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Digna y desesperadamente: Los caballos azules, de Ricardo Menéndez Salmón

Por Miguel Ángel Mala.

Si los cuentos se fraguaran al calor de una idea, una sola e irrefutable idea que vertebrase con su leitmotiv de batuta los designios de los personajes, la precisión del estilo, las líneas de la trama, entonces Ricardo Menéndez Salmón habría ejecutado con maestría su labor de cuentista en Los caballos azules.

Este autor polifacético (novelista, cuentista, poeta, incluso dramaturgo y ensayista) publicó su segundo libro de cuentos allá por 2005 con la editorial Trea, que ha sido reeditado en 2009 por Alfabia. Lo que más me impresionó al leer los relatos fue el hecho –no por obvio menos subyugante– de que muchos de ellos parecen haber sido concebidos al calor de una sola e irrefutable idea. Este hecho, que en apariencia resultará bastante común entre los cuentistas, en realidad no lo es tanto.

Por lo general, es cierto que los autores de cuentos supeditan el avance de la trama a un objetivo, pues la economía narrativa constituye el primero de los requisitos de un buen relato corto. Sin embargo, en raras ocasiones este objetivo es un solo destello de lucidez. Esto sucede más bien en textos filosóficos o poéticos, porque en las narraciones se acaban mezclando demasiadas variables para conseguir mantener con pureza el pensamiento brillante que pudo generar la composición. Sin embargo, Menéndez Salmón no sólo lo consigue, sino que centra sobre este intento casi dramático el arte personal de su libro.

Pongamos como ejemplo el primero de los relatos, «Eternidad», en el que una compañía de soldados de la División Azul, comandada por el teniente Baumann, ofrecen conciertos de música clásica para la tropa. Un hecho rayano en lo irreal –la irrupción de los caballos de tiro en el auditorio– le sirve a Salmón para orquestar su particular lírica de la derrota, culminando el relato en una escena de tremenda belleza que no hace sino intensificar la que ya de por sí tiene la idea de los caballos melómanos entre los soldados melómanos, de la animalidad irrumpiendo en uno de los rasgos humanos por antonomasia –la música–, de la belleza que genera el ser humano, a un tiempo creador y destructor, a un tiempo músico y asesino.

Otros ejemplos podrían ser «El padre improbable», basado en la ruina moral de dos hombres que han sido engañados, «Ceremonia», un cortometraje agudo como un cuchillo en el que la verdad se destapa merced a un ritual familiar con el ajedrez o «El caso Abramavicius», en el que la necesidad de ser engañados por nuestros semejantes supone la base sólida de una trama borgiana.

Y son estas ideas, estos destellos de mística existencial, sobre los que se fundan los relatos, al abrigo de una geometría de sonidos, de palabras que ansían ser notas o de notas que se convierten en palabras. Sin duda, esta forma de comprender la literatura se acerca mucho a la concepción romántica del arte, en la que la inspiración, ese elemento intangible que todos hemos sentido correr por nuestras venas en instantes de lucidez paranormal, nos ha conducido como autómatas hacia una hoja de papel o hacia un instrumento musical o hacia un lienzo o hacia el ser amado. Porque en el fondo de toda inspiración radican dos palabras muy manidas pero también muy poderosas, que son la belleza y el amor.

Esta naturaleza postromántica de las composiciones, teñida con ese peso existencial que sabían imponer a sus obras Camus o Kundera, se muestra no sólo en esa obsesión por una idea vertebradora, por una intuición dominante, por un deslumbramiento revelador que hace caer del caballo al artista, sino también por pequeños detalles que para nosotros, los que escribimos, son casi tan importantes como la ascesis de la inspiración.

El primero de estos elementos es el lenguaje barroco, impregnado del candor poco inocente de los modernistas, un vocabulario que a veces roza lo alambicado, lo inaceptable desde el punto de vista de los lectores actuales, pero que genera al mismo tiempo una retórica de lo bello sonoro, de la palabra que se ciñe a su espacio con la exactitud de la piedra tallada de una pirámide.

