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«Las puertas de Ácronos», Heinz Delam [Editorial San Pablo]

A continuación os ofrecemos el primer capítulo de la novela juvenil Las puertas de Ácronos, de Heinz Delam, publicada por la Editorial San Pablo (lee la reseña de Carmen Fernández Etreros en Culturamas).

«Susana Lozano acababa de cumplir dieciséis años el día que se adentró, con paso inseguro, a través del control de pasaportes de la terminal T4 en el aeropuerto de Madrid-Barajas. Tras recibir el visto bueno del impasible policía, se volvió para despedirse del mundo que había conocido hasta entonces. Dedicó un último adiós a su amiga Sofía, la única persona que la había acompañado, y emprendió su nuevo camino hacia lo desconocido. Notó que le temblaban ligeramente las piernas. Sabía que una etapa de su vida se cerraba para siempre y que su futuro inmediato era una página en blanco: la primera de una novela que todavía estaba por escribir.

Como todas las personas imaginativas y soñadoras, Susana había disfrutado hasta entonces de dos vidas paralelas: la real –que ahora se desmoronaba a su alrededor– y la otra, intocable, en la que los libros actuaban como misteriosos buques capaces de transportarla de un escenario mágico a otro. Después del terrible desastre que se había abatido sobre su familia, la imaginaciónpasó a ser su único refugio, y aún se consideró afortunada por disponer de semejante tabla de salvación. «Por fin ha llegado la hora de afrontar la verdad», se dijo a sí misma. Se sentó lo más cerca posible de la puerta de embarque y dejó escapar un largo suspiro, sin sospechar que estaba a punto de vivir una experiencia mucho más sorprendente de lo que jamás hubiese podido soñar.

En su interior, la pena por la reciente pérdida de sus padres se mezclaba con una profunda sensación de desamparo que humedecía sus ojos y le atenazabael estómago. Viendo que todavía faltaba un buen rato para la salida del vuelo, extrajo de su mochila de viaje un grueso cuaderno de anillas, empuñó su viejo portaminas del 0,7 y se dispuso a volcar parte de su dolor en el papel, consciente de que ponerse a escribir tras el golpe que acababa de recibir iba a resultar una tarea superior a sus fuerzas. ¿Qué podía esperar de un relato alumbrado desde el fondo de tanta amargura? ¿De dónde sacaría la energía necesaria para forjar un puente de palabras capaz de sacarla del abismo? Pese a las dudas, sabía que la fantasía era su única esperanza. Miró a su alrededor para tomar nota de lo que veía, pues no podía imaginar un punto de partida mejor que una sala de embarque como aquella, grande, impersonal, cuya decoración sobria y funcional enmascaraba su condición de trampolín hacia los cielos. Empezó por describir los asientos a su alrededor, que poco a poco se iban llenando de viajeros de todas las edades y condiciones. Algunos vestían atuendos que a ella, poco acostumbrada a los viajes, le parecían extravagantes y exóticos. Pero lo que más llamaba su atención era la expresión que todos, sin excepción, llevaban estampada en el semblante. Es fácil reconocer esa mezcla de aire soñador y de fingida indiferencia que la gente adopta cuando se mueve por las atestadas salas de embarque, y a Susana le chocó que todos aparentaran estar tan relajados, como si el hecho de dar un salto entre dos continentes a través de un océano –y en apenas doce horas– fuese lo más natural para el ser humano. Prosiguió su examen de los viajeros sentados en su propia fila de asientos: había una pareja joven y acaramelada, dos africanos de mediana edad ataviados con largas túnicas y gorros decorados con pe- drerías multicolores, una anciana con el pelo teñido de arco iris y vestida de quinceañera, y un… un… Su mirada se había detenido en la figura flaca y encorvada de un hombre imposible de catalogar: sus ropas holgadas parecían de otra época y sus facciones quedaban sepulta- das tras la máscara formada por una ancha bufanda que le tapaba desde el cuello hasta la nariz, un par de gafas oscuras y el ala de un sombrero calado hasta las cejas. Ni siquiera sus manos, enfundadas en guantes de cuero negro, quedaban a la vista. Susana recordó a El hombre invisible de H. G. Wells, obligado a cubrir cada centímetro de su cuerpo para ocultar al mundo su condición transparente, y supuso que el viajero sentado no lejos de ella padecía alguna enfermedad de la piel o cualquier otro problema que le avergonzaba. El hombre se llevó de pronto la mano a la cara para ajustarse la bufanda, y al hacerlo dejó al descubierto una delgada franja de piel entre la manga y el borde del guante. La piel de su antebrazo era blanca como la nieve, y sobre ella destacaba una serie de extraños signos tatuados que intrigaron a la muchacha. A pesar de la distancia podía verlos con claridad, ya que eran muy nítidos y contrastaban bien con la nívea epidermis sobre la que estaban dibujados. Los observó con detenimiento hasta que el brazo del desconocido cambió de posición y desaparecieron de su vista. Los símbolos le resultaban familiares: estaba segura de haberlos visto antes, en alguna parte, aunque no recor- daba dónde. Intentó reproducirlos en el papel de su libreta, uno por uno, y al hacerlo los reconoció por fin: eran letras del alfabeto griego. La palabra tatuada era «αχρονοζ». Susana no disponía de un diccionario griego, pero conocía el alfabeto helénico gracias a su afición a las lenguas clásicas. Una vez traducidas las letras a sus equivalentes latinas, la palabra se convertía en acronoz o acronos. Ácronos podía ser algo así como «sin tiempo», «atemporal», «contrario al tiempo» o «fuera del tiempo», aunque con toda probabilidad se tratase del topónimo de un pueblo griego o quizá de un nombre propio, ya fuera el suyo o el de una persona amada… Volvió a contemplar la silueta estrafalaria y se preguntó a quién habría amado aquel hombre y si su amor llegó a ser correspondido…
Sus cavilaciones se truncaron al descubrir entre la multitud un rostro joven y avispado que destacaba entre los demás viajeros; su dueño, un chico de su edad o tal vez algo mayor, se encaminó sin vacilar hacia ella en cuanto sus miradas se encontraron.
—¡Perdona! –se disculpó a modo de saludo–. ¿Han avisado ya para Buenos Aires?
—No –se limitó a responder ella.
—Pues habrá que esperar –se resignó, tomando asiento a su lado.

