Razón Cálida
Razón Cálida (La Relación como Lógica de los Sentimientos). Carlos Díaz. Escolar y Mayo (2010). 487 pp. 25 euros.
Dentro de los gruesos muros entre los que se encierran cada año un puñado de personas buscando conocer los entresijos del mundo –los que clausuran una vida y pueden conducirla a la sequedad del alma, los de la Facultad de Filosofía- hay algo más allá de la deconstrucción, el racionalismo –casi siempre tan frío y seco como una invernal mañana manchega- y el gris materialismo.
Dentro, y sin embargo aparte, a contracorriente, a contratiempo, la persona de Carlos Díaz parece moverse como el guardián celoso de una corriente –tan vitalista como la vida misma- llamada personalismo comunitario; una corriente filosófica que hunde sus raíces en Hegel (1770-1831), en Kierkegaard (1813-1855), en Mounier (1905-1950)… y en Jesucristo.
Con más de doscientos libros en su mochila, muchos mundos recorridos, y una personalidad arrolladora, quedando materializado todo ello en su libro Razón Cálida, que destila el aroma de la clausura, el de la cerrazón, Carlos Díaz nos enfrenta cara a cara con una razón que no está recubierta por la frialdad de unos axiomas y los carriles de una vía monodireccional. Porque la razón aquí expuesta se basa en el amor, la calidez de los sentimientos, el suave traqueteo de las emociones y el saberse acompañado radicalmente por unos “otros” que distan mucho de simpatizar con aquellos “otros” que son el infierno, en palabras de Sartre.
La razón cálida nos emplaza y nos cita con valor. Siendo ya cosa nuestra el acudir a ella con los brazos abiertos, con curiosidad o con el recelo que puede suscitar una simple idea que embargue nuestro corazón –tal vez atrofiado y compungido por la época que nos tutoriza. La pregunta que aquí ha de saltar, en este camino, desde los matojos y la espesura de la cuneta, es el cómo. ¿Cómo se manifiesta esa razón cálida que nos emplaza y nos pregunta? Y, caso de acaecer la pregunta, ¿cómo habremos de responderla? Y la respuesta no es fácil: depende de cada uno.
Cada persona constituye un yo en el mundo, un mundo compuesto de cosas naturales y artificiales, pero un mundo compuesto, también y primariamente, y habitado por otros yoes. Así pues, un mundo en el que todos esos yoes, incluido el mío, conviven y cohabitan –constituyéndose mutuamente- con una multiplicidad de fines que sirven de ropajes –cálidos- al fin por antonomasia: la felicidad. Sin embargo, todos estos yoes no son átomos aislados que chocan entre sí sin mirarse a los ojos, sino que están relacionados íntimamente por ese elemento que da forma y articula sus vidas llamado amor. El amor es pues aquello que nos emplaza y cita, lo que se nos descubre detrás de cada mirada, anónima en un principio –la de un yo– , que termina por llegar a ser un tú.
Esto es, pues, lo que nos enseña el profesor Carlos Díaz en su libro, pero también Mounier, y Kierkegaard, y Hegel… y Jesús. Una razón imbricada cordialmente en el amor… y que hace que cada yo, con la extraña e inexplicable demanda del amor, llegue a convertirse en el que es.
¿Palabras de clausura, entonces? Posiblemente no, seguramente no: el amor es inagotable y su entraña muy profunda: abismática, quizá.