Juan, Teresa e Ignacio
En ocasiones se olvida –a causa de su adscripción a la doctrina católica-, el enorme valor literario de autores como Juan de la Cruz (1542-1591), Teresa de Jesús (1515-1582) o Ignacio de Loyola (1491-1556). Debido a la gran impronta que tales autores ejercieron sobre escritores posteriores –fueran o no cristianos-, os ofrecemos una selección de alguno de sus textos que, esperamos, sean de vuestro gusto, y que, a la vez, sirvan de homenaje estrictamente literario.
Juan de la Cruz (Editorial de espiritualidad, Obras completas). “Llama de amor viva”.
¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!,
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
rompe la tela deste dulce encuentro.
¡Oh cauterio suave!
¡Oh regalada llaga!
¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,
que a vida eterna sabe
y toda deuda paga!;
matando muerte, en vida la has trocado.
Oh lámparas de fuego,
en cuyos resplandores,
las profundas cavernas del sentido
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores
calor y luz dan junto a su querido!
¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno,
donde secretamente solo moras!
Y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno,
¡cuán delicadamente me enamoras!».
Teresa de Jesús (BAC, Obras completas). Selección de fragmentos de Libro de la Vida.
«Capítulo 1. […] El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía para ser buena. Era mi padre aficionado a leer buenos libros, y ansí los tenía de romance para que leyesen sus hijos, éstos. Con el cuidado que mi madre tenía de hacernos rezar y ponernos en ser devotos de nuestra Señora y de algunos santos, comenzó a despertarme, de edad –a mi parecer- de seis u siete años.
Ayudávame no ver en mis padres favor sino para la virtud. Tenían muchas. Era mi padre hombre de mucha caridad con los pobres y piadad con los enfermos, y aún con los criados; tanta, que jamás se pudo acabar con él tuviese esclavos, porque los había gran piadad; y estando una vez en casa una de un su hermano, la regalava como a sus hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de piadad. Era de gran verdad. Jamás nadie le vio jurar ni murmurar. Muy honesto en gran manera.
Mi madre también tenía muchas virtudes y pasó la vida con grandes enfermedades. Grandísima honestidad. Con ser de harta hermosura, jamás se entendió que diese ocasión a que ella hacía caso de ella; porque, con morir de treinta y tres años, ya su traje era como de persona de mucha edad. Muy apacible y de harto entendimiento. Fueron grandes los trabajos que pasaron el tiempo que vivió. Murió muy cristianamente.
[…] Pues mis hermanos ninguna cosa me desayudavan a servir a Dios. Tenía uno casi de mi edad (juntávamonos entrambos a leer vidas de Santos), que era el que yo más quería, aunque a todos tenía gran amor y ellos a mí. Como vía los martirios que por Dios las santas pasavan, parecíame compravan muy barato el ir a gozar de Dios, y deseaba yo mucho morir ansí, no por amor que yo entendiese tenerle, sino por gozar tan en breve de los grandes bienes que leía haver en el cielo, y juntávame con este mi hermano a tratar qué medio havría para esto. Concertávamos irnos a tierra de moros, pidiendo por amor de Dios, para que allá nos descabezasen; y paréceme que nos dava el Señor ánimo en tan tierna edad, si viéramos algún medio, sino que el tener padres nos parecía el mayor embarazo».
Ignacio de Loyola (Editorial San Pablo, Ejercicios espirituales. Precio: 9 €).
«La primera anotación es que por este nombre, ejercicios espirituales, se entiende todo modo de examinar la conciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mental, y de otras espirituales operaciones, según que adelante se dirá. Porque así como el pasear, caminar y correr son ejercicios corporales, por la mesma manera, todo modo de preparar y disponer el ánima para quitar de sí todas las afecciones desordenadas y, después de quitadas, para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima, se llaman ejercicios espirituales.
La segunda es que la persona que da a otro modo y orden para meditar o contemplar debe narrar fielmente la historia de la tal contemplación o meditación, discurriendo solamente por los puntos, con breve o sumaria declaración; porque la persona que contempla, tomando el fundamento verdadero de la historia, discurriendo y raciocinando por sí mismo, y hallando alguna cosa que haga un poco más declarar o sentir la historia, quier por la raciocinación propia, quier sea en cuanto el entendimiento es ilucidado [iluminado] por la virtud divina, es de más gusto y fruto espiritual que si el que da los ejercicios hubiese mucho declarado y ampliado el sentido de la historia. Porque no el mucho saber harta y satisface el ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente».