Palabras en tránsito
Por Ángel Domingo.
Un billete de metro es la entrada a una historia, la de cada pasajero. Entre estaciones, miles de personas comparten algo más que destinos aunque sólo se entrelacen apresuradamente en los rieles. Muchos de ellos inspirarían a más de un autor para que escribiera alguno de los textos que editores, libreros, administraciones y empresas de transporte público vienen colocando, con motivo de la campaña Libros a la calle, en metro, cercanías y buses madrileños desde hace catorce años, tantos como versos tiene un soneto.
Los pasajeros en esta nueva edición de la veterana iniciativa de fomento de la lectura son variados: Santiago Auserón, Francisco Ayala, Miguel Delibes, Juan Farias, Miguel Hernández, Carmen Laforet, Juan Carlos Mestre o Antonio Skármeta. Les acompañan, incitando al acercamiento, las ilustraciones de Pep Monserrat, Raúl Allén, Max, Violeta Lópiz…
En la rutina del vagón, los ojos vagabundean furtivamente por la provisión de titulares del periódico vecino, tratan de colarse en algún escote acalorado, matan el rato adivinando la procedencia del rubicundo turista cargado de maletas o escamotean el encuentro ocasional con la pupila de otro alma en tránsito.
La mirada encuentra refugio en los carteles de Libros a la calle sin tregua para detenerse en la jungla de vistas cansadas, huidizas o ariscas. “Hay demasiados versos en el mundo. Como el canalla que engendra y abandona, echo a andar otro atajo aunque nadie lo exija ni lo espere. Los veo formarse indefensos y salir en busca de alguien que los resguarde (…)”, se lamenta José Emilio Pacheco en el pasaje seleccionado de La edad de las tinieblas.
Desde las tripas de la gran ciudad, las palabras del último Cervantes horadan en la tierra, con las sílabas como uñas, una ventana a las entrañas de los lectores improvisados. En dirección contraria de la misma línea se cruza Benedetti que aclara que “éste no es un testamento de esos que usan como colofón de vida. Es un testamento mucho más sencillo tan sólo para el fin de la jornada…”. Un bancario lo lee, se deshace resignado el nudo de la corbata y llora para sus adentros.
* Ilustración de Violeta Lópiz