«Desde la casa sin ventanas», de Antonia Bocero
Antonia Bocero nació en Córdoba (España). Como poeta tiene publicados los libros Camino a Sérifos -obra que conforma los poemarios “El Cubil de los Sueños” y “Las Locuras tienen Cien Días” (IEA, 1999)- y Ángel de Guerra (Editorial Vitruvio, 2010). Ha dado a conocer su poesía a través de recitales, revistas especializadas, y alguna antología.
En relación al arte ha participado en los libros La Crítica en la pintura de Miguel Cantón Checa (Ayto. de Roquetas de Mar, 2003), Vanguardias almerienses SS. XIX-XX (Junta de Andalucía y Ayto. de Roquetas de Mar, 2009) y Migraciones. Trenzando palabras (Universidad de Almería, 2009). Ha publicado artículos sobre arte en la Revista de divulgación científica Axarquía (años 2007 y 2009), y en el libro ALBIAC 2006 (Junta de Andalucía). Además, es autora del libro Creación y trayectoria del Grupo indaliano (Arráez Editores 2009).
Como narradora podemos señalar los textos publicados en La Voz de Almería: “Morayma. Carta desde el Mirador de la Esperanza”, “Una pelota diferente” (2002), “Cuaderno de Viaje”, serie de 22 artículos (2003) y “Cádiz, ciudad con historia” (2008). Por último, ha escrito en los diarios IDEAL, La Crónica, Diario Andalucía, y otros. Continúa su labor como crítica de arte y de opinión en el diario La Voz de Almería.
Os dejamos uno de sus poemas más bellos, «Desde la casa sin ventanas»:
«De pronto, hice una pausa y dije:
-Qué importa que los sueños sean pájaros sin alas
si destejen el vacío, si elevan a superficie
el barco ciego anclado en la niebla.
Pájaros sin alas por cubrir de plumas la rota pared,
golpeada una y otra vez
con el cuerpo desnudo de los sueños muertos.
Ellos caminan sin necesidad de materia;
son escudo protector en el bosque si te pierdes;
son cortinajes biombo, luz sensual rococó,
son caricia de lejanía próxima:
son Orfeo en busca de Eurídice.
Los pájaros sin alas, se te hacen crónicos y pueden morder.
Un día, desde el alféizar de la casa sin ventanas,
me dejaron ver a bellísimos actores de Hollywood;
allí mismo los consumí y fosilicé,
y el miedo púber se me hizo delirio amado.
Luego, a los sueños, les dio por buscar la risa,
la risa del niño que llevamos dentro,
el sol en el alféizar de la casa sin ventanas.
Pero un misterio no lírico apagó aquel resplandor.
Desde entonces al arco de unos ojos le crecieron crines
y se fueron a vivir, cual espías silenciosos,
al cubil de un termitero.
Más tarde se me adentraron en el Hades
y allí fueron buscadores y aventureros
y encontraron tesoros: los ojos tesoro del padre muerto;
encontraron la fascinación en quebrantar los valores código.
Después
me llevaron hasta las cataratas del Niágara,
donde pude, lo recuerdo muy bien,
gritar lo que habíamos descubierto:
el asombro de ver cómo la luna sonreía
al ser bañada por sangre de toro.
Y ya, en plena madurez,
se me fueron tan lejos, tan de la mano, que hoy,
aunque acaricio aquellos labios remotos
buscando las sílabas de un nombre al menos,
son regiones que ya no encuentro.
Los pájaros sin alas, descarnados en polvo,
en las madrugadas más frías, me llevan hasta un lago;
allí se detienen y me golpean al silencio,
mas ningún latir oigo.
¡Sólo mis ojos, en celibato a lo orfebre,
aún pueden ver un bello y frío palacio
caminar hacia un templo de cristales rotos!
Hoy, las compasivas criaturas, fatigadas
y ya sin una sola pluma, aún me hacen compañía
y, desde el alféizar de la casa sin ventanas,
sonríen y les respondo lo mismo: un vuelo de engaños,
de engaños, sí,
porque sabemos que todo tiene un valor,
y un aleteo, sin una sola pluma, no es nada;
y no es nada porque ya no hay tiempo,
porque se fue la luz que nos proyectaba las imágenes,
porque la carne, la que podía absorber orquídeas lila,
se calcinó, pereció abrazada
al crepúsculo de los sueños muertos».
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