Ochomiles
Parece que el verano se ha convertido en la época del año en la que los lectores se hacen cargo de las asignaturas (mamotretos) pendientes, como si algún examinador hipotético fuese a ponernos a prueba en septiembre. Yo, he reconocerlo, soy uno de ellos. Da pudor y casi prurito de pecado –mortal, en algunos casos- hablar de obras que todavía no se han leído. Confieso que he dedicado parte de mis vacaciones a la lectura de La broma infinita (David Foster Wallace) y El cuaderno dorado (Doris Lessing). Mea culpa. Castigo justo para los que no realizamos las tareas a su debido tiempo.
Echando una cuenta rápida me salen un total de casi dos mil páginas. Fiel a mi costumbre, he simultaneado la lectura de ambas novelas. La lectura alternada ha hecho que los textos se hayan entremezclado dentro de mi cabeza, una laboratorio, tengo que decirlo, más que proclive a encontrar resonancias.
Nada tiene que ver en principio la escritura de Lessing y la de Foster Wallace, dejando a un lado la elefantiasis de sus obras. Muy distante queda el fino análisis psicológico y femenino (no confundir con feminista) de la autora inglesa con la pirotecnia narratológica y la incontinencia digresiva del norteamericano. Eppur…
Tanto los personajes de La broma infinita como los de El cuaderno dorado son seres singulares, cercanos a la locura o al friquismo más desnortado. Los contextos son bien distintos. En el primer caso los personajes se desenvuelven en un mundo de capitalismo rampante y vagamente futurista donde los años son nombrados a través de epónimos de objetos de consumo. En el segundo es el ocaso del comunismo el caldo de cultivo en el que pululan hombres y mujeres condenados a una infelicidad casi ontológica. En ambos el psicoanálisis forma parte de la trama, algo que da muestras de que la terapia está por encima de las ideologías y de que la secuela freudiana ha devenido mito contemporáneo mal que les pese a los conductistas. En los dos narradores puede intuirse asimismo algo patológico, algo que tiene que ver con la minuciosidad de observación y, su consecuencia, un despliegue verbal condigno que roza la neurosis. Si Lessing convierte a su personaje principal (narradora, a su vez) en una lente de aumento para descifrar las emociones de las docenas de personajes que pueblan su novela, Wallace nos coloca ante unos personajes carentes de profundidad emocional, que sólo se muestran a través de sus acciones y sus disparatados diálogos. En el universo de Wallace los objetos y las personas forman parte de una misma naturaleza muerta cuyas leyes y motivaciones parecen siempre inaccesibles al lector. Ambas novelas están marcadas por el estigma de lo fragmentario. El cuaderno dorado está constituido a su vez por varios cuadernos, algunos de ellos consistentes en la anotación de meros recortes de prensa. La fragmentación en Wallace no viene dada tanto por la dispersión narrativa sino por el propio mundo en el que se desenvuelven los personajes. Et alii.
En resumidas cuentas, después de todo tengo la impresión de haberme enfrentado a una única y descomunal novela de dos mil páginas firmada por David Foster Lessing o Doris Wallace, tanto monta.
No hay duda de que los ochomiles son duros, pero merece la pena subir aunque sólo sea para contemplar el paisaje desde las alturas.