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Beresford decepciona en la clausura de la Seminci

Por Ángel Domingo.

Abrimos contra el colonialismo, político o económico, de También la lluvia (Icíar Bollaín) y cerramos con una denuncia (a veces vergonzosamente amable) de la dictadura china con El último bailarín de Mao (Bruce Beresford). La Seminci contra los imperialismos. También contra el de Hollywood, casi siempre ausente de un festival que revalida su voto de compromiso social con irregulares resultados.

Esta 55ª edición de la Semana Internacional de Cine de Valladolid eligió como despedida una película, El último bailarín de Mao, acogida con más pataleos que aplausos por un público siempre exigente. Especialmente con la obra que disfruta del honor de preceder al fundido en negro hasta el próximo año.

Basada en una historia real, el director australiano dice contar la vida de Li Cunxin. A los once años, en plena revolución cultural maoísta, es trasladado obligatoriamente, sin posibilidad de discusión, desde una recóndita aldea china, donde convive con su numerosa familia hasta Pekín.

En la capital ingresa en un centro de alto rendimiento en el que el Estado forma a las futuras estrellas oficiales de la danza. El Gobierno aliena a los pequeños con brutales entrenamientos, convertidos en robots técnicamente perfectos pero incapaces de sentir al arte. El ballet, mera gimnasia, se convierte en otro medio más de propaganda del régimen comunista, que prefiere las coreografías militares al Cascanueces.

Cunxin, en un viaje de estudios a EEUU en los años 80, descubre otro mundo, el capitalista. En Houston conoce la libertad de expresión y movimiento, estrecha amistades y se enamora. El joven deserta cuando le obligan a regresar a Pekín, lo que le condena a la ignominia en su patria mientras alcanza la gloria en su nuevo país de residencia.

Buen material de partida que Beresford reduce a migajas maniqueas, con un guión simplista en el que se suceden buenos y malos. Denuncia en parte la cosificación de las personas por el totalitarismo chino, frente a la supuesta bondad intrínseca del amigo americano, con tibieza. La maquinaria estatal puede ser draconiana, pero sus funcionarios tienen su corazoncito.

Remata el naufragio con una conclusión que se arrastra por el merengue hiperglucémico durante eternos minutos en un final feliz reiterativo, tedioso y poco creíble. De la dureza inicial del Gobierno, pasamos a un régimen humano, en el que los represaliados reaparecen ufanos como si los castigos, las purgas o las ejecuciones hubieran sido una broma inocua. Más bien, inicua. Todo ello en las cercanías temporales de la matanza de Tiananmen. Poco ha cambiado la situación, recordemos que el reciente Nobel de la Paz, Liu Xiaobo, se enteró de tapadillo de la concesión del galardón en la cárcel en la que permanece condenado por disentir.

El giro de guión tal vez obedezca al propósito de no incordiar al amigo chino, gran consumidor. Estrenar allí, por fracaso que sea, siempre reportará más beneficios que un taquillazo en nuestro país. Así remata una narración de mediocre factura, en la que apenas luce la danza -reducida a anecdótico cromo- por culpa de una pobre realización.

Conocido por Paseando a Miss Daisy -con la que obtuvo cuatro Oscar en 1990, incluido el de mejor película-, el australiano continúa una carrera de altibajos en la que ha sido candidato a los premios de la academia norteamericana al mejor director en 1984, por Gracias y favores, y al mejor guión adaptado, en 1981, por Consejo de guerra.

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