Uno de mis maestros en el difícil camino de la literatura, Antonio del Rey Briones, definió el lenguaje modernista como «aquél en el que al verano se le llamaba estío». Esta definición tan simple cuadra con ciertas elecciones lingüísticas de Salmón, que –verbigracia– dice «sahumerio» y no «tabaco». Dice «farallón» y no «acantilado» o «cortante». Dice «adarve» en lugar de «muro» o «muralla». Y no se piense que este matiz, esta decisión del autor, responde a una simple vanidad de versificador rubeniano, no, es algo que va más allá de un ornato sin contenido. Es que la forma va unida a la idea como el molde a la escayola. Es que la búsqueda de la belleza impone al explorador un camino tortuoso, es que a veces un buen bisturí sólo acepta como materia un metal noble.

El segundo elemento consiste en la elección de países lejanos o tiempos peculiarmente extraños, por su crueldad o por su misterio. Me refiero a esos lugares en los que cundió la barbarie, sitios en los que el alma humana se volvió dura como el pedernal, en donde la exacción y la tortura fueron monedas corrientes de cambio. Por ejemplo, la Argentina de Videla, la Alemania nazi, la Rusia antes zarista, después soviética. Se trata de un postmodernismo o postromanticismo que ahonda en lo existencial a través de una búsqueda, de una investigación en la que el objeto es el alma humana y el líquido contrastivo es la maldad en estado puro, o el miedo, o el desvanecimiento del yo, o el engaño.

Quisiera aquí mencionar un hecho bastante curioso, y es la extraña similitud que existe entre un cuento de Carver, llamado «Caballos en la niebla» –perteneciente a Tres rosas amarillas–, y «Los caballos azules» que dan título al cuento y a la colección. Existe entre ellos un vínculo, si no premeditado, sí que evidente, aunque cumplan funciones distintas en ambos relatos. En el de Carver, son la aparición de lo insólito en el seno de una pareja rota. En Menéndez Salmón, representan a la muerte, como en Lorca, de un protagonista que se dobla a sí mismo en un prodigio de estrabismo, en una bifurcación cruel que lo encamina finalmente hacia su propia destrucción. Y todos ellos son azules.

La influencia de Borges, Onetti, Kafka o los estructuralistas franceses se muestra en otros dos aspectos, que son la estructura y la abundancia de información que rubrica los cuentos del libro. Casi todos los relatos se cimentan sobre una estructura compleja, que suele ahondar en cambios de perspectiva, en saltos temporales e incluso en el uso de paratextos –»El manuscrito Chiavistelli»– que producen una fuerte sensación de catedral, de arquitectura difícil de abarcar que se entreteje con vocación de laberinto hasta abrumar al lector. Este hecho, sumado a la riqueza en nombres propios, en detalles inverosímiles y en escenarios exóticos, le dotan a la lectura de una propiedad escheriana, de escaleras que suben y bajan al mismo tiempo, de palomas que son campos de trigo o de huevos de cristal que esconden un universo en sus entrañas.

Desde el punto de vista de su actitud ante la obra artística, creo que existen dos tipos de escritores, los inocentes y los conscientes. Borges dijo algo parecido, y según su catálogo, los primeros eran aquellos capaces de plagiar a un autor anterior sin darse cuenta siquiera, mientras que los segundos lo plagiaban con plena consciencia de su acto. De tener que inscribir a Menéndez Salmón en uno de los dos sacos, no me cabría la menor duda de cuál sería.

Terminaré señalando que, en definitiva, el concepto de literatura que emana de este libro tiene mucho que ver con el engaño, con esa necesidad del ser humano de recibir estímulos ficticios y de considerarlos como reales, de «vivir» dos vidas, por así decirlo, una preñada de las servidumbres de lo real y la otra basada en los recónditos e inesperados senderos del arte, de la narración.

Esta certeza se encierra en una sola frase del libro, una sentencia que resume lo anteriormente dicho con la rotundidad de las grandes verdades:

«…el caso Abramavicius puso de manifiesto la estrecha relación existente entre el talento para la farsa y la necesidad que experimentan ciertos hombres de ser engañados por sus semejantes.»

Digna y desesperanzadamente,

de parte de un lector poco inocente para un autor también poco inocente.

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