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El zurdo

Por José Luis Muñoz.

En Hollywood los óbitos se producen a pares. Arthur Penn se fue horas antes de que lo hiciera Tony Curtis, aunque el director de El milagro de Anna Sullivan llevaba realmente muerto para el cine dos decenios, pero marchó definitivamente de este mundo el 28 de septiembre, a los 88 años, dejando tras de si una estela de buenas y comprometidas películas. Se ha ido Martin Ritt, Sidney Pollack, se fue Robert Mulligan, y ya sólo nos queda de esa generación de realizadores sociales norteamericanos, artesanos que fueron artistas, una especie de free cinema emboscado en la industria cinematográfica más conservadora del mundo, tipos como Sidney Lumet que, a sus 86 años, es capaz de alumbrar una de las películas negras más extraordinarias de los últimos diez años: Antes que el diablo sepa que has muerto.

De la extensa filmografía de Arthur Penn me quedaría con un puñado de películas, reducido, porque a las otras el tiempo, que siempre es un juez implacable, las puso en su lugar. La primera es El zurdo, cuyo título le iba como anillo al dedo a su temperamento izquierdista, su primera película, un western muy atípico, en blanco y negro,  interpretado por Paul Newman en el papel de Billy El Niño. La segunda es Acosado, en la que contaría por primera vez con Warrem Beatty, otro progresista, típico film de autor con un guión y realización caóticos, muy godardiano, en el que estaba muy presente el cine europeo que comenzaba a calar en el estadounidense, especialmente la nouvelle vague, porque para los estadounidenses Europa se limita a Francia. El tercero es La jauría humana ─ en realidad titulada La caza, pero la película de Saura obligaría a que los inventores de títulos españoles la rebautizaran y lo hicieran con acierto─, que es uno de los más estremecedores alegatos contra esa Norteamérica derechista y conservadora, de rifle en una mano y Biblia en la otra, que contó con la interpretación extraordinaria de Marlon Brando ─ la paliza que recibe, sobre una mesa, sigue impresionando por su violencia ─ y un bisoño Robert Redford como presa cazada entre féminas tan turbadoras como Jane Fonda y Angie Dickinson. Y la cuarta es Bonnie and Clyde, su éxito más rotundo, el film que encumbraría a Faye Dunaway como elegante icono erótico de la mano de Warrem Beatty, un biopic de ritmo casi musical y fondo romántico sobre la famosa y glamurosa pareja de salteadores de bancos durante la depresión norteamericana que Penn bordó y se conserva con la misma frescura que el día de su estreno.

No estuvo tan brillante en otros dos westerns, Pequeño gran hombre, una parábola sobre el Séptimo de Caballería y la guerra de Vietnam, que se movía entre la épica y la comedia sin conseguir un equilibrio entre los dos géneros, y además era desmesuradamente largo, en el que contó de nuevo con Faye Dunaway y un Dustin Hoffman sometido a la tortura de los maquilladores, ni en Missouri, en donde de nuevo estaría Marlon Brando acompañado por Jack Nicholson, una película entre amigos, pero sí en Georgia, un Penn combativo que, bajo las notas de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Dvořák,  hablaba de política, de la guerra de Vietnam, las drogas y el sexo y es su último acierto, tras el que vendrían films como Target y Muerte en invierno, mortecinos.

Con Arthur Penn muere una forma de hacer ética y estética cinematográficas, de cómo sobrevivir en la industria pero colando ideología entre fotograma y fotograma en películas que encontraban un asombroso equilibrio entre forma y contenido. Penn fue un artesano que se convirtió en autor sin darse cuenta de ello, un quintacolumnista del progresismo hollywoodiense post mccarthysta. Nunca recibió un óscar.

José Luis Muñoz es escritor. Sus dos últimos libros son La Frontera Sur (Almuzara, 2010) y La mujer ígnea (Neverland, 2010)


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