Sudáfrica descrita por tres premios nobeles
Por Johari Gautier Carmona.
Tras la euforia de uno de los mundiales más mediáticos de la historia, Sudáfrica expone un rostro flamante y sereno. La organización del mayor evento deportivo ha concluido con un resultado claramente positivo que revalida el milagro sudafricano. El país que se fundó sobre uno de los peores regímenes de la Historia ha pasado a ser un símbolo de reconciliación y superación. Es cierto que quedan muchos desafíos, pero conviene recordar que el camino ha sido particularmente escabroso para apreciar los avances del país. La Sudáfrica que ahora vemos organizando eventos de mayor amplitud viene de muy lejos. De tan lejos que, para muchos de nosotros, es imposible imaginar. Así pues, la lectura de algunas de las obras más significativas de los nobeles africanos (J.M Coetzee, Nadime Gordimer y Doris Lessing) nos permite entender algunas de las características más abstrusas del país. Recorreremos en este artículo un periodo de más de cincuenta años de literatura que ha supuesto unos cambios enormes.
Nuestra primera parada literaria nos lleva a uno de los mayores éxitos de la literatura inglesa de la última década. En “Desgracia” (1999) de J. M Coetzee sorprende el miedo y la impotencia de quienes lo poseían todo, de los que imponían su supremacía a través de un sistema segregacionista y tuvieron que aprender, a partir de 1990, a convivir con el hombre negro en un terreno de igualdad. Llama la atención la rabia de los que se muestran reacios a esos cambios y ven en la huida la única solución posible, pero también sobrecoge el sentimiento de culpa que desarrollan otros blancos que no quieren abandonar esta tierra que también consideran suya. La novela plasma los sentimientos que experimenta la población blanca en los años que siguieron la abolición del Apartheid con una extrema claridad y pureza, subraya la confusión y el dolor de quienes sienten que el caos invade cada parcela del país. Si bien es verdad que la humillación sufrida por la población negra es un hecho dominante de la historia sudafricana, el premio nobel rescata el desespero de los blancos para subrayar la total incomprensión de poblaciones que llevan siglos conviviendo.
La violación de la hija del profesor blanco a manos de un grupo de negros sirve para esbozar las grandes líneas de un libro que trata magistralmente de la culpabilidad y la resignación. Tras años de impunidad y de arrogancia, los blancos sudafricanos se encuentran ante lo que puede parecer justicia o un dulce castigo. Gran ironía de la historia: la víctima pasa a ser un protegido y el opresor un compañero indeseable. Las perspectivas e interpretaciones pueden diferir pero lo irrebatible es que el poder blanco ya no es incontestable y a esa realidad debe adaptarse cada uno de los protagonistas de una novela que retrata el dolor de la transición. Evidentemente, no todo es maravilloso en la nueva Sudáfrica dibujada por Nelson Mandela y los líderes que le siguen. Como bien lo describe J.M. Coetzee, la violencia es diaria y, muy a menudo, vivida en el silencio. A cada hora, a cada minuto, y en todos los rincones del país suceden actos desesperados o vengativos que hacen de Sudáfrica uno de los más violentos del mundo. La sed de justicia es probablemente un motor importante de esa violencia desatada pero no el único. La disparidad económica entre razas, abismal, es otro motor importante. “Es un riesgo poseer cualquier cosa: un coche, un par de zapatos, un paquete de tabaco”, explica el autor en la novela.
La indignación del profesor Lurie ante la impunidad de los violadores de su hija se contrapone a la resignación de la víctima (que considera su desgracia como el precio a pagar por tantos años de dominación blanca). Así pues, la violencia sigue viviendo en el corazón de la gente, sigue existiendo en los dos bandos heredados del apartheid, como un eterno juego de dar y recibir en el que el silencio lo otorga y lo legitima todo.
Nadine Gordimer anticipa un caso de rebelión negra en su novela “La gente de July” (1981) y revela la tensión continua en la que vive la población blanca. Los hechos históricos y las manifestaciones a las que se refiere la autora, apuntan a una explosión social y una inevitable guerra civil entre dos bandos organizados. Los alzamientos de los años 1976 y 1980, las huelgas, los motines, las ocupaciones de las sedes de las empresas internacionales, las campañas de boicot y los enfrentamientos con las autoridades sirven de argumento para explorar ese posible futuro y, de esta manera, Nadine Gordimer recrea un escenario belicoso en el que una familia blanca huye de los ataques racistas para atrincherarse en la casa de uno de sus empleados negros y pedirle su protección. La situación tan irónica como interesante socialmente invita a una serie de cuestiones y reflexiones muy atrevidas para aquella época.
El paralelo con la novela de J.M Coetzee es inevitable. Los amos ven cómo, poco a poco, pierden el control que han tenido históricamente sobre sus empleados. Comprueban cómo el poder y el prestigio que antes ostentaban sin complejos deben cambiarse por una activa diplomacia silenciosa, ruegos y persistencias, que evidencian su frustrante estado de dependencia. Asimismo, los amos descubren el miedo y la humillación que han conocido sus subordinados negros y se estremecen con la idea de acabar siendo “parias” o “perros blancos en un continente negro”. Comprenden que el lenguaje utilizado entre ambas comunidades para comunicar representa una fachada de recelos e incomprensiones. Es una vitrina de las relaciones de poder. Las palabras albergan sentidos distintos según la comunidad o el contexto, y las costumbres llevan a grandes malinterpretaciones y desconfianzas.
