Requiem por el Dúplex
Anoche soñé que volvía a Manderley…
Ayer tenía un día intrascendente y bellaco, como suelen ser muchos de los laborables para un profesional de nivel medio con más de cuarenta palos y una agenda de cuatro localizaciones repartidas por Madrid en una sola sesión.
Al final de la tarde, camino del último compromiso, había encajado la cita siempre aplazada con un amigo de libros y películas, que son los que nunca te fallan. Nuestra conversación se iba a ceñir prácticamente a un desplazamiento en coche: me recogió en Ventas después de zafarse del atasco de la M-30, para llevarme hacia Diego de León, donde yo cerraba el día en la presentación de una nueva cerveza y él continuaría ruta hacia otro incendio igual de inaplazable e irrelevante. Pero llegamos con un poco de margen y buscamos cómo aparcar para tomar una rápida.
Madrid es ilimitada y en el fondo frecuentamos de ella cuatro aceras, dos bocas de metro y el bar del desayuno, que van variando de emplazamiento con el paso del tiempo y sus mudanzas. Y así puedes recordar de una calle de tu ciudad un pasado más muerto que el general de las guerras carlistas que le pone nombre. Porque la última vez que salí de un coche allí, las plazas de aparcamiento de General Oráa no eran de pago y el Cine Dúplex estaba abierto.
El Cine Dúplex. Con todas las letras aún en su sitio y las puertas tapiadas bajo los arcos azules que le dieron siempre su único signo de coquetería arquitectónica. Ya sé, ya sé. No hablamos del cierre del Metropolitano, el Monumental, el Rialto o el Royalty (después llamado Colón, después nada), esos cines que añoraban en Nickel Odeon el mejor añorador del cine español, o sea Garci, y su veterana tropa. Pero el Dúplex fue mi cine en los ochenta, una década eléctrica que no sólo le pareció cojonuda a Randy “the Ram”.
Cuando la única multisala de postín estaba en La Vaguada y no se habían inventado el dvd y su top-manta, vivimos en Madrid un puñado de cinéfilos la época dorada del “cinestudio” que abanderaban el Fantasio, el Regio y el Griffith, los de los programas triples y los maratones de cine. En aquella fiesta, el Dúplex parecía un pariente discreto, aunque jugaba con la ventaja de los sala doble. Tras su fachada anodina y sin distancia, como de cine tirando a X, se programaban mini-ciclos de los Marx, de Woody Allen, del 007 de Connery, de Marilyn, de Wells… De 3 pelis francesas, 3 de la Ealing con Alec Guinness multiplicado, 3 japonesas imprescindibles,… O rizando el rizo de la oferta, 3 de Michelle Pfeiffer (Lady Halcón, Cuando llega la noche, Dulce libertad) o Sigourney Weaver (Alien, El año que vivimos, La calle de la media luna), cuando eran jóvenes superestrellas de las que se inventaba una retrospectiva en versión original con lo que habían estrenado casi el día anterior. Por el precio de una, tuvimos dobletes como Falso culpable y Extraños en un tren, El hombre tranquilo y Qué verde era mi valle, Elígeme y Corazonada, El precio del poder y El honor de los Prizzi…
En el Dúplex, junto a un par de compadres que no veo hace demasiado tiempo, convencimos a la taquillera para que contara en monedas de cinco y de una peseta el precio de tres butacas con las que salvarnos de una tarde ruinosa y convertirla en oro. Allí besé a la chica que se parecía a Angie Dickinson delante de la auténtica Angie Dickinson, tomé mi primer combinado en un bar de cine y me dormí en el cine por primera vez. Allí resolví encuentros y fugas, alianzas y traiciones, bochornos y heladas. Bogart me sirvió de telonero para un posterior concierto de alcohol por el lado noble de la ciudad y Michael Caine me enseñó cómo tener encuentros casuales con la mujer que amas.
Allí me olvidé de las cosas que no hice y de las que nunca debí hacer en los ochenta.
Hace unos pocos años, cinco quizás, volví a ver una película en el Dúplex después de mucho tiempo. Ponían Ocean Twelve, un título perfectamente prescindible que mi amigo Guerrero y yo dimos por bueno por su proximidad, para huir aquella tarde de una oficina de la calle Velázquez en la que nos dejábamos la piel y el credo. Trabajábamos 20 horas diarias en el manual de la marca Cohiba así que ver ésta de casinos llenos de fumadores de puros no fue una gran idea. Recuerdo la proyección como uno de los momentos más surrealistas de aquella aventura profesional que nos llevó después a ver Kill Bill en el cine Payret de La Habana (pero eso es otro post).
Cuando Ocean, las entradas del Dúplex estaban de nuevo al precio de mercado por cine de estreno –había muerto el negocio de las retrospectivas- y la cosa olía a decadencia. Lo que pasa es que uno nunca cree que perderá a un amigo porque haya dejado de llamarle, ni que su cine va a cerrar aunque haya dejado de ir allí a ver películas. Quizá lo del amigo sea verdad en ocasiones, pero los cines cierran de pronto y te recuerdan que “aquellos tiempos pasaron y no volverán”.
Si vas a su encuentro y topas con que lo que hay es un centro comercial o un híper, se te queda la cara que a Eddie el rápido cuando su templo del billar había sido desmantelado por el color del dinero sin pedirle a él permiso. Pero si llegas por su calle de forma fortuita, como yo ayer, y al salir del coche ves las puertas tapiadas con los cierres metálicos venciéndose como un viejo acordeón, no te acuerdas ni de Paul Newman, sólo de ti mismo mirando 20 años más joven una pantalla parlante en la oscuridad. Algo sombríamente parecido a ver pasar a toda prisa tu vida en imágenes….
Mucha nostalgia he sentido al leer este artículo. Asistí a la agonía del Dúplex en sus últimos años, cuando vez tras vez, iba a esta sala y éramos tres personas. Cada vez que salía de allí pensaba: la próxima vez que venga estará cerrado, hasta que ocurrió. Descansen en paz todos los cines de mi infancia, mi adolescencia y mi juventud. Un barrio lleno de cines que se quedó desolado.
¿No te parecerás a Angie Dickinson?
(es broma, gracias por tu comentario)