La irresistible retórica de la selección natural – Carlos Castrodeza
Por Carlos Castrodeza.
Darwin a su manera dio tres pasos epistémicos clave, cada uno revolucionario con respecto al anterior desde nuestra perspectiva actual pero no desde su entorno. Primero, inspirado por el Ensayo sobre el Principio de la Población del reverendo anglicano Thomas Malthus, convirtió una verdad de Perogrullo en un principio evolutivo básico (su amigo del alma, el anatómico Thomas Huxley, comentaba que cómo algo tan simple no se le había ocurrido a él). Segundo, incluyó al hombre en su esquema evolucionista de un modo sumamente inocente. Y tercero, equiparó la cultura humana, aunque no del todo abiertamente y más bien sin darse entera cuenta de lo que estaba haciendo, a la obra de cualquier otro ser vivo, sea una tela de araña o un nido de ave. Lo interesante por supuesto son las consecuencias de esas matizaciones darwinianas que todavía se están desplegando y cuyo último reducto es posiblemente que toda la realidad cambia y se instrumenta por una verdad de Perogrullo, o sea que todo lo que nos rodea, incluidos nosotros mismos, nuestras obras e historia se reducen a la banalidad más absoluta a la hora de un escrutinio ontoepistémico serio aunque sea “como si” no fuera así.
Pensemos pues desde la óptica de Darwin complementada por la de su representante actual más mordaz, el conocido -primero etólogo y luego comunicador científico- Richard Dawkins radicado en Oxford. La idea central es que biológicamente, es decir, desde la perspectiva de la historia natural, la razón de ser de todo ser vivo es permanecer, pero esa permanencia no tiene objeto. Se trata de permanecer por permanecer porque, valga la vacuidad epistémica, en su dimensión tanto gnoseológica como ética, permanece lo que permanece y punto. En cierto sentido clave el argumento se asemeja a la razón heideggeriana cuando el filósofo alemán asegura que no hay razón de ser, simplemente y en todo caso se es y no hay más. El proceso de selección natural estipula la obviedad de que a la larga lo que más dura es lo que mejor mantiene su estructura, de manera que el proceso selectivo es como un filtro por el que sólo pasa lo que con el tiempo va siendo más indestructible dadas las circunstancias. Pero con la importante salvedad de que lo que ayer era indestructible hoy puede que no lo sea y viceversa. O sea que en ningún caso existe una garantía de permanencia futura o, dicho a las claras, de progreso, incluso de una permanencia identitaria (en el caso humano, claro).
En esencia además, las estructuras que son, que existen, para mantenerse en el tiempo tienen que paliar los gastos energéticos que las desestabilizan (lo negentrópico precisa de un mantenimiento constante y aún así). La energía la obtienen de fuera de su propia estructura, por supuesto, aprovechando energías “libres” y fagocitando otras estructuras.
De manera que los seres vivos son en sus extremos, para entendernos, autótrofos o heterótrofos, es decir, mantienen sus estructuras a partir de energías “libres” (la luz del sol, por ejemplo) o fagocitando otras estructuras vivas (aunque éstas estén “muertas”, como es el caso de los carroñeros). O sea que no sólo todos somos alimento de todos, sino que forzosamente nos tenemos que reproducir porque toda estructura tiene una vida media bastante definida (está sujeta a deterioro por desgaste y accidentes), coyuntura que se palia en efecto, en la reproducción, creando así estructuras nuevas modeladas en las anteriores, asegurándose así, la estructura que se considere, una durabilidad relativa aunque sea en diferido.
