Entrevista a Juan Diego Incardona: «No era el mundo de Tolkien. Era Tolkien matancero. Las geodas tienen basura petrificada».
Por Marcelo Guerrieri.
A pocos días de que salga `Rock barrial´ (Norma, 2010) charlamos con Juan Diego Incardona sobre este nuevo libro de cuentos y sobre sus anteriores `Villa Celina´ (Norma, 2008), `El Campito´ (Mondadori, 2009) y `Objetos maravillosos´ (Tamarisco, 2007). Su forma de encarar el oficio de escritor, su tiempo de artesano y vendedor ambulante, el conurbano de la niñez…
La biografía que aparece en la solapa de `Villa Celina´ empieza diciendo de vos «Hijo de un tornero italiano y una maestra argentina». ¿Qué hay de este legado en la manera en que encarás tu oficio?
Yo creo que el primer legado está en el estudio. Primero estudié en un Colegio Industrial, ligado a mi viejo, y después estudié Letras, algo más ligado a mi vieja. A partir de esa formación se produce una mezcla que moldea mi imaginación. Me parece que el oficio narrativo siempre está vinculado a las experiencias vitales y a las cosas que uno aprendió a lo largo de su vida. Evidentemente como yo aprendí mucho de lo mecánico, de lo industrial, de la fábrica, eso aparece mucho en mis libros. Sobre todo en el libro que sale ahora, `Rock barrial´, va a salir también `Las estrellas federales´, donde hay mucho del mundo de la fábrica; hay algo también en `Villa Celina´. Es trabajar con eso. Producir una estética de oficio, de materiales que sean ajenos a la literatura. Eso es lo que a mí me interesa. Y un poco creo que es el legado de la formación que heredo de mis padres. Una formación extraña… cruzada: fabril, mecánica, del hierro; y otra, de libros, de una tradición de la literatura, de la historia.
Una frase, acuñada por el antropólogo Gregory Bateson, dice «El mapa no es el territorio». ¿Cuál es la Villa Celina del mapa y cuál la del territorio?
La del mapa es la que está delimitada geográficamente: sudoeste del conurbano bonaerense, limitada por las avenidas Ricchieri y General Paz, la cuenca Matanza-Riachuelo y el Mercado Central. Ese es el mapa. Donde aparecen determinadas instituciones o fábricas que componen ese lugar. Pero el territorio se compone incluso hasta sentimentalmente. En el territorio se pone en juego, sobre el mapa, la manifestación cultural, la ideología, los afectos; e incluso, en el ejercicio del recuerdo narrativo, la familia, los amigos. Son parte de la territorialización que uno hace artísticamente de un mapa que en realidad no le pertenece. De lo que de algún modo yo me apropio es del territorio. Por lo menos para la literatura. Porque nadie había trabajado ese combo en esa zona para la literatura argentina.
¿Y qué puebla ese territorio?
Por un lado todo lo personal, cuestiones que tienen que ver con los amigos, la familia, los recuerdos. Pero por otro lado, el combo cultural que marca fuertemente el territorio matancero podríamos definirlo como una mezcla entre el peronismo y distintas manifestaciones de la cultural popular, como el fútbol, el rock, la cumbia… y todo lo que esté ligado al trabajo. Desde el ejercicio del trabajo hasta el mundo del desocupado. Todo lo que esté en relación con la fábrica, ya que el conurbano tiene mucha fábrica. Y un poco en mis libros aparece eso de las dos épocas: una, en la que todavía queda algo de trabajo; y después, el vaciamiento y la desocupación masiva en los 90. Todo eso es parte de la cultura matancera y parte del territorio. Y ahí vos ibas caminando por una calle y había un potrero y enfrente una fábrica —abandonada o no—, y caminabas un poco más y había un río contaminado… Todo eso es el territorio, que está ahí y que en el mapa no aparece: el olor del río, el humo de la fábrica, los pibes jugando a la pelota en el potrero. Entonces uno tiene que enfocar y meterse en el mapa y armar todo ese relato a partir del territorio.
La construcción de la identidad grupal implica la existencia de los otros. ¿Quiénes son esos otros en Villa Celina? ¿Es sólo en relación al barrio o hay una identidad más amplia?
