Hospital Turner
Por Hilario J. Rodríguez.
En la M. D. Anderson, una enfermera recorre los pasillos con un carrito lleno de periódicos y revistas. Aunque no es la misma siempre, todas tienen la misma sonrisa. Antes de que las contraten tienen que hacer un curso de arte dramático, pero algunas no pueden evitar que a veces se les desate una tormenta en la cara. Te planchan con la mirada si les lanzas un piropo o si haces un chiste, esas cosas les parecen innecesarias. Allí tienes que comerte los nervios. Y las familias hacen turnos para salir a fumar un cigarrillo.
Yo suelo sentarme en una esquina del segundo piso, bajo una lámina de Turner, un paisaje con una tempestad de colores y un barco zozobrando en medio. Típico. No hay nada más natural que la Naturaleza sea salvaje. Sin embargo, la gente no aguanta una constatación de esa magnitud durante mucho tiempo y se va. Nietzsche decía que si te asomas al abismo y lo observas, tienes que estar dispuesto a que también el abismo te observe a ti. Obvio. Claro que no es igual observar o ser observado, que precipitarte al vacío. Tampoco se puede comparar una imagen de hace varios siglos con una cicatriz atravesándote el cuerpo, por bien rematada que esté.
Mi hermana Gloria ya se había repuesto de su tercera operación, después de tres días en la U. C. I. sin recobrar el conocimiento. De tanto pasar las hojas del Diez minutos, los dedos de mi madre estaban impregnados de tinta. Sus huellas dactilares quedaron dibujadas en los filtros de sus Lucky Strike y en los vasos de plástico de la cafetería. Para hacer una gracia, mi hermano Carlos le dijo que no iba a acercarse a ella porque no quería efectos especiales en su camisa nueva. Le falta imaginación. Cuando llevas viviendo mucho en una ciudad gris como Cáceres, donde nunca pasa nada, al final te acostumbras a ver el mundo en blanco y negro, con el sonido muy bajito. Turner vivía en un Londres bullicioso, lleno de cielos encapotados y chimeneas humeantes. Ponías un pie en la calle y las multitudes te tragaban, fueras por donde fueras, por Hammersmith, Twickenham o Chelsea, que son algunos de los barrios en los que vivió él, seguramente hecho un mañojo de nervios. Sólo pintando se calmaba. Sus primeros cuadros imitaban los paisajes bucólicos de Claude Lorrain y Jan Van de Cappelle. Fueron pasos inseguros, sin la airada intensidad que le caracterizó a partir de 1830. Pero un poco de «ligerezza» para empezar nunca viene mal.
Si Turner comenzó en calma su carrera como pintor y la terminó en plena tempestad, en nuestra familia vamos al contrario, ponemos las tempestades en primer lugar y luego viene lo demás. Las comidas siempre parecen abocadas al fracaso, mientras en los preliminares discutimos por los malditos detalles, y al final, con el mantel hecho un poema y abandonados por fin a una irresponsable tranquilidad en torno a la mesa del jardín, deseamos que aquello no acabe jamás, pese a los rotos en los pantalones de los pequeños y la barba de dos días en la que mi madre estampaba un beso en cada uno de sus hijos. La madre de Turner murió joven, ingresada en un manicomio. El padre fue un barbero de mano segura, también su mejor amigo aunque apenas hablasen. Casi no mantuvo relaciones permanentes, por culpa de su carácter visionario. Al principio, sus impresiones estéticas provenían de otros artistas y de la espuma con la que su padre afeitaba a sus clientes; con los años, en cuanto comenzó a viajar, esas impresiones se desplazaron hacia los atardeceres, las olas y las orillas de los ríos. Vio cómo ciertos fenómenos alteraban nuestra percepción. Bajo cierta luz y cierta confluencia de colores, por ejemplo, las formas comenzaban a desaparecer. ¿Qué les sucede a las cosas cuando las envuelven los relámpagos, los rayos y los truenos? ¿Qué le sucede a un barco cuando queda atrapado en el hielo? ¿Dónde están los seres humanos cuando todo eso sucede?
Una noche, mi hermana se despertó inquieta porque creía que un pulpo estaba abrazándola con sus tentáculos. Una marca en el culo le habría dado la razón si no fuese porque la enfermera de guardia descubrió que al colchón se le salían los muelles.
Durante nuestras conversaciones telefónicas, a mi hermana todo le parece estúpido o magnífico dependiendo de lo que me parezca a mí. A menudo me limito a escucharla, sé que le joden mucho mis silencios. Odia los monólogos, prefiere diálogos como los del teatro de cámara de Strindberg o las películas de Bergman. Es adicta a las relaciones tormentosas. También yo. Por eso acabamos riéndonos siempre el uno del otro.
La última vez, la ingresaron en julio. Fui a la M. D. Anderson poco después de pasar por El Prado, para ver la exposición de Turner. Me gusta Turner, y no sé bien cuáles pueden ser mis razones al respecto. Cabe en lo posible que me guste porque en el fondo me gustan las personas desesperadas que jamás llegan a caer en la desesperación por completo. Turner seguramente se salvó de la locura gracias al trabajo. Un catálogo exhaustivo de su obra abarca más de 19.000 dibujos y acuarelas, y cientos de óleos. Él habría querido que ese legado permaneciera junto, separado –según dijo− no se podía entender. Como no lo consiguió, con el tiempo se hizo un hombre más taciturno, si cabe. Quería que le llamasen Capitán Booth.
Antes de dedicarse a la música, mi hermana Gloria se dedicaba a pintar. Nadie quería exponer sus obras. Los padres de uno de sus novios, a quien un día vi lanzarse desde un primer piso gritando que era Tarzán, le ofrecieron las paredes de su frutería. Ella entonces las imaginó entre peras y manzanas. Habló con mucha gente que le prometió cosas y luego no las cumplió. Un hombre mayor que tenía un bar en la zona del Berbés, en Vigo, le aseguró que no le importaría hacerle un sitio. A la mañana siguiente de decírselo, el bar estaba cerrado. Varios meses después colgaron un cartel de TRASPASO. Cuando ya se había olvidado de aquel hombre mayor, recibió una llamada suya. «He tenido problemas físicos y acabo de jubilarme, pero mi hijo trabaja en un bar adonde puedes llevar tus cosas.» Eso mismo día se prometió que su próximo novio sería abogado y tendría un buen coche. La música todavía tardó en llegar.