Autorretrato con la muerte tocando el violín - Arnold Böcklin (1872)

Por Carlos Javier González Serrano.

Kant comienza los Sueños de un visionario explicados mediante los ensueños de la metafísica con esta contundente afirmación: «El reino de las sombras es el paraíso de los ilusos» («Das Schattenreich ist das Paradies der Phantasten»). En este entorno, lugar donde se concitan por igual la oscuridad y la luz, aquellos “Phantasten” dan, a juicio de Kant, con «un país sin fronteras [unbegrenztes Land] en el que pueden instalarse a gusto».
Fijemos la atención en dos de las expresiones que emplea el alemán: en primer lugar, el contraste entre las sombras y el paraíso, y después, la referencia a un espacio sin límites o fronteras, en el que –de momento no queremos profundizar más- ciertos individuos (a los que Kant llama “Phantasten”, ilusos) campan a sus anchas. Ensayaré una breve interpretación de lo anterior sin pretensión de ser riguroso, intentando reflejar –a partir de los conceptos que Kant pone en juego- el declive cada vez más definitivo de la filosofía como disciplina de interés público –y por tanto, no sólo privado.
La filosofía –y no digo ya los filósofos- posee la característica de no dar nada por sabido: todo le es extraño en igual medida, y allí donde fija la vista encuentra un problema. Lo que las ciencias empíricas creen haber explicado definitivamente (mecánica, gravedad, magnetismo, etc., y no sólo lo relacionado con lo inorgánico, sino también con los hombres; véase, por ejemplo, este artículo en el que se explica el famoso experimento de Libet que relaciona la libertad y la neurología); lo que las ciencias, decía, creen haber explicado y examinado hasta el fondo, la filosofía lo da por problemático. Ésta no presupone nada, y su cometido comienza precisamente donde acaba el de tales ciencias (recuerden las últimas declaraciones de Hawking sobre la relación entre el origen del universo y dios). El fin de la ciencia se sitúa pues en la mera indagación de las relaciones de los objetos del mundo entre sí (la piedra cae por esta razón y por aquella; este cuerpo es empujado y forzado a moverse por otro a causa de esto y de aquello, etc.), pero la filosofía se mueve en lo universal: busca principios fundamentales que no puedan reducirse, a su vez, a otros anteriores (como sucede con las ciencias empíricas, que siempre demandan una metafísica, como atestiguan las inadecuadas –aunque muy populares- afirmaciones de Hawking).
Sin embargo, que nadie se engañe. La filosofía no promete nada que no pueda dar. Su campo de acción (su “país”, recordando la cita de Kant que encabeza el artículo) se limita a interpretar y explicar lo que hay, es decir, el mundo tal y como se nos presenta. Tras investigarlo, ha de poner sus conclusiones en forma de conocimiento claro, recurriendo para ello a lo que, sin pretensiones como dije de ser riguroso, podemos llamar “razón”, es decir, a la abstracción y los conceptos. Así, la filosofía queda enclavada como una suerte de comprensión universal de la propia experiencia: el sentido y contenido de ésta queda dilucidado por la filosofía.
Para ello, empero, es necesario cobrar consciencia de nuestro ser “Phantasten”, de nuestra ilusoria estancia en la existencia: todo parece homogéneo, nada absolutamente llama nuestra atención; vivimos en una libertad entre rejas, y nuestra única manera de ver la luz es que algún cuerpo la refleje. Es la vuelta del Libro VII de La República de Platón, que quizás haya que recordar más asiduamente. Pero no basta con este “recordar”: hay que romper el hilo de lo cotidiano, buscar la manera de reaccionar a lo igualitario, a lo gregario, y mostrarnos hostiles con aquello de convencional que observemos en nosotros. Y no reclamo violencia: sólo llamo al recelo de uno mismo, al enfrentarse a lo instituido y cuestionarse si lo que se hace, lo que se aprende, e incluso lo que se bebe y se come, no puede ser objeto de reflexión. «Fáltanos la admiración comúnmente a nosotros porque falta la novedad, y con ésta la advertencia. Entramos todos en el mundo con los ojos del ánimo cerrados y cuando los abrimos al conocimiento, ya la costumbre de ver las cosas, por maravillosas que sean, no dexa lugar a la admiración» (Gracián, El Criticón, “Crisi segunda”).
