Entrevista a Joel Franz Rosell
“Para que un libro guste a cualquier niño, ese libro ha de ser bueno”
Por Carmen Fernández Etreros.
Escritor, crítico, conversador dinámico, reflexivo Joel Franz Rosell comparte con Culturamas sus opiniones sobre la literatura infantil y sobre el panorama editorial actual. Una oportunidad para conocer al autor de más de veinte novelas infantiles y juveniles como Exploradores en el lago, Mi tesoro te espera en Cuba, Pájaros en la cabeza o Don Agapito el apenado.
P. ¿Cómo nace tu interés por escribir libros para niños?
Si mi primera novelita, comenzada antes de cumplir trece años, me la inspiró una película La guerra de los botones de Yves Robert, los recursos literarios -de aquella, y de las 53 novelas que la siguieron en solo 7 años- provenían de aquellas ediciones, devenidas inalcanzables tras mi deportación a la sección para adultos de la biblioteca. Con 15 años yo comenzaba a leer libros para mayores, pero no los tenía por modelo (no los tengo hasta hoy) a la hora de escribir. Mis hermanos y algún que otro amigo hicieron suyos mis “pininos” (¡qué fea palabra!) literarios. Mi hermana menor me decía: “No tengo nada que leer: escríbeme un libro”. Yo cocinaba mi historia en una semana y ella la devoraba en dos horas. Su veredicto era siempre el mismo: “Estaba muy bueno tu libro. Escríbeme otro”.
P. Cuando eras pequeño, ¿fuiste un niño lector? ¿Qué libros infantiles eran tus preferidos?
R. Mi amor por todo lo impreso comenzó antes de saber leer y de tener libros. Cuando en 1959 mi familia se mudó a la capital provincial, mi hermano y yo poseíamos una abultada colección de comics norteamericanos que no cabían en nuestra nueva casa. Se quedaron en el cuarto de trastos, entre un robusto mango y el molino de viento que sacaba el agua del pozo. Nunca se cumplió la vaga promesa paterna de recuperar aquellos tebeos más tarde; la flamante revolución encabezada por Fidel Castro decretó que Donald, Mickey, El pájaro loco, la Pequeña Lulú y compañía eran peligrosos enemigos del pueblo cubano… Pienso que en aquella privación está el origen remoto de mi amor a la lectura, los libros y la literatura. A lo largo de toda mi vida he perdido muchos libros, pero antes de cumplir cinco años debo haber comprendido que los únicos que no podrían quitarme nunca serían los que escribiese yo mismo.
Debo haber comenzado a leer literatura en una modesta colección del Ministerio de Educación (de Cuba). No me viene a la mente ningún autor, salvo el inevitable, ubicuo, deificado casi, José Martí. Quizás fueran anónimos aquellos libros, pues he reconocido algunas historias en el acervo (¡otra palabra espantosa!) popular. Curiosamente, recuerdo muy bien el papel: era como un delgadísimo fieltro que volvía las ilustraciones brumosas y mágicas. También tuve libros soviéticos y chinos; eran más bonitos que los cubanos, pero cuando no se contenían leyendas y cuentos populares, se empeñaban en trasmitir espesos mensajes ideológicos. Mis primeros auténticos recuerdos de lector remontan a mis 9-10 años, cuando recibí como regalo de cumpleaños un ejemplar de A orillas del Yang-tsé, en la edición de Juventud, que ignoro cómo mis padres consiguieron procurarse. También de esa época recuerdo un cuento -¿checoslovaco, húngaro?- sobre un niño tímido cuyo amigo imaginario era un león rojo. Me encantaría reencontrarme con ese libro y comprobar hasta qué punto le debo mi cuento Javi y los leones.
Pero mis lecturas más fieles e influyentes fueron las novelas de niños detectives de Enid Blyton y Malcolm Saville, “Las Aventuras de Tintín”, La isla misteriosa, Los 500 millones de la Begún y otras novelas de Julio Verne, las series Kasperle, de Josephine Siebe y Mumín, de Tove Jansson, Aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, y varias novelas de los suecos Astrid Lindgren, Ake Holmberg y Edith Unnerstand. También me encantaron tres libros soviéticos que dirán poco a los españoles de mi edad: Timur y su pandilla, de Arkadi Gaidar, El viejo Jottábich, de Lazar Laguin, y Los tres gordinflones, de Iuri Olesha. El único libro infantil cubano que me marcó la infancia es Aventuras de Guille, de Dora Alonso. Descubrí esta novela en el excelente suplemento infantil del periódico Revolución, donde salió en capítulos semanales durante el último trimestre de 1964, y dos años después pude adquirir la edición en libro. Esta fue la única novela infantil cubana hasta 1979 y dejó alguna huella en mi obra. La gran dama de la literatura cubana me ofreció su amistad y un par de buenos consejos que no me he cansado de agradecerle… incluso introduciéndola en mis novelas La tremenda bruja de La Habana Vieja, donde hace una aparición fugaz, con nombre y apellido, y Exploradores en el lago, donde se disimula -apenas- en el personaje de la doctora Doralina Pérez Corcho.
