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Tú y tu vida perfecta

Por Guille Ortiz.
Uno se enamora con la ilusión de cambiar la vida de la otra persona. Incluso arruinarla si es preciso porque en eso consiste: un juego de éxitos o fracasos, pero un juego. Sin juego no hay paraíso. Vivo estos días sumergido en el disco “Juliet, Naked” de Tucker Crowe sólo que Tucker Crowe no existe -uno lee con la ilusión de creer que alguien que no existe le puede cambiar la vida a él-.Tucker Crowe es un personaje inventado por Nick Hornby, y autor de un disco inventado por Nick Hornby, del que sabemos que la primera canción es “And you were?” (“¿Y tú eras…?”) y la última, “You and your perfect life” (“Tú y tu vida perfecta”), títulos demoledores inventados, una vez más, por Hornby.

Sin escuchar una nota puedo imaginarme la ilusión del principio y el rencor del final. Vidas perfectas. A Tucker Crowe, Juliet le dejó por un ex marido millonario. Una cuestión de seguridades.

Que yo sepa, nadie se enamora para sentirse seguro. Hace otras mil cosas parecidas pero no enamorarse. En cualquier caso, yo no venía aquí a hablar de amor ni de la próxima novela de Nick Hornby sino de sentirse especial, tan especial que seas capaz de destrozar la vida perfecta de cualquiera, tan especial que te veas incluso legitimado a reprocharle que elija esa perfección y rechace tu caos. Yo venía a hablar de la escritura, creo.

Venía a hablar de ese momento en que te hinchas como un pavo y dices “soy escritor” por primera vez, muy convencido porque has leído a Henry Miller y él dice que es lo que hay que hacer y te lo crees -¿qué tienes, veinte años?, ¿y tú eras…?- y empiezas a recibir todo el rato la misma respuesta. “Ah, escritor… ¿Has leído a Kasulami?” Y no, tú no has leído a Kasulami y poco a poco te vas dando cuenta de que no has leído a casi nadie de los que te mencionan y que con una frase te han degradado de escritor a lector y de lector a nada. Vaporizado. Para ser escritor hay que estar muy acostumbrado a ese tipo de respuestas trampa, como cuando le decías a alguien: “Estudio en el Ramiro de Maeztu” e inmediatamente te preguntaban si conocías a un primo suyo que estudiaba dos años por delante de ti en un instituto de 2000 alumnos.

Te acostumbras a sortear lugares comunes. Si quieres.

El problema es cuando te vas dando cuenta de que ser escritor no tiene nada de especial en el fondo, al contrario. Para ser un escritor especial hay que fingirlo tanto que resulta impostado y ridículo. He llegado a odiar a los escritores “profesionales” y por supuesto tengo pánico a convertirme en uno de ellos. Probablemente, tarde o temprano, lo haga. Ellos y su vida perfecta. Hace poco hablaba con Matías Candeira, un aspirante a todo con un talento que da miedo, sobre la relación escritor-literatura. Sobre escribir y no ser escritores, que diría Marsé. “Es como la chica guapa de clase, la que de verdad te gusta. No te acercas, no vaya a ser que te rechace, porque de verdad te importa”.

Hay dos clases de escritores como hay dos clases de personas: los que se acercan a la chica guapa, coquetean incansablemente y se la llevan (o no) y los que miran temerosos desde fuera preguntándose si realmente esa recompensa merece forzar tantas inseguridades. Juliet, desnuda, puede que pierda; puede que al fin y al cabo Juliet y su vida perfecta tengan que ser para otro y que a nosotros nos valgan cien Juliets imaginarias tanto como si fueran reales. Quedarse mirando a veces es algo bonito. Tiene un punto estético. Es también iteratura, en definitiva. Si se fijan, al final, esta no es más que otra columna sobre relaciones de amor-odio.

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