Y es que la filosofía reclama también corazón, no sólo –digamos- espíritu. Cuando en tiempos antiguos moría un héroe, no se embalsamaba su cerebro, sino su corazón. Ambos, corazón y espíritu o cabeza, nos constituyen como hombres y mujeres: somos seres nacidos de una madre y por tanto, del sexo (aunque hoy esto ya no está muy claro). Tenemos nervios, afecciones, sentimientos, sensaciones, estímulos, motivos, etc., y la filosofía, en este sentido, no es una tarea aséptica, dócil y sencilla que no demande un esfuerzo por parte del que la estudia o comprende el mundo a partir de ella (si es que esto puede hacerse): requiere sufrimiento y disciplina, y por eso, repito, corazón. Sirva como ejemplo que, en 1820, fueron subastados los objetos de un tal Dr. Sourman, entre los que se contaba el cráneo de Descartes, y que fue adquirido por 99 florines como una reliquia digna de cualquier biblioteca: pero nada más… Una cabeza sin corazón es como un hueso sin músculo que le comunique su fuerza, y así, una filosofía que sólo pida cabeza, no es digna del hombre –por su propia constitución.
Explicaba Schopenhauer en uno de sus cuadernos de viaje (Foliant) que «todo conocimiento verdadero y auténtico, así como todo genuino filósofo, debe tener a su base, cual alma de su fuero interno, una percepción intuitiva que le conmueva». ¡Que le conmueva! De nada sirven los predicadores de virtud cuyas palabras quedan en el aire; de nada sirve el político que no asume como suyas las obligaciones que impone al pueblo, etc. La filosofía no es un problema de álgebra, y «los grandes pensamientos proceden del corazón» («les grandes pensées viennent du coeur», Vauvenargues, Reflexiones y máximas, 127).
Para diluir la oscuridad de la que Kant nos hablaba en el fragmento que abría esta reflexión, para huir del “paraíso de los ilusos”, hemos de enfrentarnos a nosotros mismos, y, en palabras de Schopenhauer, «tener la valentía de no guardarse ninguna pregunta en el corazón», llevando a la «conciencia clara todo lo que se entiende por sí mismo, para concebirlo como problema» (Parerga y Paralipómena II, § 3).
Termino, para no alargarme más, con un texto – en mi opinión fundamental para comprender nuestro mundo contemporáneo- del que fuera Nobel en 1908, en su libro El hombre y el mundo, Rudolf Ch. Eucken: «Enormes diferencias nos separan de los tiempos pasados, las cuales han cambiado el centro de gravedad de la vida y amenazan con hacerle perder todo su valor y sentido. Antiguamente, el punto central de la vida estaba formado por un mundo invisible, bien, por la religión, o por un ideal de cultura; gracias a esto veía el hombre el mundo sensible y encontraba el fin a sus esfuerzos […]. El mundo visible aparecía como la consecuencia de un mundo invisible; el hombre como ser racional y moral era el colofón de aquél: sólo a través del hombre, la realidad adquiría conciencia, claridad y libertad, independencia; pero cada individuo debía conseguir este lugar por su propio esfuerzo, participando así en el todo […]. Ahora, el mundo nos rodea impenetrable y misterioso […]. Como consecuencia, este mundo trata a los hombres como eslabones indiferentes de la cadena, como gotas de un océano. Ninguna muestra de cuidado hacia ellos […]. [E]l individuo aparece solitario y perdido, así como también la Humanidad».
Sapere aude!