Amar y odiar: manejar el arte de las distancias.
Por Gonzalo Muñoz Barallobre.
¿Es el amor una infección de la que la soledad sale fortalecida?
Abrazamos al otro y el otro nos abraza como se cierra una trampa. La trampa de querer ser amados como nosotros mismos no nos sabemos querer. La ceguera del mal amante. ¿Acaso lo hay bueno? Decía Unamuno que “el amor es un egoísmo compartido”. Lo que parece claro es que es el amor la sustancia que más rápido envejece de todo el universo.
Amar para ser amados. Buscarnos fuera de nosotros. Tal vez, la forma perfecta de amor sea el respeto. Él es justo y prudente. Cuida a las dos partes e impide que el yo y el tú se conviertan en un nosotros. En una masa amorfa de deseos curvos y torpes. En un sacrificio compartido. En un animal enfermizo que tan sólo es capaz de alimentarse de las sobras de dos vidas.
¿Y cuanto le debe el amor al miedo a la soledad? Por lo que he podido ver, demasiado. ¿Y qué se puede esperar de algo que tiene como origen al miedo? La respuesta parece clara: putrefacción. Y como hace poco le confesé a un amigo, el alma es el elemento que más capacidad de putrefacción tiene. Con ella podemos convivir hasta que llega el final de nuestros días. Y es que la capacidad de adaptación es un arma de doble filo. En un lado está la supervivencia y en otro la perversión. Perversión de uno mismo, de aquello que se quiso ser y de todo lo que hemos cedido por el camino hasta desdibujarnos.
Ya quisiera cualquier diplomático tener la sutilidad del fracaso. Éste llega poco a poco, sin que se note. Para ilustrar lo que intento decir, hablaré de cierto experimento: si se intenta meter a una rana en una olla con agua hirviendo, ésta salta al primer contacto con el líquido y se escapa. En cambio, si se la mete cuando el agua está todavía fría, y se va calentando poco a poco, el animalito, sin darse cuenta, se termina cocinando.
Pero una cosa es que el fracaso llegue sin avisar, con eso tendremos que aprender a convivir, y otra muy distinta es que no seamos capaces de reconocerlo cuando estamos metidos en él hasta las orejas. Y es que, como en el boxeo, lo difícil no será tanto el golpear como el saber encajar el golpe. Hay que saber apretar la mandíbula, los puños, y tragar saliva.
Vemos dos ancianos, unidos por sus manos, caminar juntos. El encuentro nos llena de ternura. Pensamos “parece que es posible llegar hasta el final”. Pero detrás de las apariencias está la raíz del fenómeno y, por lo tanto, el lugar hacia el que debemos dirigir nuestra mirada. Podemos darnos dos respuestas. Primera, se vendieron hace mucho a la inercia. Anestesiados, ella, los ha llevado por los días sin apenas sentir nada. Segunda, han sabido cuidarse a través de una forma de amor llamada respeto. Él les ha permitido unirse sin mezclarse. Permanecer juntos sin confundirse. Y es que, saber amar y saber odiar es conocer y manejar el arte de las distancias. Dicen que los grandes pintores no son tanto los que dominan el dibujo de volúmenes, como los que saben pintar el “vacío” que hay entre ellos. Pintar el vacío es cultivar la distancia y cultivar la distancia, en una relación entre personas, es practicar el arte del respeto. Quienes apuesten por él apostaran por una de las claves de bóveda de lo humano.