«Viaje de ida y vuelta», de György Konrád [Alianza]
«Estábamos sentados en un banco dentro de un vagón de transporte de ganado detenido en las vías del tren en febrero de 1945. No conseguía separarme de la puerta abierta, que dejaba entrar el viento cortante de la llanura nevada. Quería volver a casa para no seguir siendo un invitado en Budapest; de ahí este viaje de una semana de regreso a Berettyoujfalu, de donde se habían llevado a nuestros padres y de donde logramos escapar en la víspera de la deportación. Si hubiéramos tardado un día mas, habríamos acabado en Auschwitz. Mi hermana de catorce anos a lo mejor habría sobrevivido. Yo tenia once anos; a mis compañeros de clase el doctor Mengele los mando a todos a la cámara de gas.
De nuestros padres no sabíamos nada; me despedí de la idea de encontrar todo en su sitio al pasar del rellano al vestíbulo y de allí a la sala con su color azul claro. Sin tener aun la certeza, presentí que no hallaría nada. Al cerrar los ojos, no obstante, repase viejas rutinas: bajo de casa a la tienda a ver a mi padre, entro por la puerta de hierro trasera pintada de amarillo, lo encuentro junto a la estufa frotándose las manos, sonriendo, charlando, mirando con sus ojos azules a todo el mundo con franqueza, con familiaridad y picardía, como si preguntara: ¿A que tu y yo nos entendemos? Aletargado después de la comida, se estira en la tumbona del balcón, se enciende uno de sus cigarrillos Memphis de boquilla dorada, hojea los periódicos y luego echa una cabezada.
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Desde que tuve uso de razón, sospechaba secretamente que quienes me rodeaban eran muy infantiles. Tome conciencia de lo infantiles que eran mi padre y mi madre cuando escuchaba a escondidas sus chafalditas en la cama conyugal, y ellos creían que no los oíamos. Eran exactamente iguales que mi hermana y yo. A partir de los cinco anos, sabia que si Hitler ganaba, me matarían. Una mañana mi madre me cogió en el regazo y cuando le pregunte quien era ese tal Hitler y por que hablaba tan mal de los judíos, me respondió que ella, desde luego, tampoco lo sabia, que quizá era un loco o quizá un malvado. Ese hombre decía que los judíos debían desaparecer. ¿Por que habíamos de desaparecer de nuestra propia casa y, si lo hacíamos, adonde teníamos que ir? ¿Solo porque ese tal Hitler, a quien mi niñera escuchaba con perversa devoción, se inventaba
estupideces tales como que nosotros no debíamos estar donde estábamos?
¿Por que le gusta todo aquello tanto a Hilda? ¿Como es posible que le guste la idea de que yo deje de existir cuando todas las mañanas me baña con cariño, juega conmigo, nos arrimamos el uno al otro y a veces se mete conmigo en la bañera? ¿Como es posible que Hilda, siendo tan buena conmigo, me quiera mal? Esta Hilda, aunque guapa, es evidentemente tonta. Decidí muy pronto que todo cuanto me amenazaba era una estupidez porque yo no amenazaba a nadie. No estaba dispuesto a considerar una buena idea aquello que era malo para mi.
Desde mis mas tempranos recuerdos, siento que soy el mismo; ahora no veo distinta ni mas infantil a aquella criatura que a los cinco anos se aventuraba en bicicleta hasta el puente sobre el Berettyo y se asomaba al rió, que en verano solo media entre ocho y diez metros de ancho y serpenteaba amarillo y arcilloso entre los márgenes cubiertos de hierba, mostrándose manso aunque en realidad era traicionero, lleno de remolinos. En primavera veía desde el puente como corría el rió crecido y desbordado, arrastraba casas, arrancaba grandes arboles, llevaba animales muertos, derribaba los diques interiores, y se podía ir en bote entre los edificios porque las calles de la ribera estaban bajo el agua.