P. Como has vivido en muchos países, ¿qué crees que debe tener un libro infantil para gustar a cualquier niño?
R. No creo que haya ningún libro capaz de gustar a cualquier niño (todos los niños). Si en una misma familia no hay dos hermanos iguales, menos semejanza aún hay entre los diversos niños de un país, aun cuando pertenecen a la misma generación. Lo anterior es una perogrullada, pero no está de más: hay cierta tendencia a olvidar que no existe ese niño promedio al que se dirige el mercado editorial con sus colecciones y demás estrategias uniformizadoras. En realidad es muy difícil encontrar libros que gusten por igual a millones de chicos de los países más diversos… Y no me arredra el ejemplo de Harry Potter pues todo el que ha pensado en el asunto sabe que la calidad cierta de las novelas de Joanna Rowling no basta para explicar su pasmosa globalización.
No habiendo dado cumplida respuesta a la pregunta, vuelvo con una perogrullada todavía mayor: para que un libro guste a cualquier niño, ese libro ha de ser bueno. La trampa está en la definición de lo que es un buen libro: algo relativo y absoluto a la vez. Para un pequeñín que no quiere irse a la cama porque la oscuridad le asusta, un sencillo cuento nocturno puede resultar el soporífero perfecto, pero el verdadero buen texto de tal tema será aquel que quita el miedo a las tinieblas de por vida; un relato que, presumiblemente, no hablará de falta de luz sino de la falla afectiva o de confianza en sí mismo que hace amilanarse a cualquiera ante la imposibilidad de percibir qué le rodea.
En fin que, para mí, buen libro es aquel que no tiene un mensaje sino muchos; aquel que en lugar de satisfacer una necesidad dada en un momento dado, siembra una semilla que germinará toda la vida, liberando sentidos ocultos… incluso sin que el lector, devenido adulto, recuerde ese libro. Y por supuesto (el orden de los factores no indica su importancia): un buen libro no puede serlo si su asunto, por hondo y oportuno que sea, está expresado en forma tosca, insípida o trillada. Nunca deploraré bastante que, cuando se trata de literatura infantil, se hable casi exclusivamente del plano ideo-temático y se olvide que lo que convierte un discurso cualquiera en literatura, es la forma relevante que le damos.
P. ¿Qué importancia tienen para un escritor sus recuerdos, sus experiencias, sus vivencias en otros países?
R. Excepto mi Cuba de origen, ningún país donde he residido es tema o escenario de mis libros. No soy un escritor realista y no transcribo directamente lo que he vivido o visto. Mi proceso de asimilación es tan largo y tortuoso que las situaciones, los personajes y escenarios de mis obras terminan por carecer de referentes identificables. Sin embargo, estoy seguro de que algún día reviviré (reescribiré) los niños que volaban cometas y criaban palomas en el morro vecino a mi terraza en Río de Janeiro, los barcos que se oxidaban en el cieno del Delta del Tigre, el erizo que me salió al paso bajo un puente de Odense y me guió hasta la estatua de Andersen, perdida en la sombra de la catedral de San Canut; el verde espejo de aguas donde nace la “crique” Gabriel, en la Guayana Francesa, o el valle alternativo para dioses del Olimpo que descubrí entre dos cumbres de los Alpes…y cuyas coordenadas a nadie revelaré.
Supongo que lo que más diligentemente aprovecho de mis viajes son detalles sutiles: el simple gesto con que un francés saca la mínima carne de un caracol y se la lleva a la boca, el vértigo de los pies de un “carnavalesco” brasileño bajo las luces del Sambódromo, la plena significación del adjetivo “gutural” en la voz de un danés de 6 pies saliendo de la niebla, la resuelta delicadeza de un oficiante hindú al marcarme el entrecejo con el dedo mojado en azafrán… Son bagatelas que se ajustan como anillo mágico al dedo de un personaje que instantáneamente se torna verídico e impactante para el remoto lector.
