The Crazies. La vieja serie B.
Por Rubén Sánchez Trigos.
En el momento de escribir estas líneas, pocas salas españolas proyectan ya The Crazies (Breck Eisner, 2010). La película, como no podía ser de otra forma, ha tenido una acogida más bien moderada, acorde con su presupuesto y sus pretensiones… es decir, que ha seguido fielmente los parámetros industriales de la vieja serie B en la que se inscribe sin tapujos.
Conviene aclararlo ya: este cóctel tipical American Gothic, en el que los vecinos de un modesto pueblo norteamericano son contaminados accidentalmente por una toxina que les obliga a ejercer la violencia unos contra otros, no puede ser serie B de una forma estricta, por cuanto ésta desapareció del sistema de producción de los estudios más o menos de manera fulminante en los años noventa. Sí lo es, en cambio, en espíritu, y es precisamente esa honestidad cuasi añeja la que convierte a películas como la de Eisner en un pequeño corcho de aire fresco flotando a la deriva en ese océano de pretensiones vacuas que es el Hollywood del siglo XXI.
La vieja fábrica de sueños tiene un problema. Tiene varios, pero posiblemente éste ejemplifique el resto: no sabe hacer películas pequeñas. Ha olvidado la receta, y lo que es peor: no tiene ninguna intención de buscarla. Hasta ahora. Que la única estrategia de los estudios para traer al público de vuelta a las salas pase por hinchar presupuestos, contratar a los mejores técnicos CGI y/o transformar sus potenciales blockbusters a un 3-D cuando menos improvisado, dice mucho –es decir, poco- de su inteligencia empresarial. Del arte, ni hablamos.
Cometieron un error eliminando del sistema aquellos títulos de inversión modesta, rápido rodaje y fácil distribución, donde además se probaba a los nuevos talentos, delante y detrás de la cámara. Francis Ford Coppola, James Cameron o Brian de Palma comenzaron en la serie B, y otros –como John Carpenter o Joe Dante- se mueven en ella como su hábitat natural que es. Hoy todo eso acabó. Las películas deben ser grandes y no hay margen para el riesgo. Tanta cantidad de dinero implica jugar sobre seguro, lo que significa que los estudios pagan sumas astronómicas a estrellas cuyo gancho en taquilla es más bien dudoso, o invierten en script-doctors que les digan a los guionistas en qué minuto exacto de la historia el chico debe besar a la chica, no sea que el target de 15 a 25 años se impaciente demasiado y se ponga a mandar mensajes por el móvil.
The crazies, como el remake de Las colinas tienen ojos rodado por Alexandre Aja en 2006 o como los títulos dirigidos por Rob Zombie hasta el momento, no tiene ese problema. Por lo menos, no del todo. Imagino que quienes los ponen en marcha, sea desde el despacho que sea, cuentan con no contentar a todo el mundo. Por otra parte, estos y otros productos se alejan considerablemente –en presupuestos y en talento- de la actual serie Z directa al DVD –prueben a teclear en Google Mega Piraña y sabrán de qué les hablo-. En conclusión: hoy por hoy –y quizás desde siempre- el último reducto que le queda al fantástico y al terror cinematográfico para seguir siendo ese catalizador de miedos y temores cuyo papel nunca debió abandonar, son películas como The crazies.
Vecinos que irrumpen armados en un campo de béisbol local para hacer una sangría del deporte norteamericano por excelencia, hombres que abrasan viva a su familia sin ningún motivo aparente, gobiernos cuya idea de la seguridad nacional pasa por exterminar a una población entera… la fórmula es casi arquetípica, desde luego, pero se revela igualmente vigente casi cuarenta años después del original de Romero, y otros tantos de aquel American Gothic que, zombies y sierras eléctricas mediante, expuso –que no exorcizó- los fantasmas de una sociedad que ya no se reconocía en el espejo, una sociedad cuyos jóvenes eran masacrados en Vietnam, atormentada por el lado oscuro del Flower Power –Charles Manson y sus amigos- y gobernada, para colmo, por un presidente que la mentía. Hoy, a las puertas de una nueva década, y en los años en los que muchas películas de ciencia ficción aseguraban que viviríamos una new age plácida y limpia, el mundo se estremece bajo los efectos de una crisis que, encima, creemos merecernos, y que amenaza con convertirnos a todos en famélicos muertos vivientes.
Es en este contexto donde la serie B –o lo que queda de ella, es decir, quienes la admiran- ponen las cartas sobre la mesa, con relatos oscuros y perturbadores como el que nos ocupa. Cuentos incómodos donde, para seguir viviendo, uno debe matar a su mejor amigo, donde no es que no se pueda confiar en la autoridad, es que la supervivencia pasa, en gran medida, por evitarla. Estoy seguro de que un alto porcentaje del público potencial de Avatar (James Cameron, 2009) encontrará la película de Breck Eisner sucia y pesimista. Estupendo. Eso significa que cada producto está cumpliendo a rajatabla su cometido. Avatar amasa millones y hace avanzar la industria de los efectos especiales y, en general, de la tecnología cinematográfica. The crazies exterioriza nuestros demonios.
Dentro de algunos años, alguien, en alguna universidad, se propondrá estudiar el cine de género producido por Estados Unidos durante aquella descomunal crisis que casi se nos lleva por delante. Por el camino tendrá que hablar de Will Smith caminando por las calles desiertas de Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007), y también –en el otro extremo- de Viggo Mortensen empujando un carrito de la compra en un mundo donde llueve ceniza y donde uno de cada tres hombres quiere comerse a su hijo.
Finalmente, nuestro investigador tendrá que volver sus ojos a películas un poco más modestas, y ahí es donde rastreará, rebelde y sinuoso, el espíritu de la vieja serie B, en títulos como The crazies o como Infectados (Alex y David Pastor, 2009). Películas que no se andan con chiquitas, que parecen mirarnos a los ojos y decirnos: esto es lo que somos y esto es lo que nos aguarda. El horror. El horror.
Rubén Sánchez Trigos es profesor e investigador en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos. Especializado en cine y literatura fantástica, en 2009 apareció su primera novela, Los huéspedes (Finalista Premio Drakul), un thriller de terror en un ambiente urbano.