Tenia la sensación de que de nada podía fiarme plenamente, de que el peligro acechaba en todas partes. En la Torre Mocha el aire era fresco y olía a moho, los murciélagos revoloteaban en su interior, las ratas me daban miedo. Antaño asediada y luego ocupada por los turcos, era una tierra salvaje, región de invasiones, zona de transito de los ejercitos; bandoleros, salteadores, mercenarios y alguaciles corruptos cabalgaban por esta llanura, y los aldeanos se refugiaban a veces en los pantanos.
De mi infancia recuerdo que las conversaciones eran pausadas, ceremoniosas y sumamente cordiales. La gente no se daba prisa a la hora de hablar y tampoco lo esperaba de los demás. Por las tardes, cuando recogían el ganado, los vaqueros hacían restallar los látigos con poderío. Corrían historias sobre los navajeros del condado de Bihar, y en los bailes de sábado los cambios de pareja terminaban mas de una vez en
puñaladas.
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Con el pelo largo y rizado a los lados, con pantalones provistos de tirantes, yo entraba en la sala con sus muebles de color azul claro, igual que el mantel; aquel cuarto daba al balcón iluminado por el sol, y en la mesa aguardaban el cacao y el pastel con requesón. Todo el mundo procuraba complacerme, muchos habían trabajado ya ese día para mi y para mi entrada en la sala, puesto que estaban encendidas la estufa del baño y la estufa de azulejos, habían hecho ya la limpieza hacia rato y se oían las tentadoras voces de los diligentes preparativos en la cocina.
Yo aprestaba el oído: tal vez había llegado el diminuto señor Toth, aquel que traía la leche y la mantequilla de búfala y cuyos búfalos veía yo desde la ventanilla del tren cuando viajábamos a Nagyvarad: permanecían tumbados en grandes charcos y se limitaban a sacar la cabeza del agua en verano. El señor Toth, un hombrecito un poquito mas alto que yo, desplegaba con suma gracilidad el pañuelo ribeteado donde guardaba el dinero y donde ponía el adelanto mensual, por el que traía la leche, el requesón. y la crema agria y por el que todo se volvía tan blanco como negros eran sus búfalos.
Me habría gustado ser fuerte. Esperanzado, palpaba el bíceps de nuestro cochero; exactamente así deseaba yo los músculos de mis brazos, músculos gruesos y bronceados que se hincharan. Andras traía el agua con un carruaje provisto de un tanque pintado de gris y tirado por un caballo llamado Gyurka. Iba a buscar el agua al pozo artesiano, donde las mujeres esperaban en fila, cada una con dos jarras. Recuerdo a los cocheros Andras y Gyula, recuerdo a Vilma, a Irma, a Julis y a Regina, que trabajaban en la cocina, y a Annie, a Hilda y a Livia, que estaban en el cuarto de los niños y dormían en la cama de las institutrices situada cerca de la mía.
Crepitaba el fuego en la estufa de azulejos; no había que cerrarle la puerta por el momento, solo cuando se formara la brasa; daba unas palmadas al costado de la estufa y me sentaba a la mesa, sobre la almohada puesta para elevar mi asiento. Eran las nueve; mi padre había bajado ya a la tienda, ante cuya puerta interior esperaban los dependientes y criados. Había de tomar el desayuno sin mi padre, en compañía de mi
hermana Eva y de la institutriz; mi madre también se sentaba con nosotros si sus tareas lo permitían, ponía el montón de llaves sobre el mantel azul claro; se necesitaba tiempo para abrir y cerrar las diversas puertas y cajones.
Era tal vez el día de mi tercer cumpleaños. Un sábado Me fascinaba la intensa luz que proyectaba el muro amarillo de la sinagoga situada detrás de la casa. El nogal y el cerezo empezaban a dar flores en el jardín. Reinaba el silencio a mi alrededor en la sala, pero se oían susurros desde el comedor. Era bonito oír a todo el mundo cuchichear allí dentro, sin que se abriera la puerta todavía y sin que yo tuviese que alegrarme aun de forma manifiesta. Cuando recibía los regalos, convenía jugar con los juguetes, si, pero ¿cuanto tiempo debía permanecer sentado sobre el caballito de madera?
