La hija de Robert Poste
Por Antonio Ubero.
Título: ‘La hija de Robert Poste’.
Autora: Stella Gibbons.
Traductor: José C. Vales.
Editorial: Impedimenta.
Páginas/Precio: 368 págs. 22,75 €
De las muchas virtudes que atesora ‘La hija de Robert Poste’, la más sobresaliente a mi juicio es su versatilidad, pues lo mismo funciona como una novelita romántica de agradable lectura, fácil de comprender para todos los públicos, que como un compendio del arte de la ironía pleno de facetas cuya intencionalidad se presta a tantas interpretaciones como lectores se decidan a escarbar bajo su superficie. Desde la misma declaración de intenciones que Stella Gibbons expresa en la carta de presentación de su novela enviada a un solemne y severo colega, reproducida en un impagable prefacio cargado de fino sarcasmo, hasta la última escena de esta aventura, la autora proporciona astutamente la prueba de que cualquier ser humano es rehén de la vanidad, sin perjuicio del grupo social o cultural al que pertenezca.
Para lograr ese propósito, Gibbons plantea un argumento que no por recurrente resulta menos efectivo, tal es el choque cultural entre los mundos urbano y rural, representados en este caso por la pizpireta, astuta y persuasiva Flora Poste, y sus hoscos, desconfiados y rutinarios parientes de Cold Comfort Farm (‘granja del flaco favor’, según aclara el traductor del que ya hablaré luego), los Starkkader (o ‘malas víboras’). Tras quedar huérfana y decidida a vivir a costa de su familia, Flora decide aceptar la invitación de los Starkkader (inducida por ella misma) a instalarse en su granja, intrigada por un ‘sucio’ suceso acaecido tiempo atrás en la leñera de ese lugar en el que, al parecer, estuvo implicado su padre. De nada sirven los esfuerzos de sus amigos para persuadirla de que cambie de opinión y Flora traslada su universo de burguesa acomodada y frívola a las profundidades rurales de Sussex, donde la espera un escenario insólito en el que habita un elenco de personajes que la estimularán a imponerse una misión trascendental: establecer el orden, su orden. A partir de ahí se desencadena un aluvión de situaciones que pondrán a prueba las firmes convicciones de unos y otros, y que van de lo jocoso a lo sentimental, pasando por no pocos momentos dramáticos y, en ocasiones, delirantes.
Fuente prolífica de recursos argumentales, la relación entre universos tan cercanos y a la vez alejados se enriquece en ‘La hija de Robert Poste’ con un tratamiento de los personajes tan certero que constituye el alimento esencial de la obra, tanto que sin él correría el riesgo de quedarse en una mera crónica costumbrista tan superficial como pueril. Pero Gibbons conduce con mano firme la evolución de sus criaturas, animándolas con un soplo emocional que dota de verosimilitud a la historia y la pone al servicio de esa crítica acerada del comportamiento humano, y del reflejo sociocultural que sustenta el significado de su esfuerzo literario. Las descripciones de los escenarios y las costumbres contribuyen a reforzar ese armazón analítico y aunque emplea la tercera persona en la narración –sólo recurre a la arriesgada segunda persona cuando disecciona la personalidad de su tía Ada Doom, matriarca de la familia-, jamás toma partido directamente en los juicios de valor dejando a su personaje que dirija la orquesta como si de una extensión de su pluma se tratase. De esa forma, la sátira adquiere formas más cercanas a la tragicomedia de alto contenido literario que a una simple exposición de sarcasmos enlazados por situaciones más o menos grotescas. Y de ahí que ‘La hija de Robert Poste’ se aleje de la comicidad para ingresar por méritos propios en lo que bien podría calificar de humor estético, ese que se nutre de lo sugerido, abjura de lo evidente y concede un toque de distinción a la obra.
Ahora bien, sea porque un servidor no logra entender el humor inglés o porque en el camino de la traducción al castellano se quedan irremediablemente muchos de los matices que identifican a esta obra con ese género, no creo que ‘La hija de Robert Poste’ sea una novela cómica. El traductor aclara al principio las dificultades que encontró a la hora de hallar un significado adecuado a determinados términos que emplea Gibbons en su narración, sobre todo aquellos extraídos del habla coloquial de los personajes rurales, además del doble sentido de muchos de los nombres y comentarios que salpican los diálogos y las reflexiones de la protagonistas. Es de agradecer por tanto que José C. Vales complete su ardua misión con notas a pie de página con las que aclara determinados significados y revela al lector los secretos de muchas referencias a personajes, lugares y hechos, reales o ficticios, contenidos en la narración y necesarios para comprender tanto las actitudes de sus creaciones como la intención de la propia autora.
Intención que bien puede expresar una metáfora de las imposturas de una Inglaterra que se debate entre el enorme peso de la tradición Victoriana y el vigoroso empuje de las nuevas tendencias culturales que se abrían paso en las tres primeras décadas del siglo XX. La indisimulada mordacidad con que Gibbons trata los formalismos sociales y el rigor de las modas contrasta con la comprensión que dispensa a la abierta intromisión de Flora Poste en la inalterable rutina de los Starkkader, con un ímpetu rebelde y casi diría que existencialista, defendiendo la libertad individual para decidir el camino a emprender en la vida rompiendo con las trabas familiares y sociales. Y todo ello con una elegancia narrativa a prueba de todo prejuicio.
Como desprejuiciadas son las travesuras que la autora comete en la narración, que contribuyen a consolidar la enorme broma que resulta ser esta novela y que aun anunciadas convenientemente al inicio de la obra, no dejan de ser chocantes. Gibbons advierte a su colega en la carta que sirve de prefacio que calificará los fragmentos de mayor calidad literaria con una seria de asteriscos y, si bien cumple su propósito, es de agradecer que no proliferen estos pasajes, pues los pocos que hay no hacen más que romper el ritmo aunque al final uno caiga en la cuenta de que eso es precisamente lo que pretende la escritora, para demostrar creo yo que no por trabajada la literatura ha de ser mejor que esa espontánea y directa que domina la mayor parte de la narración.
Y si llamativo resulta ese ejercicio de calificación retórica, más lo es aún el matiz futurista que introduce Gibbons en un par de momentos de la acción, a pesar de que ésta se desarrolle ‘en un futuro inmediato’ tal y como aclara en una nota inicial. Aspecto que le permite fabular con videoteléfonos o con unas guerras anglonicaragüenses en las que combatió uno de los personajes y que se produjeron en 1946; dato que lejos de ayudar al lector a contextualizar la acción, lo complica en un juego de estéticas y ambientes al más puro estilo orwelliano aunque ello no confunda la comprensión de los sucesos pero sí introduzca un elemento de suspense que estimula la expectativa ante posibles situaciones extraordinarias en el transcurso de la narración.
Es fácil visualizar personajes, escenarios y situaciones, lo que permite una lectura fluida y agradable de una novela que contiene muchos de los ingredientes necesarios para la gran literatura, esa que queda en la memoria y, de vez en cuando, llama a una segunda lectura, quizás más serena, analítica y reflexiva que permita desvelar todos los secretos que guarda aún ‘La hija de Robert Poste’.
E incluso dar una oportunidad al cine y ver la adaptación que en 1997 dirigió John Schlesinger con Kate Beckinsale en el papel de Flora, acompañada de actores de la talla de Ian McKellen, Stephen Fry, Rufus Sewell o Eileen Atkins. Un elenco bastante apetecible para poner caras a una historia que por méritos propios ocupa un lugar destacado en la historia de la Literatura.