Guinea, tierra encantada.

Alguna vez he flirteado con la idea de irme a un país del tercer mundo y ayudar en la medida de mis posibilidades, pero siempre hay algo que me detiene. Una extraña pereza que hace que toda idea de salir de mi rutina se disuelva de manera repentina.

Cuando uno lee testimonios como el que hoy traemos, se siente, de alguna manera, cobarde, pero también cruzado por una alegría profunda. La alegría de saber que hay persona que son capaces de divorciarse de esa pereza que inmoviliza y entregar lo único que de verdad les pertenece: su tiempo, y con él, sus esperanzas, su esfuerzo y un amor que está por encima de todo miedo.

 

 

 

GUINEA, TIERRA ENCANTADA.

Por Gloria Millán Ruiz.

Aeropuerto de Barajas, diez de la noche. Una multitud se agolpa frente a los mostradores de facturación de Air Europa con destino Guinea Ecuatorial. Lo que conocía como orden y concierto se ha convertido repentinamente en un maremagnum de maletas inmensas y personas intentando facturar lo infacturable. Una sensación de estupor e incredulidad me sube por las tripas al verme envuelta entre los tejemanejes de unos y otros intentando acoplar sus equipajes: “si facturas la mochila y llevas la maleta de esta señora…” La sensación de pérdida de control se va haciendo cada vez más intensa, y una idea se abre paso en mi mente de forma absolutamente clara y distinta: “no tienes ni idea de lo que te espera”, pienso. Y, efectivamente, así fue.

Si me pidieran que definiera con una palabra el sentimiento que experimenté durante mis primeros días en Guinea no lo dudaría un instante: caos creativo. Un caos que se palpa tanto en la calle como en las instituciones. En los controles de tráfico, donde la severidad de la autoridad es directamente proporcional a las horas que lleve el agente sentado en el bar, o en la jornada laboral de los funcionarios de los diferentes sectores, que abandonan su puesto sin ningún problema ante cualquier evento personal que pueda surgir. Es cierto que, afortunadamente, una nueva generación está accediendo a puestos de responsabilidad e intenta inyectar un poco de orden en el desastre. También es cierto que el gobierno está comenzando a paliar algunas deficiencias graves de la calidad de vida de los guineanos (como es el caso de la falta de agua potable en un país en el que, paradójicamente, no existen problemas de abastecimiento), pero todo ello se da en un marco cultural complejo, en el que los cambios en el estilo de vida encuentran importantes resistencias.

Nietzsche  proclamó la pérdida de vitalidad de occidente, posteriormente definida como  “sociedad  des-encantada”. Para Guinea Ecuatorial, sin embargo, estas categorías flotan en el absurdo. La sociedad guineana se encuentra atravesada verticalmente por la magia. Desde el imaginario sociopolítico hasta los estilos de vida de sus gentes, el mito enraíza tan profundamente en el alma colectiva que los curanderos entran en los hospitales invitados por los propios médicos. Esta sorprendente situación supone un auténtico riesgo que la comunidad no percibe, y que en la mayoría de los casos retrasa la búsqueda de asistencia sanitaria hasta el punto de agravar significativamente el pronóstico de su enfermedad. Una persona enferma, por lo general, realiza un periplo absurdo que le resta fuerzas físicas y recursos económicos para afrontar su dolencia hasta que alguien con un mínimo de formación sanitaria se cruza en su camino. Cuando la curandería falla acuden a la medicina china, que en Guinea se encarna bajo la forma de un conjunto de clínicas llevadas por personas que no entienden el español y que ofrecen medicamentos sin ningún tipo de control sanitario, cuyos prospectos ininteligibles, para cualquiera que no sea chino-parlante, hacen imposible su identificación. Estas clínicas, además, pasan por farmacias donde se dispensa cualquier tipo de remedio, y de donde el cliente nunca saldrá con las manos vacías. Conozco el caso de una persona que acudió a uno de estos centros con la lista del mercado, y el supuesto farmacéutico se dedicó a elegir con sumo cuidado medicación para un tratamiento ficticio, a no ser que “tomates, pan, y pescado” comiencen a tener un significado medicinal. Sea lo que sea lo que se escriba en la improvisada receta, siempre tendrán comprimidos que ofrecer. Si tras pasar por la curandería y la medicina china el paciente tiene suerte, llega por fin a un sistema sanitario que, desgraciadamente, tampoco puede ofrecer una asistencia de mucha mayor calidad, y de esta manera el círculo vicioso se retroalimenta y el periplo patológico comienza de nuevo. Las campañas estatales de educación sanitaria son sustituidas por ritos mágicos. La escasa inversión en sanidad pública, sostenida sobre una red de hospitales caóticos, o la desidia de las políticas educativas, que no juzgan importante dotar a la mayor ciudad del país, Bata, de una sola biblioteca, forman los ingredientes de un cóctel cuyos efectos se traducen en una esperanza de vida de 49 años para los varones y una mortalidad infantil del 20% según UNICEF. Todo ello pese a declararse, gracias a las recientes reservas de petróleo encontradas y explotadas por EEUU, como el país más rico del África subsahariana.