La novedad era que las cigüeñas se habían instalado ya en el tejado de la sinagoga sobre una columna parecida a un bastión, al lado del Arca de la Alianza. El invierno no les deshizo el nido; una de las columnas era el domicilio familiar; la otra, el despacho del marido, donde solía permanecer mientras anochecía, después de abastecer a la familia con el botín de sus cacerías, reflexionando en solitario sobre un solo pie y con el pico pegado al cuerpo.
Un grupo de olores era el formado por la caja de la leña y por la madera de roble que ardía; de allí nos dirigíamos al dormitorio de mis padres, donde reinaba el olor del armario de mi madre con la inevitable lavanda contra las polillas. Otro emocionante concierto de olores me llamaba a la cocina, pero no para comer; tal vez solamente un pastel de requesón. para acompañar el café con leche; no era la hora aun de que se apreciase el olor a cebolla y a carne sanguinolenta, no quería ver la gallina tumbada en el embaldosado, de cuyo cuello manaba y caía en un plato blanco esmaltado la sangre que las criadas dejaban coagular y que luego ferian con las cebollas y tomaban para almorzar.
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El desayuno era magnifico. Luego organizábamos un denso programa, bajábamos a la ferretería de mi padre, un espacio de diez por veinte metros con un sótano de idénticas dimensiones, utilizado como almacén, donde se encontraba todo cuanto se fabricaba con hierro y cuanto necesitaban las gentes del condado de Csonka-Bihar. .Por que se añadía la palabra csonka, o sea, ≪mocho≫, a Bihar? Después de la Primera Guerra Mundial, a Hungría le segregaron Transilvania y, por tanto, también la capital del condado, Nagyvarad (con gran parte de mi familia, burgueses judíos de habla húngara). Berettyoujfalu se convirtió, por tanto, en la capital de lo que quedo del condado de Bihar. A su mercado de los jueves iban a comprar todos, incluso de las aldeas mas remotas.
Ese día, el trafico se ponía en movimiento a primera hora de la mañana, se oían las campanillas colocadas en los cuellos de las caballerías, y en invierno los carros se desplazaban sobre patines de trineo. Hasta por la ventana cerrada penetraban los relinchos y el piafar de los caballos, el ruido de los coches, el mugido de las reses. La ferretería de mi padre estaba llena, los clientes no solo pedían los productos, sino que regateaban y bromeaban en voz alta, y también hacían bromas los dependientes, los cuales conocían a casi todos los compradores. La señora Mari y el señor Janos sabían responderles. Los dependientes y criados de mi padre habían empezado todos con el, fueron todos aprendices suyos desde los trece anos. Antes de abrir la tienda, barrían el suelo aceitoso y lo regaban trazando unos ochos con el agua de la reguera. El personal llevaba bata azul; el contable, chaqueta de paño negra; mi padre, traje gris oscuro. Al entrar yo, venia a mi encuentro el olor a hierro y a virutas de madera y después el del lubricante de los ejes de los carros, así como el del papel grasiento con que envolvían las armas de caza. Era capaz de distinguir los clavos de los alambres con los ojos cerrados solo por el olor. La tienda olía a hombres, a botas y al almuerzo que allí se consumía: el pan, el tocino y los dados de cebolla iban del filo de la navaja a la boca pasando por debajo de los bigotes.
