Dalí - "Muchacha en la ventana"

Por Carlos Javier González Serrano.

El peculiar desarrollo de este artículo se propondrá analizar, principalmente desde el horizonte que Hume nos ofrece en su ensayo Sobre la inmortalidad del alma y su obra Diálogos sobre la religión natural, aquellas características que a Dios se atribuyen bajo capa de “científicas”. ¿Posee Dios una suerte de ciencia? Por otro lado, ¿supone nuestra perspectiva humana un promontorio privilegiado desde el que encaramarse al análisis de lo divino, o somos por contra los únicos seres condenados a pensar aquello de lo que no podemos tener ciencia?
Desde un punto de vista naturalista-biologista habremos de acercarnos, siquiera mínimamente -para validarlo o desecharlo- al aserto de uno de los protagonistas de Th. Mann en La montaña mágica, el cual afirma que «es verdadero lo que es beneficioso para el hombre. En el hombre está comprendida la naturaleza entera, sólo él fue creado auténticamente en toda la naturaleza, y toda la naturaleza fue creada sólo para él. El hombre es la medida de todas las cosas y su felicidad es el criterio de la verdad». Será ésta, la obsesión “teoantropológica”, la que suma al hombre en un tormento de reflexiones acerca de Dios, de su ciencia, del designio por el que nos ha creado, y con qué propósito. Así, este pequeño escrito se ceñirá a plantear mínimamente la cuestión: ¿tienen algo en común las inquietudes religiosas y las científicas? Mi intención es proponer como nexo entre religión y ciencia a Dios mismo, y cuestionar si algo así como una “teología científica” puede tener cabida (empresa, ya se ve, harto ambiciosa); sin embargo, «excepto el hombre, ningún ser se asombra de su propia existencia, sino que todos la dan por sentada de suyo sin reparar en ella», por lo que pondremos de manifiesto la necesidad metafísica del hombre a la que Schopenhauer se refiere en su gran obra (El mundo como voluntad y representación, Vol. II., Cap. 17). Así las cosas, se trata de cuestionarnos la necesidad de un Dios o de una Teodicea más o menos sistemática que se sitúe como perspectiva desde la cual la ciencia pueda lanzarse propiamente a conocer sin amenazas que la coarten: «una filosofía dada no tiene otra medida de su estimación que la de la verdad. Por lo demás, la filosofía es esencialmente mundología: su problema es el mundo; ha de vérselas con éste y dejar en paz a los dioses, pero esperando a cambio que también los dioses le dejen en paz a ella» (Schopenhauer, ibid).
Supongamos, a modo de hipótesis, la existencia efectiva de tal Dios, e interroguémonos de la mano de Hume: «¿deberían estos intereses [los humanos], de tan corto alcance y tan superficiales, ser protegidos mediante castigos eternos e infinitos?»; ¿sería preciso argüir razones -en este contexto- que ayuden a acercar la ciencia a la religión o viceversa?, ¿o más bien ambos posicionamientos emergen y recaban de un mismo origen y destino, respectivamente?
Si bien en una línea leibniziana observamos cuán maravillosamente está confeccionada la naturaleza, y con qué tesón y constancia los efectos se siguen rigurosamente de sus correspondientes causas, encontramos empero un desajuste profundo cuando el científico, avalado por certeras técnicas, da con universos dentro de universos, es decir, cuando se logra, por ejemplo, llegar más allá de las gotas de agua, y más allá, a los átomos, y más allá, a los quarks, y así sucesivamente hasta arribar a la unidad mínima de la naturaleza. En este camino hacia el principio, el científico posee una característica común con el teólogo, o si se quiere, con aquella persona que intenta llegar al fondo del misterio del mundo a través de su creencia en el designio divino; en aquel camino, decía, el científico y el teólogo albergan una nota común: llegar a la verdad de lo que se esconde, de lo oculto (retomamos el juego etimológico que nos ofrecen las palabras griegas lethe y aletheia). Y no hace falta aquí perderse en argumentaciones retóricas ni hacer gala de enrevesados discursos que a nada llevan: no hablo sólo de la verdad en términos griegos (aletheia), sino de la verdad necesaria, casi pragmática, de la que el hombre se ve necesitado para llevar a cabo cualquier suerte de investigación ulterior. Es decir, el punto de apoyo en el que religión y ciencia sitúan su basamento ha de constituirse como cierta certeza, siquiera probable –nótese la paradoja-, de lo que en el futuro pudiera encontrarse. En esta línea, Hume afirma: «todo efecto implica una causa, y ésta requiere, a su vez, otra, hasta que llegamos así a la primera causa de todas, que es Dios. Toda cosa que acontece ha sido ordenada por Él…».
Por último, me parece interesante recordar ahora la idea de paradigma de Kuhn. Si bien la religión y la ciencia investigan acerca del apoyo mencionado en su búsqueda de la verdad propiamente dicha, no podemos dejar de afirmar que los escalones que a ella conducen no logran sino enterrar –para en la mayoría de los casos más tarde desenterrar- ciertas secuelas o capítulos de la ciencia y la teología que han servido indudablemente como guías, y que en su momento se tuvieron por realmente válidos y verdaderos (recuerdo, ahora, las teorías de Gall en Psicología, o los diferentes sistemas cosmológicos que desde tiempos inmemoriales se han planteado hasta llegar a confirmar el heliocentrismo); ahora bien, tales paradigmas o períodos estables de ciencia nos sirven -al menos al hombre contemporáneo, rodeado de máquinas que solventan incluso mejor que él las tareas cotidianas a las que ha de enfrentarse- para crear falsas esperanzas de progreso y éxito seguros.
Tal vez la tranquilidad de la que parece disponer la ciencia sea la que facilite, en efecto, su avance, y que tal sosiego haya de responder a una suerte de Dios; Dios que se encumbra como horizonte constituyente de toda empresa humana: «Es cierto que tanto el miedo como la esperanza forman parte de la religión […]. Pero cuando un hombre goza de bienestar se siente inclinado a los negocios, o al trato con los amigos, o a cualquier tipo de diversión; y naturalmente se entrega a ellos sin pensar en la religión. Cuando la melancolía y la depresión lo invaden, no puede hacer más que cavilar sobre los terrores del mundo…» (Diálogos sobre la religión natural, Hume). Así y quizás, ciencia y religión, de la mano, no busquen sino un progreso que tenga por único fin el apaciguamiento de lo humano como condición.