Por un lado cuando sos más chico, la pertenencia es con el barrio y nada más. Vos reconocés como tus iguales a los de Villa Madero, Aldo Bonzi, Tapiales… pero con ellos te agarras a piñas en un partido de fútbol. Es como que ellos son otros aunque son iguales a vos. A medida que pasa el tiempo, ese nosotros crece. Vos ya no estás en una barrita de la esquina y empezás a tomar conciencia de que las problemáticas y la sensación comunitaria se une a partir de determinados factores que tienen que ver con el conurbano y sus alrededores. Pero quizás el otro empieza a ser el del centro de la ciudad, la Capital: ir a Palermo, a Recoleta, a Congreso; e incluso hasta Flores, donde vos vas a bailar el sábado a la noche. Es tu viaje. Tu desplazamiento. Salís de tu pequeño pueblo y vas a un lugar donde la geografía… o el territorio, ya que estamos hablando en esos términos, es totalmente distinto: ya no hay casas bajas sino edificios, hay más luces, más autos, hay otro tipos de negocios. Me parece que el otro está dado de algún modo así.
¿La representación centro y periferia o civilización y barbarie?
Yo creo que en la literatura argentina las representaciones que se hicieron a lo largo del tiempo, esta idea de centro y periferia enmarcando dos clases sociales, es de larga data. Generalmente, es el tipo del centro, o de la civilización, que va hacia la barbarie: que vendría a ser el matadero o la zona periférica o el conurbano. En este caso es un poco al revés. No es contar al otro, sino contar la clase por uno mismo. Pero a mí me parce que tanto en Villa Celina como en El Campito yo no escribo El matadero al revés; como por ejemplo lo hace Osvaldo Lamborghini cuando escribe «El niño proletario». Porque en mi caso no hay tanto desplazamiento. No es que el de Villa Celina se va de excursión a Palermo y entonces le pasan determinadas cosas. No hay un cuento así en `Villa Celina´. Lo que hay, son cuentos que suceden en ese mundo. No está tanto el contacto con la otra clase social. Por momentos, el lugar del otro, lo ocupa la pandilla del otro barrio o lo ocupa la policía; pero no tanto otra clase social. Quizá en El Campito, sí. Hay otra clase social que invade y ahí se desata una guerra. Pero bueno, está todo escrito en clave mitológica…
En El Campito da la impresión de que hay algo de El señor de los anillos: desde la presentación del libro, con el mapa manuscrito y el glosario de personajes, lugares y objetos; los monstruos, el género de aventuras… ¿Fue planeado?
Desde el primer momento, en que había enanos y una cuestión mitológica yo sabía que la relación con Tolkien iba a estar dada. Pero para no hacer una copia berreta, yo traté de encontrar mi propia originalidad, que me parece haberla encontrado en algo que está en todos mis libros: la contextualización fuerte, los nombres propios, las referencias: geográficas, a personas, a épocas históricas. En `El Campito´ aparece tanta cantidad de referencias reconocibles de la realidad que eso configura un relato distinto. El señor de los anillos de Tolkien es una invención completa, pero en `El Campito´, por más que haya criaturas, todo eso no nace de un repollo: ese mundo maravilloso nace de la contaminación del río Matanza; el monstruo, es una cosa hecha por los médicos del Hospital Militar, tiene las manos de Perón… A diferencia de `El señor de los anillos´ donde no hay vinculaciones políticas o históricas explícitas, en `El Campito´, sí; y así aparece como una versión local del género que marca una diferencia bastante grande.
Yendo a los cuentos de Villa Celina. ¿Por qué la elección de la primera persona?
Es porque en ese mundo, ligado a mi vida, funcionaba mucho mejor para la verosimilitud. Aparte, más allá de que algunos textos cuenten anécdotas tal cual las recuerdo, y otros sean invenciones, ese Juan Diego, ese alter ego, es parte ya del territorio de ese mundo. Es esa voz.
¿Y narra desde tu óptica o es una construcción?
Es una primera persona autobiográfica. De pronto hay cuentos en que recordás y lo ponés. En otros necesitás inventar, ficcionalizar. Hoy ya me despreocupo. Al principio, los primeros cuentos que escribí, «Los reyes magos peronistas», «El hombre gato», «El hijo de la maestra»… en esos cuentos no hay nada inventado, es todo tal cual pasó. Yo lo único que traté fue de ser organizado en el relato. Pero después se te va abriendo un mundo donde incluso la invención no rompe con la verosimilitud, porque ya está armado el mundo, porque entonces, si eso no pasó, podría haber pasado. Y entonces el narrador funciona para la verosimilitud del mundo.
