Sístole de tristeza
Por Gonzalo Muñoz Barallobre.
Uno no sabe cuánto dolor es capaz de soportar hasta que ha bebido la última gota. Sólo conocemos nuestro límite cuando ya lo hemos sobrepasado. Me refiero a cuando duele el pecho. Cuando nuestra existencia se aprieta contra sí y late nuestro pequeño cuerpo como un nudo de metal y música. La memoria se incendia y sobre el presente se derrama un torrente de rostros, olores, palabras, lugares, nombres y, aunque parezca paradójico, olvidos. Olvidos que nos revelan una ausencia de perfil incandescente, un hueco libre de peso pero no de gravedad, y sentimos cómo en espiral somos arrastrados.
La memoria es algo frágil. Una química inexplicable que permite el sueño y la pesadilla. Sin ella, no somos nosotros, tan sólo un cascarón de sangre, tendones, piel y órganos. Un cascarón que, vacío, se agarra con las uñas de la inercia a una vida que ya no le pertenece. No hace falta tener demasiada mala suerte para ser, en algún momento de nuestra vida, testigos de ese macabro espectáculo. El olvido de sí es uno de los síntomas más comunes de la vejez. Según nos hundimos en ella nos perdemos a nosotros mismos.
La memoria emerge de una química que no termina de comprenderse. Química de la cual depende pero que, de algún modo, supera. Ella no es más que una breve coincidencia entre dos nadas. Un instante efímero en el que la materia se torna lúcida. Y es que, retorcida sobre sí, se mira y se habla, hasta que al fin, y como vino, se termina diluyendo en una vida que ya sólo es el naufragio de un cuerpo.
A lo largo de este viaje, veremos a otros morir sin que apenas recuerden su nombre y los de aquellos que forman su familia. Los veremos irse, pero sólo se irá la carne; ellos, en verdad, llevaran mucho tiempo muertos, diluidos en esa oscuridad que los vio nacer. Seremos testigos de varios hundimientos, hasta que al fin, nosotros mismos nos hundamos. Y detrás de la sangría que mantiene las venas de la vida llenas, únicamente podremos desear que el nuestro sea un hundimiento con estilo. Un salto al vacío en el que la música encuentre una caída digna de ser servida, para que al iluminarla, la haga florecer y crepitar dentro de las entrañas del Ser.
Memoria y olvido. Mellizos que nos completan y nos sellan. Palabra y silencio. Forma y vacío. Unidad intrínseca que nos eleva entre los días. Entre la caída de hojas del calendario. Hasta que llega el momento de irse como se llegó: devolviendo el préstamo que es nuestra vida. El bestiario de un nómada que tendrá el valor, y la ironía, de sonreírse.
Realmente emocionante. Como anillo al dedo del otoño presente, de la ausencia de crédito, de la diástole enfermiza del viento oscuro. Seguimos meciéndonos en péndulos de olvidos memoriables y recuerdos extraviados, que podemos hacer si no? Disfrutar del movimiento, puede ser…, gracias Gonzalo por seguir en el frente!
Querido Teo.
Me alegra saber que te posas en esta columna.
Un saludo.