Mucho se ha hablado estos días sobre las últimas declaraciones de Hawking al respecto de la relación entre el origen del Universo y la existencia de Dios. Sólo un breve apunte al respecto. Como ya menciona Kant en el “Prólogo a la Primera Edición” de la Crítica de la razón pura, «la razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede responder por sobrepasar todas las facultades» (A VII). Es este “sobrepasar” el que empuja al hombre a preguntarse por los límites de su conocimiento, y el que, en este contexto, no permitirá que nuestra razón quede sosegada aun cuando la biología  o la física vengan en socorro de la metafísica. Tales disciplinas no se ocupan de lo mismo -ni siquiera emplean las mismas herramientas-, y así, el hecho de que el tiempo pase y haga que las cosas se nos conviertan en nada entre las manos, nos sume -nos sumió, y nos sumirá- en una necesidad, en un hambre de metafísica (digamos ahora, un hambre de desentrañar la causa primera del universo, y por tanto, el origen de la cadena causal), que no cesará por la propia constitución del hombre.

Así, no hay tensión entre el mundo de la creencia (de la fe, y en concreto, de la fe racional) y la ciencia. Más bien se da un conflicto -mas siempre latente (e irresoluble), en tanto que nos es imposible determinar qué principio antecede a otro, y así hasta quién sabe si el infinito- entre lo que la ciencia conoce, y lo que la ciencia pretende conocer mediante el despliegue de las leyes físicas.