Cuando dejé Cuba, yo tenía 34 años pero todavía no había visto sucederse las cuatro estaciones, ignoraba el sabor de los arándanos y que el brezo florece; desconocía el olor de la nieve, el crujido de un parquet de roble bajo mis pasos y la sensación al golpear con los nudillos una puerta de nogal. Todo eso lo había leído, pero eran palabras huecas y ajenas que la vida y los viajes han ido llenando y haciendo mías. También conozco mejor mi propio país desde que me eché a andar: he aprendido a verlo desde la ignorancia, la indiferencia o la fascinación ajena, pero además ha sido a miles de kilómetros de la última frontera patria que descubrí algunas de sus reliquias: un almiquí (pequeño insectívoro casi endémico y al borde de la extinción) que me aguardaba, momificado en el museo de ciencias naturales de Viena, o la obra maestra de la pintura cubana, “La Jungla”, de Wilfredo Lam, que me dio cita en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Alguien comparó a los libros con los icebergs, que disimulan bajo el agua una masa siete veces mayor de la que vemos (o algo así: soy muy malo en física… y nunca he visto un iceberg); de la misma manera, el escritor tiene que vivir mucho que jamás escribirá.
Rodando por el mundo, descubres que tus certezas, costumbres y referencias son exóticas y hasta incomprensibles para otras gentes. Frotarse con otras culturas, con otras experiencias (o con la misma, pero vivida desde otro lado) ayuda a relativizar y hace al escritor más perspicaz, más universal, más durable. Todos mis libros llevan la huella de los viajes que he realizado; incluso cuando yo mismo no sé decir en qué página exactamente. Ejemplificaré con dos libros que no existirían sin mi trashumancia. Mi tesoro te espera en Cuba y La leyenda de taita Osongo son libros donde, aparente paradoja, hablo esencialmente de mi país. Pero mi mirada sobre Cuba y sobre mis raíces no se hubiera afinado, madurado y problematizado hasta dar en esos libros, sin haber vivido antes en Brasil, Dinamarca, Francia, Argentina…
P. Has escribo muchos libros infantiles: Exploradores en el lago, Mi tesoro te espera en Cuba, Pájaros en la cabeza, Don Agapito el apenado… ¿Con cuál de tus libros te sientes más satisfecho?
En 27 años he publicado una veintena de libros, varios de ellos en más de una versión o traducidos a lenguas que comprendo al punto de participar en la traslación o haberla asumido totalmente. Puesto que los editores y yo no discurrimos en la misma dimensión, actualmente me roban el sueño libros que no tienen el menor compromiso de publicación… ¿Cómo escoger entonces los que más me importan? Uno tiende a proteger los libros peor tratados por el público, la crítica o la suerte, cuando no se deja monopolizar por los más recientes.
Tratando de ser objetivo, he de reconocer que Los cuentos del mago y el mago del cuento marca mi verdadera entrada en literatura. Antes de ese libro yo hacía “libros para niños” y no “literatura infantil”. Escribía con parecido rigor, pero sin jugarme el alma, y llegaba menos hondo que en La leyenda de taita Osongo, que es quizás mi libro más comprometido, y menos lejos que en Aventuras de Rosa de los Vientos y Juan Perico de los Palotes, que es seguramente mi libro más original. Por su parte, Mi tesoro te espera en Cuba me permitió redescubrir mi país, incluso cuando me estaba vedado visitarlo. La distancia que aprendí a tomar respecto a mi tierra me permitió escribir Exploradores en el lago, cuya ambigüedad permite a sus lectores identificarse con los personajes al tiempo que descubren un escenario natural -y en cierta medida, social- exótico. También destacaré Pájaros en la cabeza; no solo porque es mi primer libro publicado en cuatro lenguas y el primero que llega a Asia, sino porque creo haber concentrado en él algunas de mis imágenes literarias más expresivas. Don Agapito el apenado y El pájaro libro pertenecen a un tipo de cuento que me interesa mucho, pero que todavía no parece tener amplio público en España: son semi-álbumes, libros ilustrados que no se destinan a niños pequeños y que tienen un mensaje social y hasta un poquito filosófico.
