Nacerás a la vida. A tu vida. A tu piel
Por Gonzalo Muñoz Barallobre.
Nace la ansiedad de lo que no hacemos. Porque lo que no llegamos a hacer tiene como motivo al miedo. Él nos ata a la inacción. Nos paraliza como un veneno letal, para luego devorarnos desde dentro. Y en ese sacrificio somos la hoguera y el fuego. La ansiedad nos avisa. Grita al oído empañado de nuestro espíritu: “hermano, estás herido y te queda poco, debes ajustarte a ti. No huyas. Encara la fuente del miedo y derrótalo. Sólo así, podrás empezar a vivir. Nacerás a la vida. A tu vida. A tu piel”.
El dolor suele escribir nuestra vida, y temerle es una gran torpeza. ¿Cuántas veces, él, nos ha sujetado a ella? Podríamos confesar tantas ocasiones que cualquier hedonismo se quebraría de inmediato. ¿El dolor por el dolor? Nunca. Eso es imposible. El dolor trae consigo a su gemelo invertido: el placer. Y es que basta abrir bien los ojos para entender que nunca se dan por separados. Están íntimamente unidos. Hunden sus raíces en el mismo pulso. Entenderlo es aprender los versos de ese pensador maldito llamado William Blake: Planta rosas, allí donde crecen espinas.
Pero estas palabras, hay que “entenderlas” con las entrañas, y eso, sólo es posible, cuando la vida te ha dolido y te duele. Vivir en la herida. Poner nuestro eje en ella. Esa es la tarea de todo pensador. Darse de sí y obligarse a parir en el horizonte del acontecimiento. En su amanecer.
Escribe Hobbes: «el día en el que yo nací, mi madre parió a mi gemelo: el miedo». Esta confesión me parece muy acertada y, por eso, nuestra búsqueda tiene como sentido, conquistar la fuerza y el valor para cometer un fratricidio. No puedo imaginar un acto más heroico y, por lo tanto, más liberador. Cada día que consumo sólo tiene como sentido ganar la capacidad de llevarlo a cabo. Mi pensamiento no encuentra, por mucho que busque, nada más sublime que sentir cómo las manos de mi voluntad logran asfixiar a ese hermano de sombra negra.
Durante una parte del camino, creí que la clave estaba en perder la esperanza. Eso enseña el filósofo francés Comte-Sponville. Estaba equivocado. La esperanza nunca se puede perder. Ella, siempre está presente: tienen la esperanza de perder la esperanza. Todavía no entiendo cómo un círculo tan evidente me tuvo tanto tiempo atrapado.
La esperanza es el motor del deseo y el deseo debe nacer de la fe, de la fe en nuestra propia muerte. Y es que creer en nuestro final, un final impredecible, es la única manera de poder empezar a vivir. Abrazar nuestra muerte es arrancarnos de los brazos del miedo y, por lo tanto, entregarnos, de una manera gozosa, a nuestra existencia. Una existencia frágil, finita, efímera, volátil y, por eso mismo, real.
Pero las palabras no andan el camino, sólo lo indican. Para lograr lo que proponemos, se necesitan muchos años de trabajo, de esfuerzo, y, ni siquiera, todos seremos capaces de conseguirlo. Hablamos de una fórmula que no es para todos. No somos iguales. Una fórmula que muy pocos espíritus serán capaces de encarnar.
Maravilloso texto. He conectado profundamente con todo lo que en él reflejas.
Me ha gustado especialmente su horizonte de esperanza; de felicidad al fin y al cabo.
Ahora… es momento de interiorizarlo.
Un saludo.
Gracias, Claudia. Te esperamos por aquí.
Saludos.
Como un brandivino, hacia LUgaresSssss, sagradDddoooosSsss, de la Luna, Lunera. En, Sacramento. Fin. FIN. FIN.