La estructura que se mantiene relativamente más incólume es el replicador. El replicador es el gen en un sentido restringido o ampliado según los casos (el término es del mencionado Dawkins) y la superestructura o andamiaje que permite este mantenimiento (el cuerpo o soma) es lo que se denomina a los efectos interactor (interacciona con el medio), estructura que, por lo dicho, es siempre provisional. El interactor es la entidad que media entre los replicadores y el medio. Los interactores (el término es del conocido filósofo de la biología David Hull), como se dice, son nuestros cuerpos, o sea nosotros que somos temporales como temporal es el Dasein heideggeriano, y no sabemos más, si es que hay algo más que saber, lo digamos a la Heidegger o a la Darwin, por mucho que ambos pensadores renuncien a la metafísica “de toda la vida” desde cortes ontológicos en apariencia completamente distintos.
En un sentido no restringido, que es el caso más general, el replicador es aquella estructura que mantiene su unidad (identidad) con el paso de las generaciones. Por ejemplo el cromosoma Y que propicia, al menos en general, la masculinidad en los seres humanos y en los mamíferos en general; es un replicador porque al contrario de los demás cromosomas no se recombina con otros cromosomas homólogos (no los hay) y por lo tanto no pierde su identidad a no ser que los genes que lo integran muten. Incluso un gen se puede subdividir en partes separables y que de hecho se separen. Entonces si esas partes separables mantienen su identidad independientemente adquieren la categorización de replicadores. En este caso el gen afectado no sería un replicador porque en el proceso reproductor se disgrega en partes.
El concepto de replicador es más que importante, básico, porque la selección natural actúa en todo caso sobre lo que no varía, sobre lo que mantiene su identidad sin la disgregación de ésta al menos durante un tiempo. Por ejemplo, un gen que actúa sin disgregar su identidad y muta, como mutante inicia otra identidad que si se mantiene un tiempo le convierte en otro replicador durante ese tiempo.
Claro, los replicadores se forman y se destruyen y la selección natural actúa y deja de actuar según los casos, es decir, según haya invariantes reconocibles o no. Para ser más preciso la selección natural actúa siempre por supuesto, sólo que cuando lo hace sobre invariantes es acumulativa y cuando no es errática. Y en el mejor de los casos es acumulativa hasta cierto punto porque hay limitaciones fisiológicas que le marcan topes, es decir, todo proceso de selección siempre llega a un límite (Plateau es la palabra técnica) no sobrepasable. Asimismo, los invariantes pueden ser más etéreos como unidades anatómico-fisiológico-comportamentales idénticas pero cuya reducción a entidades físico-químicas sea problemática en el sentido de que más que reducirse a las mismas se sobrevengan en estructuras básicas diferentes.
Pero concentrémonos en la idea básica que se desprende de Darwin sobre que el mundo de la vida es un proceso fundamentalmente construido por un proceso de selección natural. Pensemos que, estrictamente hablando, desde el darwinismo más general la división entre lo animado y lo inerte es puramente antropomórfica. Desde la realidad, tanto darwiniana como mecanicista, todo se puede contemplar como ocurrencias a nivel molecular. Hay moléculas más y menos complejas y hay conglomerados de moléculas de distinta índole. El estudio de los seres vivos correspondería al estudio de conglomerados de moléculas autorreplicantes sobre la base de la química de los ácidos nucleicos. Darwin observaba, como todo el mundo lo hace, que los seres vivos participan en una contienda permanente para la obtención de unos recursos que son escasos. Pero entre los seres propiamente inertes puede existir una contienda similar siempre que el mantenimiento y proliferación de unas estructuras se haga a expensas de otras como ciertamente ocurre.
Está más claro que el agua, como se viene diciendo, que si no hay recursos para todos, unos seres sobreviven y otros no. De hecho, Darwin se preguntaba una y otra vez que cómo una teoría que es tan sencilla de entender no calaba entre sus coetáneos (la banalidad de lo que importa es a menudo dura de digerir).