Lajos Uveges atendía a tres clientes a la vez, se mostraba amable con unos y daba animos a otros y hasta tenia tiempo para preguntarme: ≪.Que tal, muchacho? ≫. Explicaba con absoluta seguridad que se necesitaba para ferretear los carros; no existía en Berettyoujfalu ningún industrial cuyo oficio Lajos Uveges no conociera. ≪Tu observa como proceden≫, me aconsejo para toda mi vida. Yo observaba como liaba los cigarrillos con una sola mano, como me fabricaba un caballito de madera, como arreglaba la bicicleta, todo para luego imitarlo. Observaba como hablaba con los viejos campesinos de tal manera que ellos percibieran tanto el respeto como el humor. Lajos olía agradablemente a una loción para el bigote, igual que mi abuelo, el cual le había dado de la suya. Existen olores ideales a loción para el bigote: ese era uno de ellos. Lajos disfrutaba con el trabajo, se divertía fundiendo hierro, reparando aparatos eléctricos y sacando miel de las colmenas.
En 1950, cuando estabilizaron la tienda, Lajos Uveges fue nombrado director de la ferretería, que por aquel entonces ocupaba ya la vivienda de la primera planta y la sinagoga contigua como almacén y empleaba a veintidós personas. Era, entre los dependientes, el mas adecuado para desempeñar este papel, aunque nunca tanto como mi padre.
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Se oía redoble de tambores, el pregonero anunciaba con tono solemne el siguiente numero del programa. Desfilaba la banda militar, con el tambor mayor a la cabeza, un hombre generalmente gordo que blandía de forma ceremoniosa su largo y abigarrado bastón. Atrás, un muchacho gitano bajito hacia sonar su propio tambor. Las letras de los himnos militares se volvían cada vez mas desagradables: ≪!Eh, judío, judío, eh, judío asqueroso!≫. Así empezaba una de ellas. Mi padre cerraba entonces la puerta de la tienda y no reaccionaba a cuanto oía.
En la calle reinaba el olor a cagajones equinos y vacunos, pues, aunque barrían la vía principal, siempre quedaba sobre los adoquines algún rastro del paso de los carros tirados por bueyes o caballos, por donde pasaba, ademas, el ganado por la mañana y por la noche, dispensadores con inteligencia por las calles laterales, pues las vacas y los gansos encuentran el camino a casa igual que los hombres. Hasta el día de hoy siento, por otra parte, el olor de los baños; la piscina se llenaba muy poco a poco con el agua procedente del pozo artesiano. La vaciaban el domingo por la noche y después de limpiarla empezaban a llenarla en silencio y de forma paulatina, de modo que solo acababa colmándose el miércoles por la noche. El agua artesanía, que subía desde una profundidad de varios cientos de metros y que olía un poquito a hierro y a azufre, pintaba las paredes de la pequeña piscina de un color ocre parecido al oxido. Era el agua que bebíamos, nos venia en jarros esmaltados y llegaba a la mesa en una jarra de vidrio. Traían el agua para lavarse del pozo en un carruaje provisto de un tanque; la bajaban al sótano y desde allí la bombeaban al desvan, desde donde iba a parar a la bañera a traves del grifo. Mucha gente había de trabajar para que una casa burguesa pudiera funcionar.
Hasta el día de hoy oigo el canto y las conversaciones de las criadas. Teníamos una vieja cocinera, Regina, de un carácter sumamente pacifico, pero cuando la molestaban despotricaba así: ≪!Que una lluvia silenciosa caiga sobre el!≫. También se cantaba en la sinagoga: ≪El Eterno es uno≫. En el templo olía a amargo; era el olor de los mantos de plegarias. La voz del recitador desaparecía entre los cuchicheos y el rumor generalizado. Luego venían las carreras en el patio del templo y la pelea con una cabra a la que cogía por los cuernos y trataba de empujar hacia atrás. El animal se dejaba un rato, pero después me daba un empujón y yo caía de espalda».
TÍTULO: Viaje de ida y vuelta
AUTOR: György Konrád
TRADUCTORA: Adan Kovacsics
EDITORIAL: Alianza Editorial
COLECCIÓN: Alianza Literaria
PRECIO: 17€