Hay algo de eso en «Los rabiosos» donde el narrador dice «Uno se para donde nació. Ahí está el punto de origen del observador»
Quizá hoy modificaría esa oración. En vez de decir «uno se para donde nació» pondría «uno se para donde creció». Toda esa época de la infancia, la adolescencia y la juventud, que es tan cara a todos los seres humanos, donde se producen relaciones sociales fundamentales, donde vos te estás educando, en la escuela y en la vida, donde los lazos que estás estableciendo son trascendentales, eso modifica toda tu manera de pensar. No digo que eso no se pueda transformar un poco después, pero creo que para alguien que vive casi treinta años en un barrio como Villa Celina, es difícil renegar de eso. Es como que armaste todo tu sistema de valores, de pensamiento, ahí. Vos, incluso, podés parodiarte a vos mismo, ser crítico con algunas cosas que te parece que no están buenas, pero vos te formaste ahí. Después, por más que vivas donde vivas, circunstancialmente, esos treinta años son una mochila para siempre, para toda la vida. Cuando yo lo comprendí, traté de capitalizarlo, para que toda esa visión, toda esa perspectiva, se actualizara en mis cuentos, en mis relatos.
En «El túnel de los nazis» se cuenta una especie de viaje alucinado a través de una alcantarilla. ¿Qué es ese túnel? ¿De dónde viene el nombre?
«El túnel de los nazis» era el nombre que tenía un túnel de Obras Sanitarias. No sé por qué se llamaba así, pero en el barrio le decían «El túnel de los nazis». Yo respeté el nombre.
Hay una poética muy especial en este cuento en el que se mezclan letras de Los redonditos de Ricota con palabras de la biología como tricoma, epicarpio… que funcionan como neologismos. ¿Cómo trabajaste este texto? ¿Por qué esta elección de palabras?
A veces, predomina en uno más la pulsión de contar; otras veces, más la pulsión de sonar, de hacer como una música. Yo había leído La naranja mecánica, El almuerzo desnudo y me gustó esto de la jerga, de trabajar con jergas. Y entonces quise armar mi propio nadsat. Entonces dije: voy a hacer que la sintaxis sea la sintaxis coloquial del conurbano, y mi idea teórica, de oficio, fue: acá meto latín, meto palabras de biología, lo que sea, y todo va a sonar como un lenguaje… rollingoso. El pibe te dice: eh, vieja, qué se yo… y te tira una palabra en latín. Y esa palabra en latín suena de otra manera por la sintaxis. Y sí, son como neologismos, porque como el lector no los conoce se vuelven significantes vacios que el lector resignifica sobre la marcha. Entonces se acelera y produce un vértigo en la prosa. Eso que está en «El túnel de los nazis» y en menor medida en «El 80» y en «Luzbelito y la sirenas» ahora aparece mucho más extendido en Rock barrial, que es un libro dividido en dos partes. También tiene veinte relatos: los primeros dieciséis son cuentos y poemas parecidos a los de Villa Celina; y los últimos, son capítulos que conforman una especie de novela corta que se llama Toma corriente y está divida en cuatro capítulos: «Ampere», «Volt», «Watt» y «Ohm» —las cuatro unidades de la electricidad— y está todo escrito como «El túnel de los nazis» y fechado en diciembre del 2001. Es básicamente una historia alucinada tipo La naranja mecánica pero en el 2001. Es como una pandilla de pibes, de rollingas de Villa Celina, que odian a los artistas. Van a un lugar y destruyen toda una muestra y después quedan enredados en los incidentes del 2001, peleándose contra la policía en Plaza de Mayo. Pero todo narrado musicalmente.
¿Qué es Objetos maravillosos?
Mi primer libro. Un diario. Un libro muy chiquito. Era mi blog, que quedó editado por la gente de Editorial Tamarisco. Ahí sí está el desplazamiento de un lugar a otro. Toda la historia del vendedor ambulante que anda por Palermo Hollywood, mesa por mesa, vendiendo anillos.
¿Durante cuánto tiempo hiciste ese trabajo?
Durante trece años fui artesano y vendedor ambulante. Hasta fines del 2008 que empecé a laburar en Madres de Plaza de mayo. Y ahí corté con trece años de venta ambulante.
¿Objetos maravillosos cuenta ese día a día?
Claro. Está fechado y cuenta anécdotas con las clientas, cuestiones de la producción de los anillos, los aros, de viajes en colectivo. Ahí sí está todo el desplazamiento, la excursión a la civilización… o a la barbarie: porque Palermo Hollywood, un sábado a la noche, tiene comportamientos bastante tribales.
