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Idioteca de Raúl Quinto

Por Mario Cuenca Sandoval.

 

 Idioteca de Raúl Quinto. Prólogo de Alberto Santamaría.  El Gaviero Ediciones, Almería, 2010. 146 pp.

Esto no es un libro, pero no se asuste. Siga mis instrucciones. Antes de entrar en Idioteca, tendrá que atravesar un pórtico. Deberá ingresar en el estado mental propicio, poner entre paréntesis el mundo exterior, ajustar su ritmo cardíaco, aceptar la apuesta. Porque Idioteca no es una novela, ni un conjunto de relatos, ni de poemas en prosa, ni siquiera el catálogo de una exposición. Es, como acierta Alberto Santamaría en su espléndido prólogo al libro, un extraño museo, hecho de fantasmas que se alzan alrededor de nosotros, de hologramas. Y es sabido que se precisa de cierto estado de sugestión para ver fantasmas.

Si quiere ver fantasmas, haga epoché, ponga entre paréntesis el hecho de que hay un mundo fuera del texto, y ponga entre paréntesis que el texto forma parte de ese mundo. Entonces, las piezas que componen esta cámara-libro, o caverna-libro, comenzarán a girar a su alrededor, veintidós textos en prosa con los que, diseccionando la vida y obra de ilustres convidados como Goya, William Blake, Klein y los artistas del Nuevo Realismo, etc.  Raúl Quinto (Carboneras, 1978) disecciona para usted las particulares obsesiones e intereses de Raúl Quinto, su mundo propio, su idion, de ahí el título que el poeta toma en préstamo de Radiohead.

Pero, insisto, no se asuste: no se trata de aceptar obsesiones en préstamo; usted ha sido convocado a la cabina central del panóptico. La imagen del panóptico de Bentham, eliminadas sus connotaciones punitivas, viene como anillo al dedo a esta colección de fragmentos: todo gira alrededor de una conciencia que ocupa la cabina central, o que no la ocupa. En el segundo caso, ocupe usted el asiento. Una de las ventajas del panóptico, a juicio de Bentham, era que los presos circundantes se sentirían siempre vigilados, sin que hubiera necesariamente un vigía en la cabina. Ahora conoce el secreto: tal vez en el corazón de Idioteca no haya un yo, un sujeto, una identidad firme, sino sólo un centro imaginario en torno al que giran veintidós proyecciones, un narrador convertido en ojo, «un texto entendido como una forma de mirar» (p. 12), escribe Alberto Santamaría en su prólogo. El puesto vacante le pertenece; reclámelo.

A esta altura estará usted implicado en el enigma fundamental de la poética de Raúl Quinto: el problema de la representación, la relación entre el mundo y la mirada, entre pintura y realidad, entre palabra y realidad. Pero no en el sentido de que el lenguaje sea un espejo, no en el sentido del lenguaje-retrato del que hablaba Wittgenstein: la pregunta es qué le hace la representación a la realidad, qué daños provoca, qué heridas, o qué fantasmas pone en pie. La pregunta no es cómo el arte retrata lo real, sino cómo lo real es manoseado, mimado o lacerado por el arte. Por eso sostiene Quinto que la pintura nació «para hacer más real lo real» (p. 21). A Raúl Quinto le interesa peculiarmente la materialidad de la palabra, incluso el carácter orgánico de la palabra, y de ahí su preocupación por el arte pictórico, en donde representación y carne se aúnan, a diferencia de lo que sucede en el lenguaje, la casa del ser, decía Heidegger, pero su casa inmaterial, su palacio en el aire. El de Raúl Quinto, insisto, es un lenguaje que querría ser materia. Se pregunta cómo nació la representación pictórica; tal vez no fuera cosa de los hombres ni los dioses, sino que esté relacionada con la materia orgánica: con la «saliva, heces, sangre menstrual, orina, esperma, heridas abiertas, barro en las pezuñas, baba blanquecina en las quijadas» (p. 22).

Bienvenido, entonces, a un texto híbrido, a medio camino entre la narración, el ensayo, la estampa, el texto de catálogo artístico, donde alta y baja cultura, si existen esas dos alturas, se dan la mano y «Goya y Sonic Youth son intercambiables, al menos durante un instante» (p. 32).

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