Susana volvió a clavar la vista en su libreta, pero no pudo evitar que su atención se desviara hacia el silencioso muchacho situado junto a ella. Notaba que la estaba sometiendo a un minucioso escrutinio y, por más que intentó ignorar su presencia, no fue capaz de conseguirlo. Así transcurrieron varios minutos, durante los cuales su lápiz fue incapaz de escribir una sola palabra ni su cerebro de retomar el hilo de pensamientos anteriores. ¿Por qué le trastornaba tanto aquel desconocido? La curiosidad obligó a sus ojos a mirarlo de nuevo, y él aprovechó la circunstancia para reanudar el diálogo.
—Viajas sola, ¿verdad? –preguntó.
—¿Cómo dices? –Susana arqueó las cejas, sor- prendida.
—Se te nota en la cara –aclaró él–. Yo también voy sin compañía, aunque ya estoy acostumbrado… Pero veo que estás escribiendo algo y no quisiera interrumpirte. Susana sabía que cualquiera de sus amigas se habría entusiasmado con la aparición de un muchacho agradable e interesado en entablar conversación. Pero ella era diferente, más introvertida, y su estado de ánimo tampoco se prestaba al disfrute de un posible ligue de viaje.
—Intento concentrarme –dijo por fin–, pero la ver- dad es que no lo consigo.
—¿Algún trabajo académico?
—Una terapia. Y con suerte, una novela.
—Eso es fascinante. ¿Eres escritora?
—Sólo escribo.
—¿Y de qué trata lo que escribes?
Susana pareció dudar, como si ella misma tuviese dificultades para definirlo.