¿Y qué son los objetos maravillosos?
Por un lado son anillos, gargantillas y aros que yo armaba; y por otro lado, eran las propias palabras. Porque yo vendía fraseando todo el tiempo. Le ponía nombres a los anillos y usaba muletillas de venta super exageradas, muy graciosas. Esa forma de vender y que a mí me permitió vivir durante trece años, pagar los impuestos a fuerza de adjetivos. Los anillos se llamaban: Eleva Tu Glamour Hasta Las Nubes, Osadía Nocturna, Brillitos Embriagadores. Todos tenían inmensos poderes afrodisíacos. En cada mesa hablaba veinte minutos con cada mina, y cuando estaba encendido siempre terminaba en una venta.
En una crónica de este libro contás que te cruzaste en la calle con una mujer que llevaba puesta una gargantilla fabricada por vos y todo lo que ese encuentro te produjo. ¿Te pasaría lo mismo si ves a alguien leyendo un libro tuyo en el colectivo? ¿Esa sensación de tu obra ya parte del paisaje?
Ver en la calle casualmente a alguien leyendo un libro mío me pasó una sola vez. Subo a un colectivo y en el último asiento había un pibe leyendo Objetos maravillosos. Me acerqué y le dije, ¿y?, ¿te gusta?, ¿qué onda? Y el chabón entendió que yo era el autor y le dijo a un amigo sentado un poco más adelante, eh, es el autor; yo justo venía de vender anillos, saco la mochila y le muestro todos los anillos al pibe… Pero con las gargantillas me pasó algo muy especial. Yo, gargantillas vendí solo los primeros años. Ponele, del 95 al 99. Y esto pasó años después. Reconocer una gargantilla hecha por mí, que había hecho hacía años, en el cuello de una piba caminando por Callao… me movilizó. Porque todo lo que hacés con tus manos tiene como una santidad. Refleja mucho ese momento de tu vida: cuándo lo hiciste, lo que vos sentías, la música que estabas escuchando, la novia que tenías… Y todo ese momento de mi vida, lo vi atado al cuello de una desconocida. Ahí va mi música, mi novia, mi alegría, mi tristeza, el barrio donde yo vivía en ese momento cuando la hice, que seguro era Haedo. Con los libros es distinto, porque es difícil anclar el libro a un tiempo. Porque en un libro hay distintas capas temporales y la literatura aparte rompe el tiempo. Pero una gargantilla atada a un cuello: es un año específico… Yo le quise hablar a la piba pero se fue muy rápido. Fue todo muy rápido. No tuve capacidad de reacción.
¿Qué diferencia hay en la forma en que encarás un cuento o una novela? ¿Tenés un plan cuando empezás?
En el cuento, al ser más breve, tenés una idea que vas persiguiendo, que vas haciendo crecer desde el primer momento buscando un efecto puntual, un impacto, un lugar en el relato. En cambio la novela es más dilatada, es más extensa. Yo hasta ahora tengo más experiencia con los cuentos. Yo escribí muchos cuentos. Novela publiqué una sola y ahora estoy escribiendo la segunda. Quizá mis novelas no tienen la trama de la novela enredada, psicológica. Yo soy mucho de la aventura. Yo arranco, y como tengo mucha imaginación, los personajes empiezan a caminar por la página y empiezan a tener todo tipo de peripecias, a conocer todo tipo de gente, es como que hay un desplazamiento, es como que soy bastante lineal. No armo una textura muy compleja con la novela. Quizá la complejidad está dada por el propio mundo que uno trae. En El campito hay un relato enmarcado; pero después, el ciruja, básicamente va por el campito y le pasan cosas, conoce gente, queda enredado en una guerra… Es como una estructura aditiva, donde hay un hilo conductor y donde se suman elementos. Va creciendo. Es el tipo de novela que yo puedo escribir. Por ahora.
Para terminar me gustaría leerte algunas partes de tus textos y ver qué te generan. ¿Te parece?