Hace unos ocho años el presidente Zapatero propuso su famosa “Alianza de Civilizaciones”. Hay quien aseguró que esa pretendida alianza quedaría guardada en el baúl de las utopías políticas, esas que se convierten inexorablemente en distopías y que tanto daño han causado a las personas alejadas de la élite del poder político pero que sufren, sin embargo, las consecuencias de sus vaivenes. Que la única alianza que se practica en nuestros días es la económica, resulta evidente. Que las políticas de una sociedad neoliberal se encuentren al servicio de la banca, también. Y si no que se lo pregunten a los directivos de Wallstreet, que se embolsarán este año 144 mil millones de dólares en bonos gracias a una recuperación económica financiada con dinero público. Tras leer noticias de este tipo, no puedo más que preguntarme cómo podemos seguir negando el 0,7%, y la única respuesta que encuentro es que este mundo nuestro muestra sus vergüenzas y todo su escatológico alimento con altanera pavonería y ante la pasividad y resignación de los políticos, por una parte, y del resto de ciudadanos por otra. Resignación schopenhaueriana ante el poder, la actitud globalizada que mejor nos describe. Resignación que se muestra tanto en el plano de la acción como en el del lenguaje.

Heidegger afirmaba que las acciones no son neutras. El lenguaje tampoco lo es. Si el ser humano va configurando su existir (su dasein, en términos del filósofo alemán)  a partir de sus actos; el lenguaje vivo, aquél que fluye por las calles, se encuentra directamente relacionado con la actitud de las gentes, y por ende, con su modo de ser en el mundo. La actitud natural de un guineano es la de aguantar. A la pregunta retórica, “¿Cómo estás?”, siempre contestarán “aguantando la miseria”. La miseria de no tener garantizadas las necesidades básicas ni siquiera en las ciudades más importantes. Bienes básicos como el agua corriente o la luz eléctrica constituyen un lujo al que pocos ciudadanos tienen acceso. Con respecto al agua corriente, porque el país aún carece de las infraestructuras necesarias para su canalización, con respecto a la electricidad, porque el suministro se encuentra sometido a cortes frecuentes, aleatorios y de duración indeterminada, de tal manera que los habitantes de las ciudades se hallan con un ojo en el cielo (esperando las lluvias para sacar sus recipientes), y con el otro en busca de algún grupo electrógeno al que poder engancharse.

Maslow, mediante la teoría de las necesidades, explicó que las más elevadas (como la de autorrealización) surgen a partir de la satisfacción de las necesidades básicas. A una población que vive entre semejante incertidumbre, le queda poco espacio vital para ocuparse de su realización personal, lo que deriva en una debilitada élite intelectual que tiene muy difícil ofrecer herramientas que hagan posible algún cambio. Es más, incluso entre la comunidad médica el mito convive con el logos no de manera pacífica, sino en lucha por un territorio que no pueden compartir. El gran espacio vacío en política social se encuentra paliado por el trabajo de las ONG, que en el ámbito sanitario trabajan volcadas en crear una estructura organizada de centros de salud que implanten la atención primaria, primer escalón de la pirámide asistencial, imprescindible en un país cuya población vive dispersa en pequeños poblados ganados a la selva, y que de otro modo resultaría inexistente. La cooperación internacional, desde sus orígenes en los años cuarenta con el plan Marshall y posteriormente en la década de los sesenta con la denominada ayuda oficial al desarrollo (AOD), ha sufrido una mutación necesaria que, aunque pueda resultar a veces insuficiente, no se debe minusvalorar. La buena voluntad y las donaciones se han sustituido, poco a poco, por la creciente profesionalización de los cooperantes y voluntarios. La necesidad de acudir “al terreno” con un proyecto organizado, encuadrado dentro de un marco teórico determinado y con unos objetivos evaluables, resulta indiscutible. No debemos olvidar que las ONG deben moverse entre las turbulencias de la corrupción política, jugando a realizar cambios desde dentro pero de tal manera que el propio sistema, al finalizar el proyecto, perciba como propios. Que el gobierno acepte gestionar de forma eficiente los centros de salud constituye la prueba de fuego que dará sentido al trabajo realizado por tantos profesionales, y que implica un esfuerzo por dotarles de su derecho a la protección de la salud. El derecho a una asistencia que impida la muerte de un bebé por una infección respiratoria desatendida, que posibilite a las mujeres dar a luz en un entorno seguro, que ofrezca un soporte a los ancianos que viven solos, o que vigile las condiciones higiénicosanitarias y de desarrollo de los niños supone una lucha cotidiana difícil pero muy satisfactoria. Es cierto que aún quedan muchas aristas que limar en el prisma que es la cooperación al desarrollo. Prisma constituido por profesionales multidisciplinares que trabajan para organizaciones en ocasiones poco estructuradas y que muchas veces se resisten a coordinarse entre sí. Sin embargo, mi experiencia en África me ha dejado un poso que va creciendo día a día. Ahora, desde la distancia, percibo la importancia de este trabajo imperfecto, sí, pero necesario, y cuyo vacío supondría consecuencias inasumibles. A la espera de que surjan personas con la fortaleza necesaria para promover el cambio, la cooperación supone un parche, sí, pero ¡bendito parche! que, esperemos en algún momento, se pueda retirar.

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