ColumnistasMás culturaÚltimos cigarrillos

En Egipto

Por Hilario J. Rodríguez.

Mis amigos me dijeron, más o menos, que estaba loco cuando les expliqué que este año me llevaba a Samuel, mi hijo, a Egipto. Él seguramente les habría dado la razón. Estos últimos años, si hablábamos sobre el tema, él siempre me recordaba la matanza de Luxor; de poco habría servido asegurarle que allí el tema del fundamentalismo lo tienen bajo control, porque no tengo idea al respecto y porque mi hijo apenas se fía de mí, en general. Por suerte, Eva, mi ex mujer, me apoyó desde el principio, quizás para verme de una vez tomando las decisiones que toman otros padres, sin tener demasiado en cuenta lo que digan sus hijos. Además, mi madre ya no es la misma mujer a quien años atrás le podía dejar mi hijo durante el mes de julio, para que se divirtiese con los hijos de mis hermanos. Y tampoco yo –espero− soy el padre incapaz de entretener a un niño, como si no me quedara una pizca de imaginación en el cerebro.

Sabía que a Samuel no le preocupaba el calor  y menos aún los atentados terroristas, ni siquiera le daba excesiva importancia a mi miedo a volar y las historias de catástrofes aéreas que le he contado en muchas ocasiones. Veía con malos ojos todo aquello porque hace tres años, justo antes de separarnos Eva y yo, tuvimos que cancelar un viaje a Egipto.

Unos días antes de volar, mientras deambulábamos por Madrid en busca la tercera temporada de Perdidos, Samuel y yo nos hicimos una fotografía delante de un cartel con las pirámides de Keops, Kefren y Micerinos. A él le salió cara de «¡Vale, tío!», pero yo no me desanimé.

Tardamos cinco horas en llegar de Barcelona a Luxor, en un Boeing 747 de la compañía Egyptair que daba la sensación de haber hecho el trayecto miles de veces. Casi era medianoche cuando llegamos al barco, donde nos esperaba una cena mustia y fría, y a las cuatro querían despertarnos para ir al templo de Abu Simbel, o sea que dejé dicho que me despertasen a mí y que a Samuel lo dejaran dormir hasta mi regreso, esperando una buena reacción por su parte, una sonrisa me habría bastado. Él, sin embargo, se limitó a decirme que al día siguiente no sabría qué hacer mientras se quedaba solo.

Mi madre habría preferido que hubiésemos ido con ella y con los hijos de mis hermanos. Cuando le conté nuestros planes (y ella me corrigió diciendo «Tus planes»), quiso saber si deseaba torturar a Samuel o si de verdad tenía algún motivo para llevarlo tan lejos.

Se supone que los padres le enseñan a sus hijos cuanto han aprendido a lo largo de sus vidas, y yo –acaso de forma irresponsable− me había lanzado a hacer un absurdo viaje con el mío, para ver si éramos capaces de aprender algo juntos, al mismo tiempo y en el mismo lugar.

Resumiendo: las excursiones durante el crucero siempre comenzaban tempranísimo, la comida era muy picante o muy dulce, en la piscina no cubría por encima de las rodillas (y Samuel la llamaba «la alberquita»), y algunos compañeros de viaje nos resultaron unos pesados, ellas porque no dejaban de alabar a mi hijo (con lo picajoso que es él, que odia que lo traten como a un osito de peluche) y ellos porque sólo mantenían conversaciones sobre mujeres, en las que yo participaba con excesiva alegría.

Después de cuatro días surcando las aguas del Nilo, nos llevaron a El Cairo, una ciudad de más de veinte millones de habitantes, según nos contó el guía camino de nuestro hotel. A la mañana siguiente nos ofrecieron varios recorridos facultativos con otros turistas españoles, y preferimos declinar la oferta para comenzar así el verdadero viaje que habíamos ido a hacer.

Al regresar, bastante de noche, el recepcionista tardó en abrirnos la puerta. Llamamos varias veces al timbre, hasta que lo vimos observándonos desde una ventana. Era el mismo hombre mayor a quien le habíamos dado la llave por la mañana.

−Lo consiguieron –nos dijo con su inglés polvoriento, no sé si con ironía o admiración.

Estábamos tan cansados que nos fuimos a la cama sin desearle las buenas noches. Samuel se durmió enseguida, yo tardé. Cogí el mando a distancia y me puse a ver los canales de televisión, con el sonido muy bajito. En uno ponían El silencio de los corderos, que estaba bastante avanzada. Clarice Sterling ya había conocido al doctor Lecter, y a mí el resto no me gustaba tanto como cuando se ven por primera vez, porque es entonces cuando entre ellos sucede algo interesante y misterioso, luego hay demasiados crímenes y demasiadas explicaciones.

Está claro que las primeras veces son las más difíciles de contar, también en Egipto.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *