Por Fernando Marañón.

Una pantalla en negro donde respira con dificultad un tipo noqueado que no sabe lo que le espera. El rumor de un despertar incierto, cuando se asume en pocos segundos que se está en Irak y una emboscada de insurgentes es lo último que se recuerda. El golpe seco de un cabezazo contra la tapa del ataúd, desde dentro. Y el metálico chasquido de un zippo que va a mostrarnos por primera vez al personaje e introducirnos en su angustia.

Así comienza la propuesta más interesante de cine de consumo no infantil en lo que va de año. 94 minutos implacables dónde un único actor y las voces de otra media docena que participan vía teléfono móvil chocan en las paredes de una caja de pino bajo unos metros de arena de desierto.

El guión de un debutante, el actor joven y prometedor venido de Hollywood y un equipo de españoles impresionantemente técnicos consiguen lo que parecía imposible: mantener la tensión durante todo el metraje mientras cuentan cómo es el protagonista, por qué está en semejante aprieto, qué posibilidades tiene, quienes están fuera y qué esperan de la situación. Pero, sobre todo, qué pasa allí dentro con ese hombre enterrado vivo. Aunque la interpretación de Ryan Reynolds es imponente (la cámara está tan cerca que él no puede fallar), el montaje es por supuesto el rey de la función. Todos los recursos imaginables, empezando por el mechero que se enciende o se apaga, son utilizados con una astucia diabólica, porque parecen giros narrativos antes que técnicos y permiten que la situación se asimile como una historia rodada en tiempo real.

No quiero dar más detalles, es mejor no saber demasiado antes de sentarse frente a la pantalla en la oscuridad.

Y si padeces claustrofobia, déjalo correr.