También podría hablar de grandes decepciones: creo que Javi y los leones trata con sutileza digna de mejor recepción el tema de la violencia escolar. Por su parte, Un oficio de centauros y sirenas, mi primer libro de ensayos sobre literatura infantil, parece haber llegado poco a mis colegas escritores y a los especialistas en general. Es que un buen libro no es solo un buen texto; es sobre todo una buena edición (la adecuada puesta en página y la adecuada puesta en circulación). Si escribir es una actividad individual, publicar es actividad colectiva, y el éxito o fracaso de la obra depende no solo del escritor, sino otros muchos factores (vuelvo con las perogrulladas).
P. En Mi tesoro te espera en Cuba rompes a través de la historia de Paloma muchos tópicos sobre la realidad de la isla, ¿qué querías trasmitir a los jóvenes?
P. ¿Qué nos puedes contar de tu último libro La bruja Pelandruja está malucha?
R. Ese cuento lo escribí originalmente en francés, en el marco de un proyecto de colaboración entre escuelas y escritores de París. Los niños me pidieron una historia donde apareciesen una bruja, una niña, un niño, un caballo, un conejo, una tortuga, un gato y un delfín… en solo tres páginas. Eran demasiados personajes para tan poco espacio y se me ocurrió reducirlos a la mitad haciendo que la bruja convirtiera al niño en caballo, a la niña en conejo y al gato en tortuga. El delfín no cambia; lo utilizo como facilitador (según el esquema de Propp) del desenlace, y así evito la reiteración de transformaciones.
Es una historia sencilla, con mucho humor; pero no es un simple divertimento. El cuento habla de las apariencias (casi nadie es allí lo que parece), pero también de la responsabilidad que tenemos sobre nuestros actos y de que, por bien que nos disfracemos, seguimos siendo quienes somos; aunque a veces… (el cuento trae sorpresa). Yo había presentado el texto con algunas ilustraciones, pero la editorial prefirió la propuesta de Irma Grüenholz, a base de figuras de plastilina. Esa técnica trasmite cierta rigidez a los personajes, pero crea un universo cercano a las películas de animación que tanto gustan a los chicos hoy. A ver si un productor se anima…
R. Un primer reto me lo lancé yo mismo en 2006, cuando decidí ilustrar la traducción al euskera de La lechuza me contó… Por entonces había tenido un par de decepciones con las ilustraciones de mis libros y decidí volver a los pinceles (mi primera publicación, a los 19 años, no fue un cuento, sino un dibujo). Desde entonces he ilustrado La canción del castillo de arena y poco más (en el País Vasco y en Francia). Soy un ilustrador inexperto y autodidacta y supongo que los ilustradores de vanguardia deben ver con horror mis garabatos (no me defenderé con el estertor suicida “pero a los chicos les gustan…”)
Un segundo reto, mucho más difícil, es el de comprender a dónde quieren ir las editoriales. Desde hace unos años, la industria del libro va saliendo de la fase comercial para entrar en la fase financiera. Sin entrar en detalles (es tema para debate largo) diré que los grandes grupos, resultantes de la concentración editorial internacional, están tratando nuestras obras no como propuestas estéticas, sino como meros productos especulativos. De manera que una obra que el editor ha colmado de elogios, sale de catálogo porque su equipo comercial la considera poco rentable; una rentabilidad que nada tiene que ver con cubrir los costos y generar razonable ganancia, sino con satisfacer las expectativas ¿irracionales? de los invisibles accionistas (que a lo peor ni saben que su dinero ha sido invertido en la industria del libro). Los editores propiamente dichos (esos imprescindibles parteros de la literatura), han perdido el poder frente a los responsables comerciales (esos ¿indispensables? gestores de ventas).
El reto consiste en seguir ocupándome de lo mío: escribir con ambición estética y respeto por los chicos, por la literatura y por mí mismo pese al mensaje subliminal de las liquidaciones de derechos de autor y las notificaciones de descatalogación: “niño, olvídate de las musas y ponte a fabricar”. La ilusión queda depositada en las editoriales que todavía no han sido englobadas y en las pequeñas editoriales independientes, donde el editor aún responde a las reglas del arte, y de la pasión por crear libros escritos e ilustrados por gente que él respeta para esas pequeñas gentes que los tres: escritor, ilustrador y editor, respetan. Confío en seguir siendo, pese a las nuevas tecnologías de la comunicación, pero sobre todo pese a las nuevas ténicas del mercado, un creador de literatura y no un fabricante de libros.
Mo me ayudo en nada