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«La espera», de María Reznik

Os presentamos la novela de María Reznik, La espera (2010). María nos explica que la «historia comienza un atardecer de sábado. La joven Sara, nerviosa y acicalada como nunca antes ha estado, se dirige a la estación de tren para encontrarse con Yoshiro, de quien está perdidamente enamorada. Tan ilusionada y rebosante de planes va, que olvida que los acontecimientos reales rara vez responden al boceto previamente trazado en nuestra mente. Su espera en la estación se alarga y allí conoce a Vida, una anciana que aguarda la llegada de su hermana en el mismo tren que ha tomado Yoshiro. Así es como empieza todo. Ahora bien, que mis palabras no os lleven a engaño. Quizá no sea así como ocurre en verdad. Puede que alguna de estas dos mujeres en realidad no exista. Que la joven sea tan sólo un recuerdo de la anciana; la anciana, un presagio de la joven. Existe la posibilidad de que Yoshiro no sea más que una ilusión fabricada por la mente enamoradiza de Sara, o de que finalmente resulte no ser el amor de su vida. Podría ser que él no se presente a la cita o que, en el mejor de los casos, llegue tarde. Incluso es probable que el tiempo se haya detenido y todo sea solamente un sueño. Soy yo quien sueña los muros de la estación y la estatua de los amantes, la que pone sus ladrillos y la que talla su beso, ese que nunca llegan a darse. Esta historia comienza un atardecer de sábado, y después, la noche se vuelve un rompecabezas. Mas estad tranquilos, de lo que sí tengo total certeza es de que todas las piezas encajan. Igual que se encajan los golpes por el camino, igual que para todos con el tiempo va tomando forma la misma extraña revelación: la vida es la espera».

A continuación os dejamos el primer capítulo de La espera. Si deseas saber más sobre la autora, e incluso leer otra de sus obras íntegramente (El avión de juguete, con la que se dio a conocer por primera vez en Internet), puedes entrar en su web. Merece la pena.

«MENSAJE DE TEXTO 19:17
Mi tren ha salido con media hora de retraso por las obras. Llego a las 20:42.
RESPUESTA 19:19
No hay problema, espero. Un beso.

Inicialmente estaba previsto que el tren que transporta al causante de esta feroz desbandada de mariposas en mi estómago llegara a su destino a las ocho y doce minutos. Debe pensar que todavía estoy en casa, a medio vestir. Es lógico que aún no me conozca lo suficiente para saber que, casi una hora antes de lo acordado, ya estoy en la calle, completamente acicalada y paseando en dirección a nuestro punto de encuentro. Cosas de chicas.
Sin duda alguna, hago esto porque ansío formar parte del momento en que las luces del día se disuelven, moribundas, sobre la bóveda acristalada de la vieja estación de tren. Es así como he pasado cada una de las tardes de estos últimos tres meses, recorriendo este mismo trayecto y haciendo lo imposible para que el borde del ocaso me encuentre a las puertas de ese templo de vigilia permanente. Mi anticipación se debe, ciertamente, al anhelo de presenciar cómo se deja caer la noche, lánguida y triste, sobre los muros de la terminal dos. Sobre sus intranquilos viajeros. Sobre mi ensueño.
Pero, por ser el día que es hoy, existen además razones añadidas. Debo disponer de tiempo de sobra para caminar despacio, dominando el corazón, de manera que sus latidos no logren hacer que se desboque. Necesito conservar toda la fragancia de las gotas de perfume impregnadas en la piel de mi escote, mi cuello y mis muñecas. Preciso llegar con el maquillaje impecable y la ilusión intacta. Quiero vivir con total intensidad cada fracción de segundo del tiempo que le traerá hasta aquí porque, como todo el mundo sabe, la parte más importante de un gran acontecimiento es la espera.

Con imperturbable paso lento atravieso la multitud de extraños que se apresura a lo largo y ancho de la acera y, de cuando en cuando, la flor que llevo en mi pelo se enreda en la nube de palabras en veinticuatro idiomas diferentes que flota sobre sus cabezas. Esquivo a dos repartidores de periódicos gratuitos con gráciles gestos de indiferencia, para, justo después, alcanzar el tramo en el que corro el riesgo de ser arrastrada por la corriente. Los usuarios que salen de la boca del metro de la plaza Aston lo hacen en masa y con avance férreo, sus rostros prisioneros de una expresión absorta, aturdidos todavía por el embrujo del reino subterráneo. Es el momento de avanzar con más fuerza pero sin perder la serenidad, no debo olvidar que he de controlar mis latidos.
El resto del camino se hace sencillo. No hay persona que te dé una segunda ojeada, de hecho, la gran mayoría ni siquiera te da una primera. Espero a cruzar junto al semáforo, que se vuelve verde enseguida. Las primeras farolas que se encienden empiezan a alumbrar tímidamente la vida sobre el cemento y el asfalto. La calle huele a café caliente y a tarta de vainilla, y un calor inexplicable me recorre por dentro. Ya no muy lejos, tan sólo a unos pocos metros, se erige la longeva estación. Ya la siento. Y siento el ruido de los vagones que ruedan sobre las vías haciendo temblar los adoquines bajo mis pies. Todos dicen que el estruendo que provocan llega a ser perturbador, mas en mí surte un efecto del todo contrario.

