Por Jorge Díaz.

Vivo en el centro, hay una terraza cerca de mi casa y hace buen tiempo. Esto significa que toda la escuela acordeonista del este de Europa ha decidido amenizar mis veladas. Uno detrás de otro, sin parar, se relevan los intérpretes bajo mi balcón, como si vinieran a rondarme. Cambia el acordeonista, la canción suele ser la misma o parecida: reconozco fácil el Cantinero de Cuba, también algo que se parece ligeramente a Love Story. No entiendo de música, poco más he conseguido descifrar.

–          ¿No te gusta el acordeón?

–          Hasta hace unos años no había pensado en él; creía que era el apellido de una tal María Jesús. Ahora prohibiría su fabricación e importación. Que dejen en paz a los correos de la droga y se encarguen de lo realmente importante, de evitar esa lacra con teclas y fuelle.

Pero el otro día, sentado con unos amigos, charlábamos tranquilamente. Había un motivo para nuestro bienestar, no se escuchaba la estridente música de ese infernal aparato. Entonces un hombre se acercó a nosotros extendiéndonos una gorra.

–          ¿Una moneda por la música?

En la otra mano, llevaba una flauta, o algo parecido, tampoco entiendo de instrumentos musicales. No había tocado música, ni buena ni mala. A mí no me molesta, ojalá todos los músicos populares que pasan por mi calle hicieran lo mismo, pedir sin tocar.

–          ¿Una moneda por el silencio?

En mi salón se estaría mejor. Pero vamos a lo que vamos: era un impostor.

–          ¿Qué relación tiene esto con la literatura?

–          No voy a decir nombres, ya sabes mi escasa valentía; si quieres dejo un espacio en blanco y tú lo rellenas… En literatura también existen impostores: pasan la gorra sin haber escrito.

–          ¿Vas a explicar esto?

–          Apenas. Antes voy a hablar de otra de mis obsesiones: el grafiti.

Pedir sin haber tocado es como firmar sin haber pintado el cuadro: una desfachatez propia de impostores. ¿Por qué firman las paredes?

–          El grafiti es un arte en sí mismo, lo de la firma se llama tag.

–          El grafiti es una guarrería.

–          Ahí te has significado. En venganza pueden llenar tu calle de pintadas.

–          Ya lo han hecho. Tendrían que pintar unos encima de otros. No queda sitio: tendrían que firmar las firmas de otros y sería como hacerse pasar por autores de una obra que no pintaron ellos. Claro que eso es propio de impostores, quizá sea uno de sus objetivos vitales.

El otro día, o la otra noche, se consumó la tragedia. La calle apareció llena de firmas de un tipo al que ojalá el destino confunda. ¿Por qué? ¿Creía que el mundo sería mejor con ellas? ¿Es lo que quiere dejar de su paso por el planeta? ¿Un hijo, un libro, un árbol y la firma en una pared?

No puedo ni imaginármelo con sus amigos.

–          ¿Qué hiciste anoche que no apareciste? ¿Te has echado novia?

–          No, para nada, estuve engorrinando la ciudad. Llené de firmas varias calles mientras escuchaba música de acordeones.

–          ¿Por qué?

No tendría respuesta. Le doy una.

–          Porque soy imbécil y quiero proclamarlo por ahí.

Pausa.

–          Te estás labrando enemigos. Enemigos armados de aerosoles.

–          Ya… Pero no creo que ellos vayan a leer esto. Quizá no sepan leer.

–          Alguien se lo puede contar.

Hago de aquí un llamamiento a la concordia. Si veis un tipo con un aerosol no le digáis que pienso que es un gilipollas.

–          ¿Alguna idea para acabar con esto?

–          Policial. Añadir a la prohibición de importar acordeones la de importar y fabricar aerosoles de pintura.

–          ¿Sólo se te ocurre prohibir?

–          Efectivamente; si me presento a unas elecciones, no me votéis. Tengo más prohibiciones ideadas. ¿He hablado ya de las llamadas al teléfono de casa para ofrecerte servicios de telefonía? Tienes línea de teléfono para que te llamen a venderte líneas de teléfono.

Vale, volvamos a lo de la literatura. El escritor impostor. No hablo de los famosos negros, no soy consciente de que existan. Hablo del escritor que no escribe. O del escritor que pasa más tiempo justificando su obra que escribiéndola.

Me da un poco de miedo meterme en esto. No porque haya mafias, es que creo que entre los acordeonistas y los grafiteros he pisado muchos callos hoy.

Mejor lo dejo para otro día. Si se me olvida, recordádmelo.

–          Eh, tío… Háblanos de los escritores impostores.

Haré acopio de valor y me pondré con ello.