‘Zaira’, de Catalin Dorian Florescu [Ediciones Maeva]
«El primer viaje vertiginoso de mi vida fue el que hice a través de mi madre. Cuando me vio pegajosa y con el cráneo puntiagudo en los brazos de mi tía, gritó: «¡Pero la niña es horrible!». Mi tía la calmó, puso las manos sobre mi cabeza y la modeló con cuidado. Le pareció que lo había conseguido. A ella le debo que todos los hombres que llegué a conocer más tarde quisieran casarse enseguida conmigo. Quizá, con una cabeza en forma de huevo todo habría sido un poco más fácil.Yo sería ahora una solterona y estaría muy satisfecha de serlo. O estaría insatisfecha, aunque nunca lo confesaría.
Jamás habría dado un paso más allá del límite de nuestra finca, mi abuela no lo hizo y mi tía sólo una vez, cuando se fue a estudiar a Alemania. Yo habría envejecido junto a mi tía, hasta su muerte, y después me habría quedado completamente sola. Mi abuela murió cuando yo era pequeña todavía. Yo no habría estado sentada aquí ni tenido, como ahora, la vista clavada en aquella puerta de enfrente, a la que no llamo.
Todo se ha ido desmoronando en esta ciudad desde que la he abandonado. De la casa de al lado cae un ladrillo sobre el capó de un coche, suena como un disparo. El conductor mira incrédulo hacia arriba, se rasca la nuca y suelta una maldición. Hace treinta años que no había oído algo tan tajante. En Washington se insulta menos, allí se sonríe siempre con profunda ironía. Pero si en Washington hubiese caído un ladrillo del tejado del restaurante Chez-Odette,que he dirigido durante mucho tiempo, sobre el coche de uno de los abogados de la Casa Blanca, también él habría parecido desmoralizado. Mas no hubiera sabido blasfemar como mis antiguos compatriotas.
Las palabras del conductor se multiplican rápidamente, pero soy feliz. Estoy en casa. Esto es también un estar en casa, como aquellas maldiciones que mi abuela había desterrado, primero de la finca, luego de todas nuestras propiedades. Hacía que el coche de caballos se detuviera en medio del pueblo y, pacientemente, trataba de convencer a uno de nuestros campesinos. Que no debía decir algo tan soez a plena luz del día, sino confiárselo a los sueños. Que cuando uno soñaba, hasta Dios cerraría un ojo. Uno no tenía la culpa si el diablo se colaba en sus sueños. Sin embargo, durante el día un campesino debía procurar ser una persona completa y no sólo un medio hombre. Nosotros decíamos entre susurros: «Ya está otra vez barriendo por mandato divino».
Un día, al preguntarle yo si por la noche Dios no cerraba los dos ojos, se oyó un estallido como el que acababa de producir el ladrillo sobre el coche. Repentinamente, sin rodeos y con vehemencia, voló una vigorosa bofetada. El sentido del humor de mi abuela terminaba allí donde empezaba Dios. Y como Dios empezaba en todas partes, hablar sobre su sentido del humor resultaba innecesario. Había quien decía que eso era así porque había sido vendida a mi abuelo. Y que no había vuelto a reír ni una sola vez desde que él se la había traído a casa.
Algunos parroquianos, a los que seguramente les parezco rara, dado que estoy sentada aquí desde hace una semana –con mi sombrero de ala ancha y calzado deportivo, como sólo visten los americanos cuando están de vacaciones–, se han puesto en pie e intervienen en la escena. Se escucha ahora una blasfemia polifónica, como en la ópera. Siento como si me crecieran muchas orejas, pues suena muy bien. El ruido sube por las paredes de las casas, recorre las calles veloz como un torrente. Los peatones se amontonan, la gente de otros coches asoma la cabeza, también se asoma gente desde casas tan miserables como aquella que ha decidido caerse a pedazos.
Si el jaleo aumenta, acaso también él abra la ventana, mire hacia abajo y me reconozca. O solamente vea a una anciana, a una mujer excéntrica, el sombrero y la punta de los zapatos.
Entonces cerrará la ventana y pensará: Una vieja americana de vacaciones. ¿Pero qué se le habrá perdido aquí? Nunca se le ocurriría que ella hubiese podido perderlo a «él».
Vista desde arriba tengo seguramente un aspecto divertido, un gran círculo –es el sombrero– y dos pequeños semicírculos –son los zapatos–.Washington, Robert y mi hija están muy lejos, eso es bueno. Cerca están aquella puerta, que he contemplado ayer y anteayer y todos los días de la última semana, y «él».
Rara vez he oído insultar con semejante talento. Y eso que aquí se improvisa tan bien como en la vida. Las mujeres sueltan las bolsas de la compra con lo que da de sí el magro monedero. Aquí se vive en la escasez, pero se vive. Los escolares aprenden con diligencia los insultos para más adelante, sólo les falta registrarlos por escrito y atesorarlos. Todos rodean el coche y menean la cabeza, porque piensan que pronto caerán ladrillos del cielo despejado sobre nuestras cabezas.