Como sin haberlo planeado, igual que si se tratase de otro día cualquiera en el que vengo a vivir el atardecer bajo el techo vidriado, me encuentro ante las puertas de cristal automáticas de uno de los laterales. Pero sí que lo he planeado. Innumerables son las noches que he repasado esta escena en mi mente varias veces antes de dormirme. Me he imaginado dando los pasos necesarios desde el cruce de peatones hasta esta entrada con mi vestido de encaje y mis tacones nuevos. He visualizado cómo se abren las puertas a mi paso, y el modo en que una suave gravedad horizontal tira de mi cuerpo hacia adentro, hacia un universo paralelo. Entonces me sumerjo en un mundo de luz y de viajantes, de rosas rojas, de croissants, chocolate y besos de amor de bienvenida. Tantas horas he visto marchar fantaseando con ello y ahora me hallo aquí, engalanada como jamás antes he estado, envuelta en la cálida luz de la terminal, contemplando un día más a los viajantes que hacen cola para facturar su equipaje y a los que llegan cansados, sólo que hoy lo hago sabiendo que él también va a llegar. Puedo ver los expositores de rosas y oler la bollería recién hecha de las tiendas pâtisserie que guían hasta las puertas de llegadas. Y sobre todo puedo oír más fuerte que nunca el ruido de los vagones que arriban a la estación, poniendo punto y seguido a la perpetuidad de su calma espera.

Habiendo dejado atrás el umbral no me detengo y sigo caminando despacio, sin pensar; conozco de sobra cada recoveco de la terminal. Mi mirada rastrea el espacio confiada en dar pronto con los relojes y los paneles de información, pues tengo la certeza de que el tiempo se detuvo hace rato.
Sin intención alguna de comprar, repaso el escaparate de esa tienda de joyas inasequibles, y hasta me atrevo a devolver la sonrisa a las vendedoras que tras él me enjuician, sabiéndome privilegiada. Y es que en mi interior palpita con fuerza el más valioso bien conocido. Ese que es más codiciado que el oro y más caro que los diamantes. El que es más buscado que el petróleo y, sin embargo, ni desata guerras ni se masacra en su nombre. El que al final de la historia, parece ser el que menos cuenta. Lo he incubado en mi interior durante doce semanas con la esperanza de que en algún momento pudiese dejarlo brotar a través de todos y cada uno de los poros de mi piel. Protegerlo de las inseguridades y las decepciones no ha sido tarea fácil, lograr mantenerlo vivo aquejado de distancia e incertidumbre ha sido toda una hazaña. He llorado creyendo que lo perdía, he tenido que mantenerme firme ante la más inclemente de las desesperanzas. Pero hoy ya nada de eso importa, todo ha valido la pena.

Los segunderos de los relojes me cuentan que el tiempo avanza normalmente, así que admito con cierta desazón que estaba equivocada. Y todos los paneles de información coinciden: la línea cincuenta y cuatro de Blurail sufre un retraso de treinta minutos, y los pasajeros entrarán por la puerta nueve.
Aún queda mucho para que llegue, así que me entretengo consultando horarios e itinerarios al azar en la pantalla táctil aunque hoy no vaya a coger ningún tren, y de ese modo compruebo con satisfacción que tengo correctamente memorizados los datos de casi todas las líneas. Al poco, noto cómo un tenue reflejo de mi cuerpo comienza a dibujarse en el cristal, la noche ya está cayendo. A medida que la bóveda ennegrece, la blanca claridad de las luces artificiales comienza a inundar la terminal, desparramando sombras por doquier. Como no logro ver mis facciones con nitidez en la pantalla, la abandono y me acerco hasta el escaparate de la tienda de libros y revistas. Todo parece estar en orden. Mi maquillaje permanece inmaculado, no obstante, quizá debería ir al lavabo ahora.

