La Dolce Vita
Por Fernando Marañón.
Anoche soñé que volvía a Manderley…
Anoche volví a ver La Dolce Vita. Lo hice una vez que el salón quedó desierto, el tablero arrinconado y la copa vacía. Al fondo de la casa dormían mis tres mujeres la derrota de una jornada de principio de curso y desde el exterior subían las voces de los inútiles que se reúnen en el parque una y otra vez para fumar, beber y consumir desdichadamente el mejor momento de su vida.
Nino Rota le puso música a mi cita y la belleza y el terror se abrieron camino cuando una escultura de Jesús sobrevoló Roma suspendida en helicóptero, comprobando con los brazos abiertos que todo sigue igual que siempre: los albañiles para barrios burbuja, los niños de arrabal y las despreocupadas chicas en bikini. Marcello, el bello Marcello, con su tupé y sus gafas negras, sólo quería el número de teléfono de la más osada, aunque naturalmente no lo consigue. Marcello no consigue nada de lo que se propone, salvo escribir columnas de cotilleo en periódicos no muy diferentes de los que publica hoy Berlusconi, cazando estrellas y aristócratas por Vía Veneto. Marcello se cree existencialista en un mundo de nihilistas, cuando en esa Roma todas las dulzuras proceden del mismo asco. Marcello podría vivir aquí y ahora, acudiendo a preestrenos, conferencias con catering, estúpidas ruedas de prensa y after hours. Marcello se parece demasiado a lo que somos antes, mientras y después de las crisis los urbanitas occidentales del sector ser-vicios. Donde lo más parecido a la pureza es una niña nostálgica de su pueblo o una sueca sumergida en la falsa Fontana de Trevi de Cinecittá.
Para 1960, cuando La Dolce Vita se convirtió en manifiesto del malestar pequeñoburgués internacional, Fellini había participado en los guiones de Roma citta aperta y Paisà, de Rosellini y rodado La Strada y Las noches de Cabiria. Suficiente para una vida de dulzura auténtica. Aún le quedaban en el tintero 8 y medio, Casanova, Julieta de los espíritus, Amarcord… A cual más grande e italiana. Pero nada como «la Dolce». De secuencia en secuencia, de asombro en asombro, esa Roma entre la decadencia, el extrarradio y la eternidad, llena de vespas, descapotables, cabarets y putas, donde se recibe a una actriz con una pizza y se ofician ceremonias degradadas y degradantes a golpe de foto robada, nos aprieta el corazón sin descanso. Una discusión de pareja puede ser tan desoladora como un desfile de fantasmas, un palacio vacío como una infravivienda, dos niños iluminados por la gracia más fraudulenta como dos hijos asesinados por un intelectual suicida. Y así hasta desembocar en la última playa.
La película río de Fellini, Mastroianni, Aimee y la Ekberg es pura vida, un espejo turbio e inevitable, el verdadero retrato de Dorian, donde se conserva y corrompe la absurda fama que Warhol reduciría pronto a 15 minutos. Y en medio de esa sociedad perdida en sus propios fastos, aquel mismo año, Antonioni firma La Aventura, Godard estrena À bout de souffle, Bergman El manatial de la doncella, Hitchcock Psicosis y Wilder El apartamento. Ninguna retrataba una vida dulce, pero… ¡qué talento!
Voy a dejarlo aquí, se me ha hecho un poco tarde. Me sucede siempre que acabo volviendo a Manderley…