía no han terminado ni van a terminar, y una barrera para coches y un Instituto de Secundaria y una pintada en el que alguien dice a Giusy que la amará por siempre y la escritura es infantil y triste y la nostalgia de las paredes recién encaladas y todo acaba y los árboles también se acaban y sólo te queda el tiempo y tu voz y tu futuro y que debes volver a tararear las mismas canciones. No. No. No. Quiero estar en silencio, coser mis labios, pero no puedo porque ahora escucho el sonido del teclado a mi dictado y sé que estoy traicionando a los troncos con mi idioma y mi vida porque no es posible narrarlos porque nacieron para que los respiraran porque mi lengua sabe a huella y a oleaje sobre la huella, a saliva y garganta, a sucesión, a ganas de mirar la propia vida como si fuera una historia con sentido. Esa es la gran traición del lenguaje de los hombres: necesita del tiempo para existir, nos obliga a contar la vida palabra tras palabra para que todo pueda tener un orden como si eso fuera capaz de salvarnos mientras la última tarde madura entre las ramas y qué lejos queda de Roma la felicidad.