Al final de la escapada
El blanco y negro limpio y puro de las imágenes de Jean Luc Godard, su elaboradísima improvisación cámara al hombro, el reportaje enriquecido por la ficción y la ficción enriquecida por el reportaje, el amor cotidiano, el travelling como una cuestión ética, el luminoso rostro de Jean Seberg -jamás volvería a estar tan bella en una pantalla-, las poses a lo Humphrey Bogart de Jean Paul Belmondo, los cortes rápidos e impredecibles a ritmo casi de jazz, los Campos Elíseos, una habitación en el hotel de Suède, la revisitación del cine negro norteamericano, la rebeldía amoral, la traición… Celebramos cincuenta años de la hipnótica y mercurial À bout de souffle, obra maestra y película de culto. Recuerdo la primera vez que la vi, el sentimiento que me produjo: incredulidad. La incredulidad de quien es testigo de una identidad basada en arriesgarlo todo, en ir a donde otros no han ido, en dar lo que nadie será capaz de dar. Durante semanas no pude quitarme de la cabeza el grito de New York Herald Tribune con que Patricia Francini, ese ángel bellísimo, vende sus periódicos; los veintitrés minutos y diecisiete segundos que dura la conversación con Michel Poiccard en el cuartucho del hotel, el ínfimo granuja que huele desde el principio a presa herida, a bestia sacrificada en el ara de la bella -incluso la copié línea a línea-; las imágenes que se sucedían rodadas como quien pela una manzana en una tira ininterrumpida de piel; aquel amor destinado a ser tan efímero como un destello en la superficie del mar, tan trágico como el hambre de un niño. Jean Paul Belmondo ya está muerto antes que empiece la película, pero no lo sabe, no sabe nada, porque únicamente desea tocar a la Seberg, hablar de los dedos de sus pies; anhela la nada antes que no poseerla, una nada que irá a su encuentro mientras se tambalea en su danza final, a trompicones, sin resuello, perdido en una inercia que le hace avanzar por la calle Campagne Premiere alcanzado por una bala que no ha sido disparada por la policía, sino por los labios de su amante. Cuando se derrumba sobre el asfalto sonríe por última vez, a lo Bogart; ella recoge su maniático gesto de recorrerse con la uña del pulgar derecho, lentamente, en horizontal, el labio inferior.
Después ambos entrarán en una categoría del cine sólo reservada para los semidioses: lo intachable, mientras muchos fotogramas antes, el escritor que entrevistan a su llegada a París escucha a los periodistas con una pipa y un punto de ironía: ¿cree en la existencia del alma? Creo en la amabilidad, responde; ¿cuál es su ambición en la vida? Ser inmortal y después morir, contesta.