La gente consuela al conductor diciéndole que ha sido afortunado de recibir la abolladura sólo en el coche y no además en la cabeza. Lo alientan para que actúe judicialmente en contra de «ellos», pero no dicen contra quién. Es peor que en la feria, mas me tranquiliza y me distrae de aquello que no hago desde hace días, por más que me lo proponga cada mañana.
En el hotel, todos los días me observo detenidamente en el espejo, pese a que preferiría mirar hacia otra parte para no ver mi carne cansada. Me digo con firmeza: Hoy irás y llamarás a su puerta. Él abrirá y te mirará. Ya se verá qué pasa después. Nunca has sido cobarde, no empieces ahora con eso. Desayuno y estoy contenta, porque hoy es el día en que por fin lo haré. Salgo a la calle, pero con cada paso me tiemblan más las rodillas. Tanto, que apenas si consigo llegar hasta esta silla, donde permanezco sentada hasta la noche.
Y él sigue sin acercarse a la ventana, sin bajar para echar un vistazo a la vieja americana, así que sigo esperando aquí por los siglos de los siglos, o hasta que también a mí me caiga un ladrillo sobre la cabeza. Como si Dios hubiese oído mis pensamientos –pues él los oye de todos modos, como decía mi abuela, ya que nunca está del todo dormido–, decide rematar el alboroto. Un segundo ladrillo cae con un fuerte ¡zas! sobre el coche, y en vez de una abolladura ahora hay dos. El gentío enmudece, perplejo, descubre, indiscreto, las frases de dos amantes: «Mi esposo no lo sabe». «Mi esposa no lo quiere saber.» Después siguen su camino, y atrás sólo queda el silencio.
Mi madre montó un escándalo cuando nací. Gritó:
–¡Maldita sea! ¡Eso no es mi hija! –Para ser una hija de mi abuela, eso era excesivamente sacrílego.
–Pues ya has visto de dónde la he sacado –dijo airada mi tía.
–No he visto nada, no quiero ver semejante cosa.
–Pero lo has sentido –insistió mi tía.
Eso sucedió en 1928,cuando el tren acababa de entrar envuelto en una nube de vapor en la pequeña estación de provincia.
Mi madre siempre fue una mujer hermosa, aunque tan sólo ejerciese de madre de vez en cuando, más bien era una mujer extraña que aparecía por nuestra finca una o dos veces al año. Era tan pequeña que mi padre podía llevarla sentada en la palma de su mano, contaba él más tarde. Era tan delgada que casi había podido hacerla pasar por el anillo de boda. Mi padre exageraba en algunas ocasiones. La exageración es tan propia de los compatriotas de mi infancia como la misma blasfemia. Aunque lo que mejor les sienta es exagerar blasfemando.
Mi padre seguía diciéndolo incluso cuando mi madre era simplemente pequeña, pero ya no delgada. Ella se sentaba a su lado, aferrada a su brazo, como si, después de treinta años de matrimonio, él pudiera seguir escapándosele.
Si él se resistía y sonreía bonachonamente, ella le apretaba el brazo o le pellizcaba en la cadera.
–Dilo, por favor, quiero oírlo.
–Tu madre era tan delgada que podía escurrirse por la chimenea como Santa Claus.
–No es eso lo que yo quería oír –decía ella riendo mientras lo golpeaba con los puños en la espalda.
Mi padre, un espigado oficial de caballería, cuyo sable le llegaba a mi madre hasta justo debajo del pecho, se daba entonces por vencido:
–Tu madre era tan delgada, que pasaba a través de mi anillo de boda.
–Eso está mejor.
Tengo la sospecha de que mi padre y mi madre se amaron de verdad.
A mi tía Sofía,en cambio,el marido se le había escapado. […]». Seguir leyendo ‘Zaira’
AUTOR: Caralin Dorian Florescu
TRADUCTOR: Ana Kosutic
EDITORIAL: Ediciones Maeva
A la venta a mediados de septiembre.
Nota de la editorial [Maeva]: Zaira, la historia de la vida de una mujer valiente que, a pesar de todas las dificultades que debe superar, nunca se da por vencida. Al mismo tiempo, la novela es también una crónica del siglo veinte y una irónica sátira de los diferentes ismos, el fascismo, comunismo y también el capitalismo.
Zaira es una gran historia de amor que dura casi medio siglo en la cual el autor Catalin Dorian Florescu nos sorprende con fantásticos personajes con historias especiales y maravillosas.
Humor y tragedia, sátira y crítica social, amor y traición, se entrelazan en esta fascinante novela. Con su estilo irónico y colorido, el autor retrata un siglo de historia europea, y al mismo tiempo narra el destino de una mujer, que sufre los cambios históricos y sociales en piel propia.