The Secret of Monkey Island
Por Daniel Muñoz.
Si a los gamberros de Ron Gilbert y Tim Schaffer les llegan a decir que un juego hecho a partir de una atracción de piratas de Disney World (la favorita de Gilbert y a partir de la que también, década y pico más tarde, Gore Verbinski, Johnny Depp y Orlando Bloom harían una trilogía cinematográfica multimillonaria en taquilla) iba a ser su obra maestra, la que iba a consagrarles y por la que se les recordaría forever and ever, se habrían partido la caja durante unos cuantos días como mínimo.
Pero así fue, para bien y para mal -porque, a opinión de crítica y público, nunca hayan conseguido superarla, quiero decir-. Aunque Schaffer se quedó muy, muy cerca con Grim Fandango (otra obra de arte, tremendamente incomprendida y vilipendiada). Lo cierto es que la gente siempre recordará a estos dos entrañables chalados por ser los creadores del aspirante a pirata Guybrush Threepwood, capaz de aguantar diez minutos bajo el agua sin respirar -en el transcurso del juego es posible comprobarlo-. Y todo su demencial ecosistema: desde la gobernadora de Mêlée Island, Elaine Marley, su amor platónico y una mujer de armas tomar (literalmente), hasta el pirata fantasma LeChuck, su archienemigo y rival en conquistar el amor de la gobernadora Marley (aunque utilizando métodos de pirata fantasma malvado como el secuestro, por ejemplo). Y pasando por toda una galería de caracteres indescriptibles, a saber: piratas de baja moral, caniches asesinos, vendedores de barcos de segunda mano, maestros de la espada que luchan con insultos -cortesía de Orson Scott Card-, caníbales vegetarianos, náufragos que están muy contentos de que no les encuentre nadie, damas del Vudú y así un interminable etcétera, que junto con la multitud de localizaciones y el magnífico desarrollo de la trama, componen una pieza de artesanía pura y dura que perdura en nuestros corazones, en nuestra memoria y también en los múltiples sistemas para los que se ha ido reeditando a lo largo de los años.
La guinda del pastel la ponen la genial música compuesta por Michael Land -en las versiones originales, solamente disponible para Amiga y Atari ST– y un arte gráfico totalmente alucinante para la época -sólo disponible para la máquina de Commodore al momento de su salida-. Con este as en la manga, Lucasfilm Games -posteriormente renombrada como LucasArts– se aupó al trono de reina de las aventuras gráficas, a pesar de haber sido la última en llegar, desbancando a su rival por aquel entonces, Sierra Software, creador de clásicos inmortales como Larry Laffer, Laura Bow, o las sagas King’s Quest y Space Quest.
En resumen, un juego absolutamente imprescindible en el bagaje de experiencias lúdicas de todo jugón que realmente se precie de serlo.