Me giro, y nada más hacerlo creo ver su cara en la de otra persona. Mi corazón se salta un latido. Mi cuerpo se estremece como alcanzado por un relámpago durante un segundo y, después, me vence un ligero sentimiento de desencanto, pero pasa al momento, porque mi espera continúa. Todo está por llegar, así que prosigo con mi paseo escaleras arriba hacia los lavabos de la planta alta, en la que descansan los raíles. El último rayo de luz diurna lanza su suspiro postrero sobre el techo acristalado.
Me acerco al pie de la estatua de los amantes, y al volver la vista hacia la hilera de mesas del café junto a las vías me resulta complicado no rescatar la visión de su cara y de sus manos de entre mis recuerdos. La manera en que su fleco llegaba casi a hacerle cosquillas en la nariz, y los preciosos ojos rasgados que asomaban entre los mechones. Aquel aspecto de andar permanentemente con la mente extraviada. Su manía de repasar con el dedo corazón los contados pelos de su despoblado bigote. El mero hecho de estar aquí hace que sea extraordinariamente sencillo recuperar el sonido de su voz en mi cabeza. Viene a mí, continuamente, junto con el murmullo del ajetreo de los pasajeros y el traqueteo de las ruedas de sus maletas de equipaje. Bajo los arcos de la bóveda, respiro y creo que el aire es aquel mismo aire, el que respiramos aquel día.

Se me ocurre que este es un momento puramente perfecto. Lo recordaré por siempre como la hora antes. Antes de la mejor noche de mi vida. El minuto próximo constantemente se demora y yo tiemblo, sintiéndome un tanto estúpida por esas cosas que no debo contarle. Lo mucho que he planificado, lo mucho que he ensayado ante el espejo para controlar cómo se verán mis ojos al sonreírle, mis labios al pronunciar su nombre, mis manos al tocarme el pelo de mil formas distintas, a cuál más provocadora. Y ahora, nada más entrar al lavabo, al topar con esa otra yo que me devuelve una mirada llena de interrogantes, sin darme cuenta vuelvo a hacerlo todo de nuevo. Mi estómago es un manojo de nervios, están a punto de dar las ocho. No quiero estar aquí, si me miro más empezaré a encontrarme fallos. Quiero sentarme, sí, bajaré y me sentaré delante de su puerta de llegada. De ese modo al menos yo ya estaré allí.

Hay un banco de cemento desocupado justo frente a la puerta nueve, me siento en él. Lo normal sería que en este momento tuviese que enfrentarme a ese retraimiento que me invade cada vez que me detengo sola en un lugar atestado de gente. De repente no sé a dónde mirar, mi cuello se inclina hacia delante y me resulta imposible no concentrar toda mi atención en las líneas que dibujan las baldosas del suelo. Qué buena suerte que hoy mi mente se evada a otro lugar con suma facilidad. La gente puede ir y venir, yo solamente pienso en cómo se sentirá el roce de sus manos.
Ya no sé si quiero que el tiempo se detenga o se acelere. Siento miedo y caigo en la trampa de sobreanalizar los detalles. ¿Acaso será atrevido lanzarme a abrazarle cuando aparezca? ¿Me besará sólo en la mejilla al encontrarme y me hundirá en una decepción acerba? ¿Me habré excedido con el vestido y él aparecerá con ropa de deporte? Bordeo peligrosamente el ataque de pánico, pero un rítmico sonido metálico interfiere en mis pensamientos sin haber pedido paso. Hace eco y se oye cada vez más cerca, diría que es el de una muleta.

Dejo de pensar tonterías e inspiro fuerte. Vuelvo la cabeza hacia mi izquierda, de donde proviene el sonido, y entre viajantes de pies ligeros diviso una fatigada anciana de pelo cano y semblante surcado por los años que se aproxima muy lentamente con la vista clavada en el banco. Viste una de esas batas color gris oscuro, medias oscuras y sandalias blancas, y lleva un bolso cruzado de tergal. Sus piernas están muy hinchadas. Hipnotizada por el cadencioso ruido metalizado de su bastón, me quedo embobada mirando cómo la anciana mujer empuja hacia adelante su vida en tinieblas. La luz de los focos baña su ajada frente, puedo distinguir el dulce color gris de sus iris entre la expresión de apuro, y veo con claridad cómo hace gestos de empuje con la boca antes de cada avance. ¿Qué hago? Debería levantarme e ir a ayudarla. Aunque pensándolo mejor, podría tomárselo a mal, como aquella señora a la que cedí mi asiento en el autobús ayer. La verdad es que aparenta ser autosuficiente. Mi cuerpo hace amago de levantarse, mas alguna región de mi cerebro con mayor poder de convicción me insta a quedarme observándola sentada».

Ficha técnica de la obra

Título: La espera
Autora: María Reznik
ISBN: 978-84-614-2421-4
Depósito Legal: SE-4726-2010
Nº de páginas: 166
Año de edición: 2010
Lengua de publicación: Castellano
Tipo de edición: Bolsillo, tapa blanda
Género: Ficción narrativa
Editado por: María Reznik
P.V.P. sin IVA: 10,50 €

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