Memorias de Queens
Por David G. Panadero
Dickens y Balzac nos llevaban, por distintos caminos, a una misma conclusión: la verdadera escuela de la literatura está en la calle. Si lo miramos así, poco importan las lecturas eruditas, los análisis textuales ni los malabares filológicos cuando lo que se pretende es contar una historia. Una historia, además, que se ha vivido y experimentado, de la que se quiere dejar un testimonio.
Dito Montiel nació en Nueva York, en 1965, y ya desde la adolescencia quería hacerse notar. Si bien en un primer momento buscaba el protagonismo con su banda punk, Major Conflict, con el paso de los años, esas canciones de dos minutos, coros pegadizos, voces groseras y batería persistente, se le acabaron por quedar pequeñas.
Quizás Montiel pensara que ya no daba más de sí el combo hardcoriano, y decidió plasmar una historia –su historia– en una novela, A guide to recognizing your saints, que por ahora no ha encontrado edición en castellano (aprovecho para sugerirla a los editores).
Algún interés debió suscitar esta novela cuando en 2006, desde el circuito independiente norteamericano, llegó a las salas españolas de versión original su adaptación al cine. El título no podía ser más escueto: Memorias de Queens. Además, la dirigía el propio Dito Montiel.
A decir verdad, este título no nos cuenta nada que no hubiéramos visto antes, y tampoco depara sorpresas. Nos relata la historia de su protagonista y autor. Su adolescencia ha transcurrido en el barrio de Queens, el distrito más extenso y poblado de Nueva York, donde conviven distintas razas, escenario además de muchas subculturas juveniles, de donde han salido grupos musicales como los Ramones.
Y no, Dito Montiel no nos cuenta nada nuevo, pero sabe escapar a la tentación: ni rellena minutos de metraje con canciones de su banda, ni cae en la hagiografía típica de los músicos. Prefiere ver a sus amigos y retratarse a sí mismo de forma humana, con sencillez. Todo se desencadena cuando, después de haberse ido del barrio hace muchos años, y emprender una modesta carrera como músico y escritor, el protagonista tiene que volver a su barrio, para reencontrarse con su padre enfermo, y abrir la posibilidad de un diálogo que parece imposible.
En el esquematismo de la propuesta encontramos su mayor acierto. Lejos de ampararse en una nostalgia complaciente que idealice los “viejos tiempos”, Montiel ejecuta con buen pulso un retrato de sus calles duro y matizado, distante, ni sensacionalista ni nostálgico.
Pudieran parecer inconexas algunas secuencias, y se aprecia una acertada tendencia a la improvisación, tanto en la puesta en imágenes como en la dirección de actores y sus diálogos. Por momentos, parece que estamos viendo de nuevo Malas calles, de Scorsese.
Todo ello para ilustrar, con austeridad y sabiduría narrativa, esa idea que tantas veces hemos visto, y que en esta película adquiere toda su fuerza. Y quizás sea un poco aventurado calificarla de idea; puede que no sea más que una sensación, un nudo en el estómago. Algo que le sucedió al cineasta punk, y que ahora nos transmite con esta película. La patria chica, los recuerdos, y la nostalgia, esa puñetera que ––empleo palabras de Carlos Pérez Merinero– para no curarse, no se cura, sino que se agrava con el tiempo.
La película es interesante pero en muchos pasajes se hace demasiado tediosa. Felicidades por su artículo.