Dale. Está bueno eso. Ver qué es en lo que repara el otro. Uno escribe y vos decís; reparó en eso…
Primero, una parte que me gustó de `El Campito´: «En tierras negras, los residuos endurecidos se cerraban en montículos hasta que el sol los partía al medio, quedando la carbonera y los desiertos salpicados por geodas de basura abiertas, donde brillaban, como cuarzos y amatistas, pedacitos de latas oxidadas, vidrios de botellas, miembros descuartizados de muñecas, juguetes en general y, sobre todo, muchísimos papeles y cartones petrificados, escritos o en blanco, que reflejaban la luz como si fueran espejos, formando verdaderas constelaciones y dando la sensación de un cielo al ras del suelo, un cielo en la tierra, tan cargado de estrellas que, aunque estuviese compuesto de porquerías, igual era capaz de inspirar a cualquier poeta que lo viera»
Acá está eso de la versión local. No era el mundo de Tolkien. Era Tolkien matancero. Las geodas tiene basura petrificada, desechos; pero a los ojos inocentes de un niño, de un borracho o de un ciruja, son mágicas. Todo ese paisaje maravilloso, fruto de la contaminación, es como lo vivíamos de chicos. Nosotros nos íbamos a jugar a los basurales, a los lugares contaminados de El Riachuelo, y éramos Tom Sawyer y Huck Finn. Para nosotros era el Misisipi. No veíamos peligro alguno. Eso lo ves de grande. De chico no tomas conciencia, estás en un lugar maravilloso, de aventura: entre la basura se cruza una liebre, armás una choza con tus amigos, estás de aventura, se hace de noche y el cielo se llena de estrellas, volvés al casco del barrio. Es el mundo de la zona sur y de la zona oeste. Por lo menos de lo que fue. Todo ese mundo de los paisajes mutados, contaminados, tanto la flora y la fauna, como los personajes y las criaturas, vuelve muy fuerte en Las estrellas federales. Las estrellas federales vendría a ser el mundo de El campito pero sin la lucha política. Todo el tema de los escenarios, los paisajes, vinculados al mundo de la fábrica, y con mucha más cantidad de mutantes. Porque es toda la historia de un circo de mutantes. Aparecen algunos personajes de El campito, como El enano gigante, Aldo, o alguno más, ahí hay personajes de Marechal de Arlt; y en Las estrellas aparecen más de El eternauta. Aparece el propio Juan Salvo, que es un personaje: El Hombre Regenerativo de La Tablada; y Mano, que es el administrador del circo y hace un espectáculo: toca una guitarra de treinta cuerdas e influencia a las primeras bandas del rock barrial.
Otra: «El tiempo que estuve me alcanzó para aprender los gajes del oficio y conocer, probablemente, a los personajes más extraños de los que tenga memoria»
Sí. Eso es de «Victor San La Muerte». Ese cuento es la historia de una cuadrilla municipal. A mí me gusta armar el relato ese que va produciendo un efecto. Sin saturar la paleta, pero de pronto te tirás una y presentás a la pandilla, a la cuadrilla municipal. Cosas que uno va armando, imaginando, en el contexto del cuento. El lugar central es de Victor San La Muerte, y toda la cuadrilla es medio como satélite de este personaje. Y a partir de este personaje me permito contar ese oficio. Es la historia de una cuadrilla bizarra, donde cada uno tenía una función: unos, serruchaban los árboles caídos; una mina, limpiaba las manchas de aceite; otros, destapaban los desagües. Una cosa así, extraña. Y el protagonismo lo tiene un tipo que es el que levantaba los animales muertos de la calle: bastante oscuro. Pero potente la idea. Y siempre a partir de un particular mostrás un general. Un personaje, un grupo de personajes, me permiten mostrar el territorio. Lo que hablábamos al principio.
La última: «Apoyado sobre el respaldo blanco de la catástrofe me mantuve en la nada»
Sí, eso es de «El midi». Es un cuento de infancia, donde un pibe que pierde un juego de figuritas lo vive de un modo trágico. Para un niño, la tragedia no es como ahora, separarnos de nuestras novias y quedarte sin guita. Es perder la figurita más difícil que tenías en un juego, o la burla del que te la gana o de los amigos. El que se queda solo frente a una pared blanca. Se le cayó el mundo abajo. Perdió el juego de figuritas más importante de su vida. Todo está ahí. La inocencia. A mí ese cuento me gusta. Porque creo que se capta bien lo que para mí fue la infancia en el barrio. En un cuento tan breve, está la emoción de algo tan simple: el juego de figuritas, después la lluvia, y después el chico que pone la tapita en la zanja y se va hacia la General Paz. Es un poco como una metáfora de mi vida. Perder un juego de figuritas y, por una zanja correntosa, después de la lluvia, irme yendo del barrio hacia los limites. No lo pensaba en ese momento pero me doy cuenta de que funciona como una metáfora. Lo recuerda el narrador adulto: había sido derrotado y ahora seguía desesperado, pero con la sensación de la libertad