Labor limae
Reseña a Como una historia de terror, de Jon Bilbao
Por Miguel Ángel Mala.
Si hubiéramos de confeccionar una Biblia del relato moderno, comenzaría con una frase del estilo: Al principio fue Chéjov, que creó cuentos en los que aparentemente no pasaba nada… En efecto, el libro de Jon Bilbao podría inscribirse en esa corriente que ha dado tan grandes escritores como Raymond Carver, John Cheever, Richard Ford o incluso Cormac McCarthy. En nuestra lengua, el ejemplo más reciente y meritorio de la influencia de estos autores podría ser Gonzalo Calcedo Juanes, de una generación anterior a la de Bilbao y cuyas obras no han gozado de la repercusión que ciertamente merecen. Como una historia de terror ahonda en las premisas de esta corriente de realismo moderno, que son básicamente dos: la rutina y lo que corre por debajo de ella.
Los cuentos de Bilbao se localizan en lugares indeterminados o extranjeros, confiriéndoles una cierta atopicidad, un aire de cosmopolitismo que derriba las barreras entre países. Prescindiendo de ciertos nombres propios, nada hay en ellos que revelen el carácter español del autor. De hecho, el estilo y los recursos lo señalarían más bien como un escritor norteamericano. Uno de los detalles que apoyarían esta hipótesis es el uso minucioso de la documentación, que sostiene y agranda los relatos a ojos del lector, perfectamente inserta en los goznes de las tramas, incluso en los entresijos emocionales de los personajes.
Se trata éste de un aspecto técnico que muchas veces es obviado por los cuentistas en lengua hispana, que prefieren acomodarse en tramas sorpresivas o en el refugio del lenguaje para no enfrentarse a la penosa labor limae del documentalista que afianza sus textos sobre una realidad que conoce a la perfección. Nabokov afirmaba en su Curso de literatura europea que al leer » Debemos fijarnos en los detalles, acariciarlos (…) Tenemos que ver cosas y oír cosas: visualizar las habitaciones, las ropas, los modales de los personajes de un autor. El color de los ojos de Fanny Price, protagonista de Mansfield Park, y el mobiliario de su pequeña y fría habitación, son importantes…» Tomando esta afirmación en sentido inverso, sería justo reclamar para el escritor un conocimiento exhaustivo de la realidad en la que se sitúan sus narraciones, aunque lo dosifique para no embarrar el discurso.
Por otra parte, nada más empezar el libro, salta a la vista que el sexo es utilizado por Bilbao como un motor consciente, un dinamizador de la vida en pareja que actúa como detonante en las tramas, sembrándolas de minas que irán explotando a lo largo de la acción sin prisa pero sin pausa. En el caso de Prolegómenos, es ese aroma inconfundible a genitales en una habitación cerrada lo que justifica y empuja los hechos, por otro lado intrascendentes, que se cuentan. Porque Bilbao introduce siempre uno o varios elementos tensores, pequeños mecanismos que atacan el subconsciente de los personajes –¿y/o del lector?–, que rozan una y otra vez el nervio de las emociones hasta hacer saltar en pedazos lo convenido, las premisas morales, las reglas que ordenan una sociedad.
Los virajes de las tramas, dentro de las posibilidades de lo real, no dejan de tener un punto perverso en el que siempre parece haber algo oculto, una zona oscura que nunca se mostrará al lector porque quizás es lo más importante, como el dictador que esconde su juguete de infancia bajo una almohada mientras firma penas de muerte. Utilizando las palabras del propio autor en El ladrón de lencería, nos desplazamos por sus cuentos con el afán de un fetichista que contempla sus capturas, «…sin saber que no eran todas las prendas, ni tampoco las mejores.»
Nos encontramos en estos cuentos con personajes que dudan entre hacer el bien o el mal, entre respetar las reglas y transgredirlas, entre decir la verdad o mentir, y finalmente mienten. Dualidad entre lo que hay fuera y lo que hay dentro, entre la sociedad y el individuo, entre el bosque y las casas, entre la barbarie y la civilización, entre lo propio y lo extraño, lo ajeno, lo otro que da miedo y atrae al mismo tiempo. Y en esa oposición esencial entre la perversión, lo retorcido, lo oscuro, lo ridículo o infamante y la rectitud, la honestidad, la claridad, lo serio o respetable, Bilbao explota los límites que cercan estos conceptos, llevándolos hacia un lado y hacia otro en un vaivén de péndulo, un péndulo que bien podría ser el del cuento de Poe, una espada de Damocles que se cierne sobre los protagonistas advirtiéndoles de que, hagan lo que hagan, el peligro acecha, y lo peor es que ese peligro proviene, en muchas ocasiones, de su propio interior.
En este sentido, resaltan los sueños de los personajes del último cuento, sueños que abundan en esa parte oculta de la que emergen los monstruos que la luz del día eclipsa con su luminosidad, esas ardillas que al caer la noche surgen, amparadas por la falta de consciencia, para recordar que los viejos temores no han muerto, que siguen ahí, retorcidos, pervertidos, hediondos, acompañando a la pulcra imagen exterior hasta el final como la alcantarilla que succiona los desechos de la superficie.
Uno de los pocos peros que le podría encontrar al libro es el sabor de los cuentos, que mantiene la misma línea de esos narradores norteamericanos que le han servido de maestros. McCarthy, Carver, Cheever, Ford. No hay un toque realmente personal, no existe una distancia que señale evolución en el tono. Y aunque la técnica asiste con pericia asombrosa al autor, se echa de menos un matiz distintivo que lo revele como el prodigio narrativo que se adivina, subterráneo, bajo los cánones ya establecidos. El único cuento que se aparta quizás de esta línea es el que da título al libro, que en realidad es una novela corta o un relato largo, donde supera el realismo intrascendente para mezclarlo con toques de suspense a lo Hitchcock o a lo Patricia Highsmith. En el resto, la vida pasa a través del tamiz del realismo norteamericano y ahí se queda, congelada en una exhibición de minuciosidad laboriosa, de ideas geniales diseminadas entre la hojarasca del día a día, de sentimientos aflorando en mitad de los hechos más insospechados.
Y digo insospechados porque el azar tiene mucho que ver en estos relatos. Un ejemplo es «La fortaleza», en el que el parecido entre dos personajes será aprovechado para zurcir un final de antología. El recurso de los cruces de destinos es utilizado con mano maestra por Bilbao, que acude a ellos para resolver tramas con un cierto toque de embaucador o prestidigitador, que presenta la paloma que acaba de sacar de su chistera ante el público absorto.
Porque, como también decía Nabokov, todo escritor es un engañador, un seductor de lectores, que utiliza su invención y su técnica para hacer viajar a los que quieran compartir un poco de su tiempo con ellos. Jon Bilbao pertenece, por supuesto, a este rango de embaucadores maravillosos que excitan nuestro ánimo y nuestra conciencia, atravesando caminos que rozan la perversión, que hieren las emociones con calibrada parsimonia, que nos conducen hacia rutas inesperadas por el puro goce de la casualidad.
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