Los que sobreviven no tienen por qué ser necesariamente los mejores luchadores, los más pendencieros o los más astutos. Pueden ser simplemente los más afortunados (están en el momento justo en el lugar oportuno). Lo que ocurre es que la suerte es un evento aleatorio mientras que la aptitud para sobrevivir constituye una fuerza que, a los efectos, siempre está ahí aunque con reservas (se puede haber llegado al tope anatómico-fisológico-comportamental antes aludido, aunque claro hay “muchos” topes). O sea que los más aptos no tienen mala suerte las más de las veces, la suerte se reparte entre unos y otros. A no ser que los más aptos sean “conscientes” de su mejor aptitud, se confíen y arriesguen más, entonces –claro- las posibilidades de mala suerte son cuantiosamente más abundantes que las posibilidades de salir airosos de los trances que se tercien. También puede suceder que los más aptos no sólo es que sean los menos sino que en general todos sean por término medio igualmente aptos de manera que el azar decida quién sobrevive y quien no. La derivación actual de la tesis evolucionista denominada neutralismo se basa en esta tesitura, aunque se justifique molecularmente, y se contrasta con el seleccionismo que se traduce en la interpretación de que es la selección natural la que domina sobre todo evento aleatorio.
Estas consideraciones son especialmente relevantes porque, por ejemplo, en las jerarquizaciones que constatamos en las poblaciones de animales sociales superiores, se estipula que los machos denominados alfa son los que más copulan, los que se alimentan mejor y los que, claro, se defienden e intimidan mejor al contrario, y su descendencia en parte hereda esas características que confieren esa superioridad adaptativa sine die. Pero, igualmente, como se ha indicado hace unas cuantas líneas, una superioridad adaptativa basada en una brutalidad manifiesta que confiere la citada superioridad puede muy bien estar correlacionada, por ejemplo, con una propensión a asumir riesgos que haría que aumentara la mortalidad de esos animales alfa en proporción mayor que aquélla de los machos beta. O bien es posible que la brutalidad de ambos tipos de machos sea la misma pero que los alfa sean simplemente más pendencieros. Ser pendenciero entonces funciona cuando el encuentro es con un macho no pendenciero pero en el encuentro entre dos animales pendencieros ambos pueden resultar igualmente fatalmente heridos. Es decir que en un seguimiento en condiciones naturales de estas características contrapuestas es muy posible que no se le diera la superioridad a nadie. Por ejemplo, las plumas de un pavo real atraen en una medida similar, a los efectos, tanto a las hembras como a los depredadores, por lo que puede resultar que a la larga todos copulen más o menos por igual y se mantenga una variación amplia en la descendencia. En los seres humanos la genialidad suele ir acompañada de esquizofrenias, depresiones bipolares e inestabilidad mental, especialmente a nivel familiar, como ya constatara no sólo Aristóteles, con la terminología de la época, sino que se percibiera asimismo a lo largo de la historia de la Medicina. Mucho más recientemente el conocido médico Henry Maudsley en su contienda con Francis Galton, el famoso primo de Darwin creador de la eugenesia (la “ciencia” de la mejora biológica en humanos), afirmaba, así para entendernos, que a más inteligencia más enfermedad mental en carne propia o en familiares.
En resumen, el más apto puede que sólo sea una idealización que parece lógica pero que no es completa si no se explora el lado oscuro; vamos, lo que es el conjunto del bagaje adaptativo. Al final sólo queda –pues- una retórica interpretativa de lo que pueda ser la selección natural.
Carlos Castrodeza (Tánger, 1945) es profesor emérito de filosofía de la ciencia de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Entre su obra publicada destaca su trilogía Los Caminos Profundos de la Biología (1999-Razón Biológica –que próximamente se reimprimirá en Biblioteca Nueva- , 2007- Nihilismo y Supervivencia, 2009-La Darwinización del Mundo) en que se consideran respectivamente las dimensiones epistémica, ética y política y sus interacciones desde una perspectiva estrictamente naturalista. En la actualidad está completando esa trilogía con una cuarta parte en la que trata de la dimensión estética.
Ah, bien, no, el verso dice, IdeaL es el que perjudica a los niños y perjudicial es que los ayuda. Fin. Fin. FIN. FIN.