Renunciar al poder no es nada fácil. La obra de Gordimer lo ilustra claramente cuando, pese a ser invitados en casa de su doméstico, los antiguos amos blancos siguen empleando por hábito términos de superioridad o haciendo preguntas indiscretas que no harían a personas que consideran del mismo rango. No obstante, la autora no toma partido por ningún bando. También describe la tendencia de algunos negros a beneficiarse de su situación de poder material o moral. El gusto por la dominación y el control son características imborrables del ser humano y, por muchos que hayan sido los años de desgracia y sumisión, siempre resulta más fácil dejarse atrapar por esa espiral. El lenguaje del perdón y la comprensión, de la apertura y la reconciliación, no parecen tener espacio en el conflicto que Nadine Gordimer describe en su obra. Los jueces, sean blancos o negros, siguen habitados por el odio cultivado durante tantos años.
“Canta la hierba” (1950) de Doris Lessing transmite una desgarradora y fiel imagen del régimen segregacionista de Zimbabwe (ex-Rodhesia del Sur) y Sudáfrica. En esta magnífica novela, la autora relata cómo el odio es cultivado desde muy temprano en la comunidad blanca, cómo se establece sobre un claro concepto de superioridad y obliga a las mujeres a adoptar un trato distante y cortante con los hombres de raza negra. También retrata un sistema judicial y policial injusto que maquilla los casos de rebeliones, humilla y condena a los trabajadores negros sin escrúpulos. En unos años posteriores a la segunda guerra mundial y tras el choque ético que ha supuesto para todos los pueblos el horror del holocausto, vemos cómo la minoría blanca surafricana mantiene claramente su poder a través del despotismo y el uso de la fuerza pero también justifica su acción con dogmas tan racistas y supremacistas que los que movieron a la Alemania de los años 30.
Destaca en esa novela, el caso de una familia de “blancos pobres” que, pese a poseer extensas tierras y recursos, acaba siendo la vergüenza de una comunidad blanca que no tolera la más mínima debilidad ante la raza negra. En esa perspectiva, la autora subraya que en esos años de notable segregacionismo la primera ley de los blancos de Suráfrica era: “No dejarás que tus iguales los blancos caigan demasiado bajo; porque, si lo haces, el negro pensará que no sois mejores que él”. Este principio determina la solidaridad y el intervencionismo que existe entre granjeros blancos pero también apunta a la constante amenaza que supone la presencia negra. En un país en el que más del 80% de las tierras estaba en manos de la minoría blanca (que sólo representaba el 20% de la población), el pavor y la desconfianza son los elementos que reinan en la vida diaria de los campesinos.
Llama especialmente la atención el contraste entre el desprecio de los blancos hacia el negro (al que se considera como un ser inferior) y la necesidad de una mano de obra negra para trabajar en los cultivos y en las minas. Sin esta masa laboral eficaz y voluminosa, nada funcionaría en Sudáfrica. Esta situación nos remite a los peores años de la esclavitud en las plantaciones del Caribe y América pero aquí con el agravante de ser en el propio territorio africano. La presencia europea de los Boers e ingleses se describe con un utilitarismo desconsolador, un sentimiento de codicia extrema basado en creencias tan reprensibles como las de los nazis y que ignora las corrientes filosóficas y humanistas que florecen en los países europeos. Con este decorado triste y vergonzoso que describe Doris Lessing, entendemos cómo la paranoia de los blancos y el miedo a un conflicto civil han ido creciendo con los años y han sido plasmados a posteriori en la narrativa.
El sistema basado en el odio (Apartheid) ha marcado para siempre la historia de Sudáfrica y ha generado algunos de los escritos más profundos de los últimos años. La literatura de los grandes nobeles sudafricanos ha recogido el distanciamiento muy notable entre dos poblaciones, ha plasmado los temores y las ansias de poder de los blancos y la resignación de los africanos. Ahora, casi veinte años después del fin del régimen supremacista, ambas poblaciones comparten la misma bandera y el mismo himno. Dado el recorrido de los últimos años y el odio sembrado, sorprende ver una reconciliación tan satisfactoria, la estabilidad de la nación sudafricana y la ausencia de conflicto civil. Otros países vecinos como Zimbabwe se han desmarcado del camino sudafricano y han caído en la otra vertiente del odio, en los rencores interminables y en las venganzas. Por eso podemos hablar de verdadero milagro sudafricano. Sin duda, muchos problemas quedan por resolver (la violencia es uno de los más preocupantes), pero el logro es innegable.
El esfuerzo y el sacrificio de los grandes luchadores africanos como Mandela o Desmond Tutu han marcado el destino de una nación que, ahora sirve de ejemplo para muchas otras naciones de África y el resto del mundo. Tras salir de uno de los episodios más oscuros de la Humanidad, Suráfrica sigue siendo una fuente de grandes obras para la literatura universal y esperamos que siga así pero por otros motivos porque, de ser considerada como una de las mayores vergüenzas de la Historia, Sudáfrica es ahora una de las mayores esperanzas.