Madres e hijas
Por Fernando Marañón.
Rodrigo García es un tipo atrayente. Se ha recortado el apellido para no agobiar ni agobiarse y firma con un García sin Márquez. Además, se tomó su tiempo curtiéndose en la televisión y haciéndolo con olfato para participar en las series que han renovado las ficciones americanas, llevándolas a una dimensión nueva de calidad y hondura.
Después se pasó discretamente al cine y consiguió, quién sabe cómo, libertad para trabajar en una industria donde sus propuestas no se estilan mucho. Su objetivo parece ser la búsqueda de la sencillez dramática, mediante historias cotidianas y elegantes. Así le salieron Cosas que diría con sólo mirarla y Nueve vidas, protagonizadas por algunas de las actrices más técnicas de Hollywood. Y en esa línea parece plantearse Madres e hijas, con un arranque prodigioso que dibuja al personaje central en tres planos de un minuto escaso.
Las historias de Annete Bening, que por un desliz adolescente se convierte en una mujer comida por la amargura, y de la hija sin madre encarnada por Naomi Watts (exhibiendo una irresistible coraza de seguridad en sí misma), discurren suavemente por momentos no demasiado vistos ni demasiado originales, contadas en paralelo y apoyadas en personajes masculinos un poco accesorios, pero sensatos y creíbles. Todo ello, muy de agradecer. Pero al director parece que le sabe a poco y añade una tercera madre/hija en el guión, la más convencional, la mujer estéril que quiere adoptar.
Los errores de la película, aunque tolerables, nacen de esa decisión del García guionista. Y a pesar de que Kerry Washington defiende su papel al nivel de las otras dos –y no lo tiene fácil-, la cosa empieza a oler a Iñarritu, que no en balde es productor de la película. Pero ni Iñarritu es García ni García Iñarritu. Y así, el tramo final de la película fluctúa entre la casualidad trágica enervante y el destino dulcemente previsible de la última hija.
García sigue filmando con elegancia, pero ha renunciado a su sencillez.