—Acabo de empezarla, pero me atrevería a adelan- tar que será una historia complicada y llena de amargura. Como mi propia vida.—Oh, vamos. No será para tanto.
La muchacha se volvió hacia él y le miró con dureza.
—He perdido a mis padres en un accidente de coche, del que soy la única superviviente. ¿Te parece poco?
El muchacho parpadeó.
—Lo siento. No tenía ni idea de que…
—Tranquilo, no podías saberlo. Por eso viajo a Bue- nos Aires, para quedarme a vivir con la familia de mi tío, el hermano de mi madre. Ni siquiera los conozco.
El recién llegado se encerró en un silencio que parecía definitivo, y Susana lamentó haber sido tan brusca. Aquel muchacho le agradaba y pensó que esta vez le correspondía a ella tomar la iniciativa.
—El caso es que mi vida ha dado un vuelco total
–dijo con una sonrisa algo forzada–. Y lo que más me duele es no haber podido darles un último abrazo de despedida.
—Te entiendo. Mi abuelo, que vivió un drama pare- cido, también se quejaba de lo repentino que fue el golpe y de no estar preparado para el adiós definitivo. Por desgracia no es posible adivinar cuándo estás viendo a alguien por última vez…
Susana meditó aquellas palabras durante un tiempo. Luego volvió a sonreír, todavía con una pizca de tristeza.
—Bueno, supongo que tendré que madurar a mar- chas forzadas –dijo por fin–. Desde aquel fatídico día me resguardo en la fantasía.
—El mejor refugio de todos. Me llamo Ricardo; si mi presencia te molesta no tienes más que decírmelo y desapareceré en el acto.

—Yo me llamo Susana. Y no te preocupes, que ya voy consiguiendo anestesiar el dolor; ahora me siento como una simple espectadora de mi propia desgracia.
—Dado que yo también viajo solo, si quieres pode- mos intentar sentarnos juntos en el avión. Así nos haremos compañía…
Susana asintió. Con su desparpajo y aquella forma de hablar impropia de la edad que aparentaba, el extraño muchacho había conseguido despertar su interés. Tuvo que reconocer que el desconocido le resultaba intrigante, y dedicó unos instantes a examinarlo con disimulo de arriba abajo: vestía de manera sencilla e informal, con vaqueros desgastados, una cazadora de cuero ajada y calzado deportivo sin marca. A pesar de todo, había algo en su manera de comportarse que sugería una procedencia de familia acomodada. En lo físico era alto y un poco desgarbado, aunque sus movimientos resultaban precisos y nada torpes. Sus facciones eran regulares, con rasgos pronunciados, y el color azul claro de sus ojos contrastaba con la rebelde mata de pelo negro que caía sobre ellos. Susana descubrió en su mirada franca y directa un brillo de interés que aumentó su desconcierto. Tuvo que admitir que, definitivamente, le gustaba.
Aunque al mismo tiempo la asustase un poco».

Nota editorial

Tras perder a sus padres en un accidente, con tan sólo dieciséis años Susana se ve obligada a trasladarse a Argentina para vivir con unos familiares a los que apenas recuerda. Pero justo antes de embarcar, en el avión que la llevará a su nueva vida, conoce a Ricardo, un enigmático joven que también viaja solo. Nada más despegar, Ricardo se empeña en convencer a su nueva amiga de que a bordo de los aviones suceden fenómenos inexplicables. Entre otras cosas, le habla de los nebulosos, criaturas procedentes de un aberrante mundo paralelo llamado Ácronos. También le muestra un antiguo reloj de bolsillo con un mecanismo dotado de una esfera desnuda, sin números ni marcas, y con tres agujas cuyo movimiento indescifrable no indica ninguna hora de este mundo. Al principio ella no le cree, pero todo cambia cuando el chico la invita a participar en un extraño juego y desaparece del avión sin dejar rastro…

Sobre el autor

Nació en Burdeos en 1950. Pasó su infancia en Francia, Alemania y España. A los doce años se trasladó al Congo Belga (la actual República Democrática del Congo), y allí permaneció durante diez años, en los que se convirtió en un amante de la naturaleza, de los viajes y de la narrativa de fantasía. Más tarde, su profesión de piloto de aviación le permitió ampliar aún más su experiencia viajera. En la actualidad reside en Madrid y se dedica profesionalmente a la literatura. En 2002 obtuvo el Premio Jaén de Novela Juvenil.

Colección: Novela juvenil
Materia: Literatura juvenil
Destinatarios: Todos los públicos
Formato: 14,5 x 21,5 cm.
Páginas: 312
ISBN: 9788428535847
Precio con IVA: 18,00 €


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